Hace algunos días se realizó en la ciudad de Buenos Aires el congreso Caos en el Museo, organizado por la fundación TyPA. Más que un congreso, en realidad se trató de un “encuentro-taller” –así lo anunciaron– en el que participaron 150 personalidades destacadas del ámbito de los museos y del arte. Entre los oradores estuvieron Helen Marriage, directora artística de Artichoke; David Anderson, director del Museo Nacional de Gales; Andrés Roldán, del Parque Explora de Colombia; el director de Patrimonio Cultural, Américo Castilla, y Nicolás Testoni, del museo Ferrowhite.
Pero no sólo hubo conferencias: también se hicieron distintos talleres cuyo objetivo fue la intervención sobre el casco histórico de Buenos Aires. En resumen, que el museo traspase sus muros, salga al espacio público e interpele a la gente que no lo visita.
Ahora bien, visitantes desprevenidos no hubo –las actividades fueron en gran parte cerradas–, pero si hubiera habido algún neófito probablemente le habría llamado la atención una cosa, una ausencia discursiva: la de la obra, la colección, el objeto; el hecho de que en un congreso –o “encuentro-taller”– sobre museos no se hablara de lo que, en apariencia, siempre le ha dado su sustancia a los museos.
El tópico fue otro: la gente, y en concreto, cómo hacer para que el público no avezado entre al museo. De eso se trata. Esa es, de hecho, la preocupación central que ha venido manifestando el discurso museográfico durante las últimas décadas, en un giro que, en esencia, es el mismo que se ha dado en otra institución moderna: la escuela, en el sentido de que ambas instituciones han desplazado el objeto –los contenidos, en el caso de la escuela; la obra, en el de los museos– y han puesto en el centro de la escena al sujeto. Pero no a cualquier sujeto, sino al sujeto-constructivista-piagetiano, ése que para aprender necesita involucrarse, tocar, hacer ruido, sacarse selfies, y al que es imprescindible conocer a fondo: saber cuáles son sus hábitos, sus costumbres, su clase social
En ese sentido, lo que cuenta Deborah Mack, una de las expositoras de este encuentro-taller y directora del Museo de Historia y Cultura Afroamericana –el más reciente de los museos smithsonianos en Estados Unidos–, es sintomático de esta línea que viene afianzándose desde hace varios años. “Estuvimos dos años preguntándole a la gente qué necesita, qué quiere saber, cómo se siente incluida, cómo se siente bienvenida; en nuestra investigación seleccionamos las prioridades escuchando, preguntando qué tendríamos que incluir en nuestras colecciones y por qué”, dice.
Pero esta lógica, por supuesto, no proviene sólo del paradigma constructivista que en ocasiones, por cierto, se confunde con el paradigma del marketing y las investigaciones de mercado. Alejandra Portela, rectora de la UMSA (Universidad del Museo Social Argentino), recuerda que también “la aparición de los estudios sobre gestión cultural tuvo responsabilidad para que pasara eso. Porque la gestión se cuestiona estas cosas: cómo generar ámbitos de intercambio, cómo medir los alcances del financiamiento, cómo hacer que la gente visite los espacios de cultura, etcétera”.
Ahora bien, ¿quién es esa “gente” que hay que ir a buscar? Visto desde una perspectiva gnoseológica, se trata del sujeto-constructivista; sin embargo, desde un enfoque más sociológico, no es difícil advertir que a quien van a buscar los museos, en su apertura, es alguien parecido a ese hombre-masa del que habló Ortega y Gasset: ese público que, se sabe, quiere presionar botones, quiere juegos de luces y efectos de sonido. Que quiere tiendas, frappuccinos y merchandising. Un poco de Berni de fondo, quizás, como la parte excéntrica de un menú en el que el arte es apenas el artificio gastronómico que decora el plato: esa hierba ornamental que acompaña una preparación sofisticada; el cuadro de Xul Solar que acompaña la charla y el martini, y los globos amarillos de la alegría. La acuarela abstracta que amerita menos la contemplación que la selfie para el Facebook.
“Tal vez se haya pasado de la actitud elitista del museo a una banalización que parte, en definitiva, de una subestimación del público”, dice la artista plástica platense Meli Valdés Sozzani, y agrega que “en tanto que el museo, en su clásica concepción, privilegia la obra de arte a partir de un fenómeno de distanciamiento que a veces la esteriliza, la recontextualización de la obra en ‘ámbitos profanos’, que van desde las nuevas formulaciones museísticas hasta los centros comerciales, puede derivar en una degradación total del significante”.
La cuestión, en ese sentido, pasa por encontrar alguna forma de salir del museo tradicional sin “disneylandizarlo”. Por eso, entre los debates teóricos que atraviesan el ámbito museográfico hay una pregunta recurrente: ¿qué es hoy un museo? Alejandra Portela afirma que “hay tantas respuestas como museos”, pero agrega que “hoy el museo no es solamente ese lugar donde se aprende de modo unidimensional, es decir, desde la información que el museo genera hacia el espectador o al visitante, sino que hoy se piensa en un visitante que trae su propio conocimiento, sus propias ideas, y que por lo tanto siempre tiene algo para aportar”, dice. Y aquí nuevamente se da el mismo paralelismo con el discurso pedagógico hegemónico: pérdida de autoridad del docente, en el caso de la escuela; del curador, en el de los museos; sobrevaloración del saber del alumno, en un caso; del visitante, en el otro.
Esa es, por cierto, la perspectiva que parece tener también el secretario de Patrimonio Cultural, Américo Castilla, para quien “ya no hay autoridad didáctica, que es la que establece los parámetros y el visitante sólo tiene que escuchar, sino que se genera el conocimiento entre ambas partes”, dice, y agrega que “hoy un museo es principalmente un lugar seguro donde se puedan generar experiencias que sorprendan y puedan contener, provocar, satisfacer o expandir la curiosidad de la gente. Acá el tema central es la curiosidad”, afirma.
Para Castilla –desde cuya secretaría administra 25 museos nacionales, de los cuales 17, es decir, casi el 70%, están en CABA–, se trata de hacer participar a la gente, “pero no porque toca un botón y mueve una maquinita sino por algo más complejo”, aclara. “La coparticipación debe ser más profunda. Ahí está la habilidad de algunos museos que logran hacerlo, y otros, en cambio, quedan sólo en el efecto más volátil del botoncito”.
Dicho efecto, para Adriana Rosenberg –directora de la Fundación Proa–, no tiene que ver con la participación: “Usar la tecnología o ver videos no es participar; son formas contemporáneas para presentar obras de arte”, dice, y plantea otra perspectiva: “En la actualidad no es que el hombre que va al museo tiene la obligación de participar: ese hombre tiene la libertad de hacer lo que le gusta. La pregunta que hay que hacerse es por qué los artistas recurren a obras que incitan a eso”.
Ahora bien, cabe recordar que este paradigma de la participación no es nuevo; Castilla recuerda que se ha dado en Europa y Estados Unidos durante los 70, 80 y 90, pero señala: “En esos tiempos nosotros tuvimos dictaduras, crisis terminales económicas, desaparecidos, con lo cual es ahora, en las últimas décadas, que están empezando a regenerarse estos conceptos en América Latina, y en Argentina estamos en proceso de cambio”, dice.
Pero la pregunta es: ¿hay presupuesto para cambiar? El presupuesto de 2016 asignado a los museos fue de 137 millones y medio de pesos; pero, según cuentan algunos funcionarios, el presupuesto 2017 de la Secretaría de Patrimonio Cultural será exactamente el mismo que el de 2016 –del de 2015, dicho sea de paso, “no se tiene registro”, dicen–, lo que implica un ajuste muy grande si se tiene en cuenta que la inflación terminará arriba del 40%.
No obstante, para Américo “el cambio” no pasa por el presupuesto: “Hacer un concurso como el que están haciendo los museos nacionales para llamar a una nueva generación y hacer un scouting de los talentos, que no sólo tienen que ser museólogos, sino que puede ser gente de la comunicación, la educación, las ciencias sociales, gente que encuentre en los museos una zona atractiva de experimentación, no es un gran presupuesto: eso es una gran determinación”, dice.
El modelo de museo que tiene en mente se aleja radicalmente de lo que se considera “museo tradicional”. “¿Qué explica que en la Noche de los Museos se congregue tanta gente cuando al día siguiente podrían visitarlos sin colas y gratis?”, se pregunta, y enseguida él mismo se responde: “Se debe a que la gente ahí tiene la certeza de que va a encontrarse con otra gente: es el espíritu gregario, es participar, coparticipar, estar con gente afín e intercambiar. Está clarísimo. Yo veo una cola de una cuadra y digo: ‘Flaco, mañana venís y lo ves sin cola’, pero lo ves sin cola y también sin toda esa gente. Y eso queda perfectamente demostrado, cómo los museos deben provocar ese encuentro.
—¿Entonces ése, el de la Noche de los Museos, es el modelo que quieren adoptar? ¿Pensar al museo como espacio de encuentro, distensión?
—Lo cual no quiere decir que todos los días haya festivales...
—No, pero ¿ése es el modelo? ¿Cafés, música, distensión?
—Puede tener también todo lo otro. Tiene que tener en cuenta distintos públicos. Hay gente a la que nada de eso le gusta, hay quien va a ver una pieza, un bordado del siglo XVII, y para él también tiene que haber una oferta...
Nótese, por cierto, que el sintagma “para él también” implica un desplazamiento notable en la categoría “público”, aunque es, después de todo, natural: al dejar de privilegiar la obra de arte se deja de privilegiar, casi por añadidura, cierto tipo de público, e incluso de sujeto. Y esa concepción cuenta hoy con un consenso casi unánime, aunque todavía hay algunas excepciones: el director del Museo Nacional de Bellas Artes, Andrés Duprat, tiene, por ejemplo, una mirada distinta, tanto del público como del museo. “No creo que la Noche de los Museos sea un paradigma ni un modelo a seguir; lo veo como algo eventual, excepcional”, dice. Y plantea una analogía: “Haciendo un paralelo con la vida cotidiana, la Noche de los Museos es como el día de tu cumpleaños: te llama mucha gente, festejás, hacés una cena especial y terminás exhausto. Uno no podría vivir festejando su cumpleaños diariamente, nuestra vida se vaciaría de sentido. Me interesa más lo que pasa con la vida cotidiana de los museos. Los días normales”.
A diferencia de muchos de sus colegas, Duprat propone priorizar la obra, seguir colocándola en el centro de la escena: “Los museos deben crear un ambiente propicio para la contemplación de las obras, un ambiente que facilite conectar con las poéticas de las obras”, dice, y añade que eso “no se logra teniendo una fila de gente adelante y otra detrás apurándote. Son necesarios el silencio, la iluminación precisa, la correcta disposición en el espacio, entre otras cosas. El museo debe ser una isla, un remanso en medio del trajín y la enajenación ciudadana. El espacio de conexión con otra realidad: la de la creación artística”.