No se sabe si el día maravilloso de los pueblos llegará en algún momento. Por ahora, es el título de la muestra antológica de Elda Cerrato en el Museo de Arte Moderno y el nombre de una de sus tintas de 1972. Lo que sí ha arribado, como un cometa refulgente, portentoso y plagado de prodigio, son sus obras que abarcan muchos años del trabajo de esta artista luminosa nacida en 1930 en Italia que ha vivido en la Argentina desde pequeña.
Si bien la exhibición guarda un recorrido cronológico, este está más para apreciar las continuidades que las diferencias. Otra línea curatorial (Carla Barbero con colaboración de Marcos Kramer) muy pertinente es la de unir tiempos con piezas de diferentes períodos a modo de confirmación de este gesto y corroborar que todos los intereses de la artista de 90 años: la biología, el conocimiento científico, la espiritualidad, el informalismo, las tendencias del arte latinoamericano del siglo XX, lo político, están en un mismo plano e igualmente representadas.
La obra en cuestión que porta ese nombre suena como una música, (“la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo”) y combina de manera notable algunas de las preocupaciones estéticas que utilizó para ligar su pensamiento político con un planteo metafísico. Todo esto sin desestimar la investigación por la forma y el diseño de una geometría sensible que se reconoce en las obras como un proyecto orgánico, proteico y vital. Ese registro se puede notar en la obra mencionada, una amalgama de intereses y productividad, porque irradia hacia el pasado y hacía lo que sigue en la obra de Cerrato.
En esa pieza están la masa abigarrada pero de contorno definido y los mapas vistos desde una perspectiva exterior con círculos como lupas que hacen foco en escenas del quehacer nacional, entre el campo y la ciudad, entre los rascacielos y los surcos de arado recién hechos. Una bitácora para entender los acontecimientos sociales, la dinámica cultural y económica, al tiempo que el señalamiento para un futuro; el trazado de un camino que no sólo involucre a los pies sobre la tierra.
“De la confrontación de los reclamos sociales con nuestras realidades personales surgen los temas de las obras en un contexto explícitamente nacional y latinoamericano. De ahí la participación de lo geográfico y del relato histórico al que pertenecíamos. Y la necesidad imperiosa de cables a tierra, de la realidad, me llevó, creo, a recurrir a imágenes ya estereotipadas en los medios de comunicación, el campo, lo urbano, con sus variantes en cuanto a clases sociales, a distintos perfiles de trabajadores, a las multitudes”, según las propias palabras de Cerrato.
Asimismo, esa recurrencia a las imágenes conocidas y transitadas estuvo guiada por una idea fuerza que está en las enseñanzas de George Gurdjieff, un maestro místico, escritor y compositor de origen armenio durante el Imperio Ruso que se autodenominaba "un simple maestro de danzas”. Sin embargo, fue algo más que eso. Fue el creador de la Escuela del Cuarto Camino, una doctrina que se origina en diversas tradiciones (budismo, sufismo, hinduismo, cristianismo ortodoxo oriental) y en la teosofía. Lo interesante, además de su fundador que recorrió el cambio del siglo XIX al XX desde Rusia a Estados Unidos, pasando por París hasta su muerte en 1949, es la encarnación en la línea que Walter Benjamin describió como la contracara del desarrollo técnico “abundancia de ideas que lo atropellan con el resurgimiento de la astrología y el yoga, la Christian Science y la quiromancia, la escolástica y el espiritualismo” que llegaron a Occidente. Gurdjieff atrajo la atención de personalidades prominentes de su tiempo que estudiaron sus métodos difíciles como el escritor y ensayista francés René Daumal, Leonora Carrington y Remedios Varo a las que llega a través de su discípulo Ouspensky. También fue muy importante para Osho, Jodorowsky, Castaneda, Leary, Crowley, entre otros.
En este sentido, Elda Cerrato intenta y confía en posibilidades explicativas que no son necesariamente de este mundo: “Yo ya había traído a Tierra el Ser Beta, que había aparecido en mi obra, por las colinas tucumanas con el nacimiento de nuestro hijo Luciano, con los platos voladores vistos en Horco Molle, los cuentos de Belzebuth a su nieto. Ya aterrizado el Ser Beta, se encontró con las luchas revolucionarias de la década del 70 a las que no fue indiferente y que registré con varias series, como Geo-historiografía, Relevamientos, y De la Realidad: El Sueño de la casita propia”.
Por eso en el subsuelo del museo no se va a encontrar exactamente una exhibición. Mejor dicho, no es tan solo eso. Es parte de una experiencia de vida, es un descubrimiento y una constatación. Incluso, si se busca bien, será el Ser Beta parte del comité de bienvenida.
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