En el mundo literario hay ciertos eventos recurrentes. A veces cambian los nombres y algunas circunstancias, como diría Borges (aunque otras veces ni siquiera cambia eso), pero hay ciertas noticias que se repiten año tras año. Está, por ejemplo, ese momento en que alguna editorial multinacional entrega su premio y, vaya sorpresa, lo gana un escritor de la casa; o aquel en que el escritor de turno anuncia solemnemente que obtuvo una beca del Fondo Nacional de las Artes y ya cuenta con financiación para regarnos con su sabiduría; o esa parte del año en que viene Vargas Llosa da una conferencia, critica al populismo y se va; o últimamente (desde que gobierna Cambiemos, en concreto) también está ese momento en que cierra una librería importante, o en que la Cámara Argentina del Libro anuncia otro semestre de caída en la producción de libros y un nuevo derrumbe de la industria editorial; pero sobre este tema ya hablaremos la próxima semana, y desde un ethos un poco más serio.
Ahora digamos que estamos en la época en que se entrega el Premio Nobel. Es el momento del año en que Thomas Pynchon, una vez más, no lo gana, o en el que los fanáticos de Murakami, por lo mismo, convierten su indignación en trending topic o en meme, e impugnan a la Academia Sueca por albergar gerontes que juzgan las obras con parámetros obsoletos, o marcos conceptuales desde los que no se puede leer, por supuesto, a un escritor tan genial.
Este año, sin embargo, nadie se va a poder indignar porque, como se anunció hace algunos meses, el premio no se entrega, ya que según parece en la Academia ahora hay un geronte que ha dejado de ser impoluto y, de algún modo, ha manchado también la mesa de notables que se reúne cada año a decidir quién será el nuevo astro de las letras. Repasemos un poco la cronología. En noviembre del año pasado, el periódico sueco Dagens Nyheter publicó una denuncia donde dieciocho mujeres afirmaron que fueron acosadas sexualmente por Jean-Claude Arnault, un fotógrafo y dramaturgo francés que tiene vínculos muy estrechos con la Academia, no solo porque su esposa es la poeta Katarina Frostenson, uno de los dieciocho miembros, sino porque además ambos son dueños de Forum, el centro cultural donde se cocina, digamos, la nombradía y respetabilidad de los candidatos, uno de esos lugares –los hay en todo el mundo, por supuesto– en los que se ejercita esa actividad que, para el escritor, es casi un gaje del oficio: hacer contactos y entrar –en este caso– en la rosca política en la que se dirimen las postulaciones. Como le dijo un novelista sueco a la prensa, si se tenía alguna aspiración más o menos seria, de un modo u otro había que estar en Forum. Entonces lo que habría hecho Arnault es utilizar su influencia, o su posición de poder, para acosar a esas dieciocho mujeres que finalmente se animaron a dar el testimonio.
Pero las cosas no terminan ahí. El escándalo es un género que, como analiza Beatriz Sarlo en su último libro, nunca se agota rápidamente: sigue la lógica del alud, y en efecto a partir de estas denuncias salieron a la luz algunas otras acusaciones. Una de ellas tiene como víctima a un miembro, o miembre, de la mismísima Casa Real. Según Ebba Witt-Brattström, una académica sueca, parece que este fotógrafo, veinte años atrás, le habría tocado las nalgas a Victoria, la princesa heredera del trono, y que en ese momento tuvo que intervenir una de las criadas de la corte: una especie de Maritornes escandinava que se abalanzó y le apartó la mano. Supongo que el caso, al feminismo de orientación anarquista, le habrá planteado un dilema moral: ¿habrán caído sobre el pervertido o lo habrán celebrado por la carga simbólica de haberle tocado las nalgas a la Corona?
De cualquier manera –esperemos no les haya explotado la Matrix–, digamos que la otra denuncia es de carácter político y podría encuadrarse como caso de corrupción. Sí, es así como lo lee: en Suecia también se afana, aunque el mecanismo –y de esto podemos jactarnos– no es tan sofisticado como el nuestro, exceptuando el caso de López, claro. Al parecer, los fondos que recibía el susodicho Arnault para el centro Forum por parte de la Academia eran otorgados por Frostenson, su propia esposa, quien además –y esto se descubrió después– era copropietaria del lugar. El hecho quizás no sorprenda a nadie, porque acá probablemente configuraría apenas un “conflicto de intereses”, como lo llama Laura Alonso, directora de la oficina de anticorrupción selectiva, pero los suecos no usan eufemismos y al estar de los dos lados del mostrador lo llaman con el nombre que le cabe: corrupción.
Por eso estas denuncias suscitaron un escándalo nacional cuyos alcances todavía no se conocen del todo. Hasta ahora, lo que se sabe es que varios miembros de la Academia presentaron su renuncia –entre ellos, la propia Frostenson y la secretaria permanente, Sara Danius– y que este año el premio no se va a entregar, cosa que no ocurría desde 1949. Pero las crisis de legitimidad, eso nosotros lo sabemos bien, no son fáciles de administrar, y la reputación y respetabilidad de una institución no se reconstruye con la renuncia de algunas personas. Además, y según la periodista Matilda Gustavsson, que fue quien denunció todo esto, buena parte de la Academia estaba al tanto de los delitos sexuales de Arnault, el primero de los cuales, vale recordar, lo habría llevado a cabo en 1997. En ese entonces una mujer ya lo había denunciado a través de una carta, pero la denuncia fue desestimada de inmediato sin que se abriera investigación alguna, siquiera como fachada para impostar un poco de seriedad.
Pese a todo, es probable que el Nobel de Literatura continúe el año próximo (la Academia lanzó hace poco un comunicado en el que informa que en 2019 se entregará también el premio que corresponde a 2018); pero seguramente no tendrá el mismo valor que hasta ahora. Aunque lo cierto es que este premio hace ya varios años que se viene devaluando, y una prueba cabal es que, en el mundo de las letras, su suspensión no generó ningún revuelo, ningún pesar, ni siquiera un chiste o un posteo sarcástico en el Facebook: a todos (digámoslo en latín) les importó un soberano bledo. No hubo siquiera una manifestación de alegría por el hecho de que este año no tendremos un nuevo escritor que se pasea por el mundo defendiendo causas justas o explicando por qué es tan genial. Algunos escritores a los que consultamos –Fabián Casas, Daniel Guebel, entre otros– ni siquiera estaban anoticiados. Tampoco se sabía que hay otra institución sueca (ver recuadro) que está por entregar un premio alternativo. Ni que a Murakami se le hincharon las criadillas y decidió que los escandinavos se podían meter su candidatura en el mismísimo Teseracto de Asgard o en las muy solemnes barbillas de Odín.
De todos modos, acá nos parecía que el Nobel, pese a todo, no podía quedar vacante, de manera que hicimos lo que había que hacer: convocamos a dieciocho escritores notables, abrimos una pesquisa, por las dudas, para ver si tenían antecedentes penales (parece que todos están limpios más allá de algún delito menor: asociación ilícita de adjetivos, intertextualidades dudosas), les pedimos que voten, y ahora ya estamos en condiciones de anunciar que, diga lo que dijese la Academia el año que viene (en cualquier caso, se sabe que nadie lo va a tomar en serio), acá en este suplemento los ganadores del Nobel 2018 son, y serán, nuestro querido César Aira y la escritora canadiense Margaret Atwood.
Un premio alternativo. A partir de los escándalos sexuales protagonizados por Jean-Claude Arnault y el posterior anuncio de que este año no se entregará el Premio Nobel de literatura, un grupo de intelectuales, periodistas y escritores suecos, presididos por la editora Ann Palsson, han decidido crear la Den Nya Akademien –Nueva Academia, en español–, como una forma de protesta, dicen, contra el sexismo y el poco espíritu democrático que corroe las entrañas de la ahora, por contraste, vieja Academia Sueca. Por eso la votación del nuevo premio tiene varias instancias. En la primera, que ya se efectuó, votaron bibliotecarios de toda Suecia. En la segunda, que ya también aconteció, los autores más votados fueron sometidos a una “votación pública”. De ahí salieron cuatro finalistas: Maryse Condé, una escritora y militante feminista francesa; Kim Thuy, una escritora vietnamita; el historietista inglés Neil Gaiman y el infaltable Haruki Murakami, quien recientemente renunció a este premio arguyendo que prefería seguir concentrándose en su escritura, cosa que, por supuesto, nadie le creyó.
El ganador, por último, lo decidirá un jurado compuesto por miembros de esta Nueva Academia –esta sería la tercera instancia– y lo anunciarán el próximo viernes 12 de octubre, fecha que, por cierto, no deja de resultar un poco paradójica, porque a juzgar por la falta de autores hispanoamericanos entre los finalistas, es claro que los suecos todavía siguen sin descubrir América. Ni tampoco ese territorio ibérico que aun continúan llamando España.
La votación
Beatriz Sarlo: Mi voto es para el francés Jean Echenoz. Escritura limpia, plana, transparente, de una invencible eficacia para contar historias que fueron reales, pero, ¿a quién puede importarle si lo fueron, una vez que las narró Echenoz?
José Pablo Feinmann: El premio tendría que ir a las manos de Stephen King. Acaso alguien se asombre de esta propuesta, pero no hay por qué. King es un gran escritor, posee una obra oceánica y ha llegado –sin renunciar a la calidad literaria– a una enorme cantidad de lectores. Obras como La hora del vampiro, It o Cementerio de animales, entre muchísimas otras, testimonian en favor de una pasión infrecuente por la escritura. Tal vez no tenga el prestigio del tedio, como decía Borges de la novela policial, pero esto debería jugar a su favor. Siempre recuerdo un texto de Italo Calvino: hay que escribir de modo que el lector, al llegar al fin de la página, desee con fervor darla vuelta.
Claudia Piñeiro: Voy por Margaret Atwood, para que las criadas conquisten el mundo y caiga el patriarcado de una buena vez.
Pola Oloixarac: Yo se lo daría a Margaret Atwood, porque es como la George R.R. Martín de la moral femenina, o a Salman Rushdie, porque sus pesadillas nos capturan y tiene un fuego purificador.
Elvio Gandolfo: Mi voto va para William Gibson: Desde el lejano momento en que leí Neuromante y los cuentos de Quemando cromo hasta la muy reciente y aun intocada The Peripheral nunca descendió de un altísimo nivel de ideas y buceo del mundo que lo rodea, con un estilo de extrema calidad personal. Cada uno de esos libros (en particular, Todas las fiestas del mañana, Mundo espejo y País de espías) fueron una prueba repetida de comunicación de todo eso que parece escaparse empecinadamente de la realidad hasta que un autor logra expresarlo al fin. Adicionalmente, y sin planearlo, fue el cimiento del movimiento cyberpunk, que influyó en mucho más que la literatura.
Luis Chitarroni: César Aira: Como voy a argumentar en un libro muy pronto, sin ningún tipo de fanatismo ni chauvinismo, no me queda la menor duda de que es César Aira quien merece ganarlo. Aunque pocas cosas de este mundo sean cuestión de mérito.
Martín Kohan: Yo se lo daría a Pablo Katchadjian. Un Nobel engordado para un escritor que admiro.
Ana María Shua: Uno de mis candidatos es el escritor albanés Ismail Kadaré, que tiene varias novelas raras, fascinantes, que cuentan la vida tan particular de los albaneses, con el drama de la vendetta siempre presente. Una obra muy variada, que va del realismo sencillo y directo a los juegos más audaces. De los libros que leí, mis preferidos son El expediente H y La casa de piedra, que no es una novela sino un libro de recuerdos de infancia, con una de las más conmovedoras experiencias de primeras lecturas.
Ariana Harwicz: Voto por Giorgio Agamben, porque su obra sirve para definir la situación del hombre posmoderno en el capitalismo contemporáneo. “L’homme, plongé dans le monde de la marchandise” .
Carlos Gamerro: Se lo daría a Thomas Pynchon, sin dudarlo. El arcoiris de gravedad es una de las novelas más poderosas de las últimas décadas, que quizás en el futuro guarde la misma relación con su época que Moby Dick o Ulises guardaron con las suyas, y Vineland, aunque más acotada, no le va en zaga en cuanto a calidad. Además tal vez el Nobel lo haga salir de su madriguera (hablo en joda, su fervoroso anonimato, mucho más consecuente que el de Salinger, siempre me llenó de admiración).
Oliverio Coelho: Deberían dárselo a Thomas Pynchon. Por su obra, y también porque es un escritor que no cuadra con la figura de escritor globalizado, tampoco con la de escritor progresista o activo políticamente. Encarna el ideal del escritor desaforado del siglo XX, pero sin biografía. Como sucedió con Bob Dylan, Pynchon no participaría del show de entrega.
Jorge Consiglio: Le tendrían que dar el Nobel de literatura al portugués António Lobo Antunes. Tiene una obra tremenda: musical, potente, llena de zigzags, sincera. Eso, sobre todo: sincera. El tipo escribe con una honestidad brutal. Hay autores que cuando publican agregan piedritas al mundo, pero Lobo Antunes, cuando saca un libro, suma adoquines. Sus textos son sólidos como rocas. Hay que darle el Nobel a full.
Juan José Becerra: Se lo daría a Federico Andahazi. Si no lo ganó Borges, al menos que lo gane otro monstruo de las letras argentinas.
Hernán Vanoli: Me gustaría que se lo diesen a César Aira. Admiro la dedicación casi monástica que tiene Aira hacia la literatura, su imaginación proliferante y, más que nada, su relación torcida y sufriente por un lado con el arte contemporáneo y por otro lado con Borges. Aira es en cierto sentido nuestro Borges, o el Borges de mi generación, así como Piglia fue, en cierta manera, el David Viñas. Y creo que así como no le dieron el premio a Borges, podrían reparar algo de esa injusticia dándoselo a Aira.
Guillermo Piro: Voto por Leo Maslíah. No al Maslíah músico (no cometamos el mismo error por segunda vez), sino al Maslíah escritor. Maslíah trabaja la literatura del mismo modo que un biólogo trabaja en su laboratorio: muestra lo que hace, exhibe delante del hombre de bien adónde van a parar sus impuestos. Algunos textos de Maslíah podrían funcionar perfectamente como notas al pie de las Investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein.
Ricardo Strafacce: Lo tiene que ganar César Aira. La razón es que me cuesta imaginar una obra que genere tanta felicidad en sus lectores.
Miguel Vitagliano: Cuando Alfred Nobel redacta su testamento en 1895, que fue la base para establecer el Premio Nobel, dice que el valor que debe tener la obra literaria distinguida es orientarse “a una dirección ideal”. ¿Qué quería decir “dirección ideal”? O también “dirección” o “ideal”? Además, los expertos cuentan que Nobel escribió y tachó parte de la última palabra y que volvió a escribir encima. Lo que permitiría traducir el giro como “dirección idealizada”. Es decir: desde su fundamento el Premio carga consigo sus dudas y contradicciones tanto como su ambición por lo ideal. No sería impertinente solicitarle, considerando las actuales circunstancias de este año, que haga una excepción y distinga a algunos de los escritores que se han ido en 2018, como Nicanor Parra, Ursula Le Guin, Agota Kristoff.
Florencia Abbate: Me hubiera simpatizado que se lo den a Margó Glantz o a Margaret Atwood, por ser dos grandes escritoras, con una vasta trayectoria, innovadoras y comprometidas. Mencioné en primer lugar a Margó más que nada porque me hubiera gustado que lo recibiese una autora latinoamericana.