De “marginal casi inédito”, como él mismo se definía, Ricardo Zelarayán (Paraná, 1922 - Buenos Aires, 2010) pasó a ser desde los años 90 un autor de culto en la literatura argentina. Con sus textos, que circulaban en fotocopias y en papeles compartidos en talleres literarios y lecturas de poesía, surgió la leyenda de un escritor que parecía complementamente desentendido de la suerte de su obra. Un par de libros bastaron para darle ese lugar: La obsesión del espacio, poemas publicados en 1972, y La piel de caballo, novela que apareció en 1986 y acaba de ser reeditada.
Zelarayán se mudó a Buenos Aires en 1940 pero nunca dejó de pensarse como un entrerriano exiliado en la gran ciudad y, por añadidura, “salteño-tucumano de tradición y santiagueño de vocación”. La piel de caballo, precisamente, tiene como protagonista a una especie de álter ego, “un provinciano pequeño burgués, marginal y resentido”, para quien no hay peor insulto que ser llamado porteño y cuyos momentos de felicidad surgen cuando encuentra, por ejemplo en la edificación baja, las manzanas irregulares y los árboles del barrio San Cristóbal, un paisaje que le hace acordar a Paraná.
En los recientes Diarios de la edad del pavo, Fabián Casas recuerda el descubrimiento generacional de Zelarayán. Una noche de lluvia, dice, lo encuentra en un colectivo. Corre abril de 1993. Ambos se conocen a través de José Luis Mangieri, el editor de Libros de Tierra Firme. Casas va a visitar a Daniel Durand, con quien hacía por entonces la revista 18 Whiskys, y cuando baja Zelarayán lo acompaña. “Nos quedamos charlando hasta las tres de la madrugada. Una charla extraordinaria y duradera”, cuenta.
Ya en 1990, 18 Whiskys había publicado un adelanto de Roña criolla, el segundo libro de poemas de Zelarayán. Otra revista, La novia de Tyson, incluiría fragmentos de Lata peinada, novela en la que había trabajado durante los 80. Zelarayán fue el título (y el personaje) del primer libro de Washington Cucurto (1997), premiado en un concurso de Diario de Poesía y destruido en una biblioteca popular de la provincia de Santa Fe por considerárselo de mal gusto y no apto para niños y jóvenes.
Pero Zelarayán no fue un descubrimiento de los 90. En junio de 1972, Norberto Soares lo entrevistó para Primera Plana cuando todavía era un autor inédito e hizo un llamado público para que “algún editor iluminado” publicara La obsesión del espacio. La nota logró lo que quería: pocos meses después, Corregidor imprimió la primera edición del libro.
Soares lo definió como “un poeta excepcional” y también como “un intruso” en la literatura. Reseñó con precisión las características de la obra –“una urdimbre transparente de giros populares, retóricas lugareñas, refranes pergeñados en la tradición oral, alusión a situaciones vividas que jamás se describen”– y la singularidad del autor, que no creía en la división de los géneros, embestía contra la cultura libresca y se adscribía en la línea de Macedonio Fernández y de los escritores a los que no les interesa publicar. También fundó el mito que rodea a Zelarayán: la mayor parte de sus textos, dijo, “se ha perdido en ignotos hoteles”.
Zelarayán fue desde entonces el escritor que ocultaba y extraviaba lo que escribía, el que rompía sus manuscritos, el que los traspapelaba. Hasta la publicación de La obsesión del espacio, dijo, “sólo escribía para tirar o perder”. Y parece que no cambió demasiado: Lata peinada se publicó en 2008, inconclusa; su obra poética reunida, Ahora o nunca (2009), presentó textos inéditos y no contenía noticias de libros mencionados en distintas entrevistas.
La consagración de un escritor suele sancionar también una imagen y una historia de vida. En el caso de Zelarayán, la atención se concentró en su existencia errante, el tránsito por hoteles y pensiones, como si nunca consiguiera establecerse. Esa situación de extrañamiento y de percepción de la ciudad como un lugar hostil, “para mí siempre impenetrable”, es una de las líneas que atraviesan La piel de caballo. “No hay que joder con Buenos Aires. A la larga, la pálida Buenos Aires te la da”, dice el protagonista, con el tono de quien resume una experiencia sufrida.
Daniel Freidemberg, que trabajó en la preparación de la poesía reunida, advirtió la diferencia que había entre el autor concreto y la figura que proyectaba. “Zelarayán sabe muy bien, como muy pocos, lo que hace y lo que quiere hacer, como sólo puede saberlo un obsesivo extremo. Si me preguntan qué es eso que hace y que quiere hacer, no sabría decirlo: él lo sabe, hay que indagarlo”, propuso.
Como novela, La piel de caballo resulta una anomalía. El título alude a una imagen, la del caballo asediado por las moscas y de los movimientos con que las rechaza, para Zelarayán un símbolo. La narración despliega una serie de situaciones que están atravesadas por la misma voz, la del protagonista que narra, y sobre todo que escucha. “Yo no era mirón, era escuchón”, dice a poco de comenzar.
Los duelos lingüísticos entre paisanos, el discurso de un paciente en una sala de moribundos, la exaltación que produce el Riachuelo, los insultos entre dos conductores que acaban de chocar, son algunas fuentes de su escritura. Una materia que preserva su efecto revulsivo y renueva, como observó Norberto Soares hace medio siglo, “su absoluta modernidad”.