CULTURA
100 años de "La montaña mágica"

En la cima

Como toda pieza fundamental de la literatura universal, "La montaña mágica" ostenta varias capas de lectura. Una primera aproximación revela la confrontación de dos cosmovisiones enfrascadas en un duelo dialéctico.

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Thomas Mann comienza a escribir "La montaña mágica" en 1912, mientras se hunde el Titanic, y publica otra gema de su letra: "Muerte en Venecia". | pablo temes

A veces, las novelas que unen imaginación, pensamiento e indagación existencial, irradian una luz poderosa. Es el caso de La montaña mágica, de Thomas Mann. Este año se cumple un siglo de la publicación de esta obra fundamental.

Thomas Mann vive entre 1875 y 1955. En 1929, acaricia el Premio Nobel de Literatura. Su trilogía literaria esencial se compone de Los Buddenbrook. Decadencia de una familia (1901); Muerte en Venecia (1912), y La Montaña mágica (1924). La decadencia de una burguesía ilustrada es trazo continuo en la pluma del escritor alemán. La historia del burgués, con alguna elevación espiritual, que nace del humanismo renacentista y la Ilustración, que luego se descompone; y de sus cenizas brota el otro burgués, sin ansias espirituales, exponente del descomedido utilitarismo capitalista. Esta descomposición la acepta, en parte, bajo la influencia de su hermano, el también escritor Heinrich Mann, autor de El súbdito (1918), una sátira anti-autoritaria contra el imperio alemán. En tiempos del nazismo. ambos marchan al exilio.

Mann empieza a escribir La montaña mágica antes de la Primera Guerra Mundial. Por entonces, impera la Segunda Revolución industrial, como lo describe Philipp Blom, en Años de vértigo, Cultura y cambio en Occidente 1900-1914 (Anagrama, 2010). Cuando estalla la Gran Guerra, la belle époque, la edad confiada en la paz y la prosperidad, se descompone entre cañones y metrallas. El mástil de la modernidad del progreso por la razón y la ciencia, se fractura en la tormenta de la historia.

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Mann inicia la escritura de la novela en 1912, mientras se hunde el Titanic, y publica otra gema de su letra: Muerte en Venecia. El pragmatismo materialista a pleno galope y el debilitamiento de las religiones, destilan vacío. Confusión. A comienzos del siglo XX, el arte le responde a la vacuidad con los faros de las vanguardias artísticas (dadaísmo, surrealismo, expresionismo, etc). La respuesta de Thomas Mann es La montaña mágica, su universo literario preñado de  enfermedad y muerte en el sanatorio para enfermos del pulmón Berghof en Davos, en los Alpes suizos, a más de 1600 metros de altitud. En castellano, es destacable la edición de la obra por Edhasa, con traducción de Isabel García Adáñez; y la biografía de Hermann Kurzke, Thomas Mann. La vida como obra de arte. Una biografía, ed. Galaxia Gutenberg, 2003: o como análisis de la obra, las conferencias del filósofo colombiano Estanislao Zuleta: Thomas Mann: la montaña mágica y la llanura prosaica, ed. Ariel.

En su libro, Mann atiza la confrontación de cosmovisiones a través de dos internados en la casa de curación, enfrascados en un duelo dialéctico: Settembrini, con su humanismo racional, anticlerical y adicto a la modernidad que entroniza la razón, la libertad, el progreso, el conocimiento, la democracia, la ciencia y la medicina; y Naphta, el enemigo de la razón, fanático defensor de los irracionalismos. Ambos compiten por ejercer una influencia “educadora” sobre Hans Castorp, el joven de 23 años que visita a su primo Joachim Ziemssen en el sanatorio. Llega sano, luego se enferma, y permanece siete años en la institución médica entre las montañas. Castorp, ingeniero naval, viene del puerto internacional de Hamburgo, representa el trabajo y el genio práctico, rechaza todo extremismo ideológico; lo seduce un camino espiritual y es, como afirma el propio Mann, “un buscador del Grial”. Se enamora de la exótica rusa Clawdia Chauchat; y escucha a Settembrini y Naphta que luchan por su alma, “como hacían Dios y el diablo con el hombre en la Edad Media”, también asegura Mann.

Todo ocurre en el seno de un sanatorio encaramado en la solitaria faz de las montañas, entre el frío viento, la delicada densidad de la nieve, en un tiempo distinto que late entre los amaneceres, los atardeceres y las estaciones, mientras que, desde sus balcones y recostados en sus reposeras, los enfermos se asoman a  la naturaleza como aromático bálsamo medicinal, y como una efigie de extraña belleza.

 

Entre el pensamiento y una novela

La montaña mágica es, primero, novela de formación o aprendizaje (Bildungsroman), la narración del viaje de autodescubrimiento del personaje central, Hans Castorp. En 1939, Thomas Mann pronuncia en la Universidad de Princeton la conferencia “Introducción a La montaña mágica”. Aquí dice que “la montaña mágica es una variante del templo iniciático, sede de una peligrosa investigación que persigue el misterio de la vida, y Hans Castorp, el ´viajero que se ilustra´”.

Una novela de formación, de iniciación a una nueva condición, cuyos antecedentes se remontan ya al siglo XII, como El filósofo autodidacta, la primera novela árabe y la primera novela filosófica del filósofo y médico de Ánd-Andalus, Inb Tufail. El propio Thomas Mann hizo su primer ejercicio de esta índole en Tonio Kröger (1903).

La montaña mágica también es una novela sobre la decadencia, que respira jadeante “la simpatía por la muerte”, que Mann confiesa  lo abrazó por mucho tiempo; la fascinación romántica por la enfermedad, por lo que agoniza y muere. Sin embargo, la obra luego se rebasará hacia una perentoria afirmación de la vida.

Y el libro que aquí consideramos es, a su vez, una novela filosófica dado sus claras inquietudes reflexivas. Por eso la obra de Mann vive en un círculo de afinidades con otros autores que inyectan pensar en sus líneas, como Hermann Hesse, Camus, Sartre, Huxley, Voltaire, Orwell, entre muchos otros. En el sanatorio, la inquietud filosófica prevalece sobre la mirada socio-económica o política, o la política internacional de su época.

Las influencias filosóficas impregnan la discusión entre Settembrini y Naphta, como, por ejemplo, la filosofía griega con el sofista Protágoras, o Nietzsche y la dimensión dionisiaca; Schopenhauer y la Voluntad de la vida y de la muerte; o Freud y su investigación de lo psíquico.

Y la música es rasgo estilístico central de la obra que el escritor menciona en la conferencia en Princeton sobre La montaña Mágica: “La música siempre ha ejercido un influjo notable sobre el estilo de mi obra…debo incluirme entre los músicos que han engrosado las filas de los escritores. Desde siempre, la novela ha sido para mí una sinfonía, una obra de contrapunto, un entramado de temas en el que las ideas desempeñan el papel de motivos musicales”.

 

Settembrini y Naphta

Settembrini y Naphta animan un resonante contrapunto filosófico. Settembrini es un escritor y paciente que busca sanación en la casa de curación alpina; pero ante todo es el representante de los ideales ilustrados, republicanos y liberales de la modernidad. Su culto a la razón pregona el progreso, la técnica, la educación. Así, “reverencia el proceso de la técnica y los transportes”; y esto cataliza “el perfeccionamiento moral del hombre”. El adelanto de las fuerzas materiales, y el conocimiento científico-racional que le es inherente, no solo redunda en técnica y saberes, es también fortalecimiento del músculo moral de la cultura. La vida urbana, por su parte, es signo de desarrollo: “nuestras grandes ciudades, esos centros y hogares de la civilización, esos crisoles del pensamiento”. Desde el corazón de lo urbano  brota una actitud dual respecto al mundo natural, según entiende Settembrini. Porque, por un lado, el progreso exige el dominio de la naturaleza dado que ella “es una potencia nefasta, y es mostrase servil el aceptarla, acomodarse a ella”; pero, a su vez, la experiencia del mundo natural es fuente de conocimiento indispensable para el crecimiento.

Y para el paciente italiano los autoritarismos monárquicos deben sucumbir entre los trenes de la historia. En su puja contra lo autoritario, el italiano se afilia a la francmasonería, la organización ritual, secreta, revolucionaria, que luego se moderniza. Y, según Settembrini, el progreso depende de la tensión entre opuestos bien diferenciados: “la lucha entre dos principios: el poder y el derecho, la tiranía y la libertad, la superstición y el conocimiento; el principio de conservación y el principio del movimiento”. En la mirada occidental de Settembrini, la libertad se remite a Europa; la tiranía, al continente asiático.

El volcán de la primera guerra mundial sepulta en ardiente lava irracional el optimismo de Settembrini. El derecho internacional no impide los conflictos bélicos. El mundo deseado por Settembrini se hace añicos cuando la Gran Guerra trae sus alforjas rebosantes de muerte en el final de la novela.

Naphta, el otro protagonista pensante, viene de Europa del Este. Su sentido no es solo ser contraparte de Settembrini, sino reflejar las contradicciones del mundo moderno. Su propia personalidad, compleja y contradictoria, se muestra en su ser, a la vez, judío comunista y jesuítico católico, conservador y revolucionario. Naphta abomina de las ambiciones imperiales, como la política colonialista de Inglaterra y Rusia, y de otros países europeos; y se lamenta de los rigores por la supervivencia: “el hombre se ahoga entre la masa, y el mercado del trabajo está tan saturado que la lucha por el pan de cada día supera todos los horrores de todas las guerras pasadas”. Y una nueva guerra estallará, inevitablemente, por las tensiones insoportables acumuladas; y será como una “medicina” para mejorar la especie. Por eso “la catástrofe llegará, tiene que llegar, se avecina por todos los caminos y en todas las formas”.

Y el escepticismo de Naphta respecto al progreso, al racionalismo y el liberalismo, incluye su desdén por un “conocimiento puro”. La concepción del mundo no se ancla en la razón sino en la voluntad. Por eso le dice a Hans: “...siempre hay una voluntad, y lo que tiene que hacer la razón es interpretarla y demostrarla”. Asoma aquí la influencia de Arturo Schopenhauer: la Voluntad es la fuerza del ser de la que surgen  el mundo y la razón. Y Naphta trenza el jesuitismo y el socialismo revolucionario y el comunismo. Sustento doctrinario desde el que se opone “a la degeneración  burguesa y el capitalismo”, y brega por un terrorismo pedido por un “orden religioso“, cuya “misión es instituir el terror en aras del bien del mundo y de alcanzar la salvación última: la vida de Dios sin Estado y sin clases sociales”.

Para Naphta, el tiempo es también inequidad usuraria. Recuerda la crítica católica medieval al cobro de intereses por el mero paso del tiempo. Así se produce el abuso “para ventaja de unos y a costa de otros de una institución divina y universal para todos como es el tiempo”.

Como contracara al intelectualismo de Settembrini y Naphta, sobre el final de la novela, Mann agrega al personaje Mynheer Peeperkorn, quien representa el sensualismo, el deseo de gozar intensamente la vida.

Y el claro conflicto de paradigmas entre Settembrini y Naphta agudiza las diferencias; recorre la cultura como un organismo dividido y enfermo.

 

El símbolo de la montaña

En la conferencia ya mencionada, en Princeton, Mann observa que “la montaña mágica es una variante del templo iniciático”. La montaña es así mágica por su fuerza simbólica de lugar de iniciación hacia una nueva relación con la muerte y la vida. La montaña que alberga el sanatorio se acopla con lo simbólico ancestral, como “un centro del mundo”, en el que se eleva “la montaña sagrada"; "allí es donde se encuentra el cielo y la tierra”, según la caracterización de lo mítico-simbólico de Mircea Eliade.

La dimensión mítico-simbólica de la montaña mágica es afín a otras montañas que se alzan  hacia un “tiempo de arriba”, como el Monte Meru de la India antigua; o el Purgatorio, la montaña en La Divina Comedia de Dante, lugar de purificación de los pecados. Por contrapartida, en el sanatorio en la montaña, en el carnaval de la Noche de Walpurgis, se celebra “un paraíso infernal”, como el que congregaba a brujos y magos en la primera parte del Fausto de Goethe.

Pero lo más significativo es que la altura de la montaña es también salto en el tiempo. De hecho, para el filósofo hermenéutico Paul Ricœur, además de novela de aprendizaje, filosófica, y decadente, en cuanto a su contacto con la enfermedad y la muerte, La montaña mágica es “novela del tiempo”, tal como analiza en el capítulo IV “Experiencia ficticia del tiempo", en Tiempo y narración. Configuración del tiempo en el relato de ficción (ed. siglo XXI, 1987). 

En la obra se abren dos modos de la sucesión temporal: el tiempo “de los de arriba”, el de quienes están en la montaña, en el sanatorio, y el de “los de abajo”, quienes pertenecen a la tierra, la llanura. El “tiempo de arriba” en principio aloja la enfermedad, los médicos, la cercanía de la muerte, y el “tiempo de abajo”, la salud y la acción que participa de la fuerza real de la historia

Pero en lo alto de la montaña, la conciencia se abre y expande; es el caso de lo que ocurre cuando llega al sanatorio el primer invierno para “el héroe” Castorp. Entonces, en el capítulo V, en su apartado Investigación, Castorp estudia libros sobre materia orgánica: “leía tomando una parte ferviente en la vida y en su misterio sagrado e impuro”. Se pregunta insistentemente ¿qué es la vida?, y descubre que “entre la vida y la naturaleza  inanimada se abre un abismo que la ciencia intentaba en vano franquear”. En el tiempo de arriba, en la montaña, es la enfermedad, la proximidad de la muerte, los procesos contradictorios de la cultura, pero también es “la sed excepcional del saber” de Castorp sobre la vida orgánica e inorgánica. La inicial “simpatía por la muerte” es rebasada por una afirmación de la vida, que su héroe encuentra en la altura, entre las montañas, la nieve y los esquíes, en su capítulo Nieve. Aquí, Castorp experimenta un sueño de un rico simbolismo. Y luego, en la narración se lee la única frase en cursiva de toda la obra: “En nombre de la bondad y del amor al hombre no debe dejar que la muerte reine sobre sus pensamientos”.

En una charla de 1925, Mann confiesa: “si tengo un deseo de una fama posterior de mi obra, es que se diga que ama a la vida, a pesar de que sabe de la muerte”. En lo alto de la montaña, la congregación de los enfermos es solo un momento de tránsito hacia la salud no solo del cuerpo, sino también del espíritu que afirma el valor de la vida de un nuevo modo. En una ocasión, Hans Castorp le dice a Madame Chauchat, “para vivir hay dos caminos: uno es el común… el otro es tremendo, conduce a través de la muerte y es el camino genial”.

La montaña es así símbolo del lugar  “mágico”, “sagrado”, en el que la experiencia en “el tiempo de arriba”, acepta la enfermedad como difícil camino hacia la vida, en todo su calor antes no percibido.

 

El legado de un libro clásico

La génesis de la novela es aclarada también en la conferencia en Princeton: el libro nace de la visita del escritor, en 1912, a su esposa recluida por una dolencia pulmonar en un sanatorio en Davos. El libro sería en principio solo una contraparte humorística de la trágica Muerte en Venecia, a la manera de una cuento corto. Luego la obra adquiere una vida propia que demanda profundidad y extensión. Un emprendimiento que asume “el misterio del tiempo” en diversos registros: su tiempo histórico con tambores de guerra, el tiempo interior de los personajes en su estar arriba en la montaña, y la temporalidad en la que se construye la narración.

La novela se lleva al cine en 1981, con una coproducción franco-alemana-italiana, dirigida por Hans W. Geißendörfer,  y  en la que Charles Aznavour interpreta a Naphta, Flavio Bucci a Settembrini, y Christoph Eichhorn a Castorp.

Las técnicas literarias de la montaña mágica aún ejercen su influjo, como su narrativa detallada y no lineal que sumerge al lector en otro mundo; lo introspectivo, el diálogo interior, la exploración psicológica; la inmersión filosófica en el sentido de la vida; una narración realista, pero rebosante de un rico simbolismo de alcance universal que reaparece en los modos de creación de escritores como, entre otros, Milán Kundera, Thomas Bernhard, Kazuo Ishiguro, o el Julio Cortázar de Rayuela.

Luego de un siglo, el legado de La montaña mágica  es recuerdo y desafío creativo. Recuerdo por las nuevas lecturas; desafío para la escritura que elude modas o caminos fáciles. Un  desafío acaso épico por el desinterés contemporáneo por las profundidades, en esta época de la aceleración digital, que reclama lo rápido, inmediato, fácilmente digerible. El reto de valorar un estilo que, desde su realismo, se sumerge en un  pensamiento  universal y en un simbolismo imaginativo, para encender las lámparas con las que atravesar las oscuridades del tiempo. Y, aún con la muerte siempre cerca, avanzar, como Thomas Mann lo hizo, hacia una nueva afirmación de la vida. 

 

*Filósofo, escritor, docente, su último libro es La red de las redes, ed. Continente; creador de la página web La mirada  de Linceo (www.estebanierardo.com).