Oscuridad y silencio son las condiciones para que dos obras de arte puedan ser “vistas”. También el espacio inmenso de las dos salas colabora con la posibilidad de que Anthony McCall y Mischa Kuball expongan sus instalaciones lumínicas en el espacio Faena. En la Molinos, McCall (Londres, 1946) hace esculturas de luz. Desde el techo de gran altura de la sala, cuatro proyectores pasan cuatro películas diferentes que, a su vez, se asemejan. Todas ellas reproducen líneas que se van moviendo, cambian y dibujan en el suelo formas elipsoidales, circulares y onduladas. El vértice es el foco de luz. Desde allí, la luminosidad se lanza a tomar el espacio al iluminar un humo que levanta “paredes”. Unas que pueden ser traspasadas como si fuésemos fantasmas. McCall logra por medio de un procedimiento en apariencia bastante simple, una película en Quick Time, un videoproyector y una máquina de humo, reunir dos tradiciones del arte contemporáneo. Por un lado, los usos de la luz como búsqueda de una nueva dimensión para la escultura y las artes contemplativas. Por el otro, la intervención del espectador que tiene como referente del pasado, las obras de Hélio Oiticica, sus Penetraveis y las esculturas y arte sensorial de Lygia Clark, y en el presente, Ernesto Neto y sus “esculturas blandas”. Reflejos, proyecciones, figuras distorsionadas y el volumen de la luz como único sonido en el espacio. Mientras las partículas flotan en el aire y los envuelven en un juego serio, como de roles. En el que somos el mismo, pero diferente, según cómo nos dé el rayo.
En la planta baja, en la sala Catedral, Kuball (Düsseldorf, 1954) construye un santuario de la contemporaneidad: la discoteca. Hace girar tres bolas de espejos sobre paredes oscuras, sin nada de sonido. Una proyección desparrama letras de un texto que puede ser cualquiera. Pero es un cuento de Borges, El aleph, más precisamente. De ahí que la muestra perfecta en su realización, original y sugerente, lleve ese nombre y permita alguna reflexión sobre su título. Alfons Hug, su curador, lo justifica, ya que sabemos por el mismo Borges que un aleph, puede ser todo: el universo, la biblioteca y las múltiples ironías que el escritor cifra en el relato. Pero por eso mismo, deberíamos prescindir de Borges, al menos en Buenos Aires. Deberíamos aprender que, como en el Corán no hay camellos porque no son necesarios para referir a lo árabe, en Buenos Aires no debería haber aleph, ni sótanos en donde buscarlos, ni calle Borges, ni nombres de muestras que lo mentaran. Somos lo suficientemente borgeanos para dejar de serlo. Y hay dos formas posibles de salir de esto: una es la Fogwill que escribió esa exacta nouvelle, Help a él, que da vuelta, justamente, las letras de El aleph. Lo pone patas para arriba, lo llena de droga y de sexo. Lo destripa y distorsiona el nombre con el espejo: eso que el autor de Historia universal de la infamia abominaba. En ese sentido, la obra de Kuball es mejor iluminarla con Fogwill, con su lectura a contrapelo, que tomarla al pie de la letra. Otra es la de Josefina Ludmer, una reflexión como vía intelectual de escape: “¿Desde dónde se podría leer a Borges para salir de él? Confieso que esta es la pregunta recurrente que me hago desde que llegué a Buenos Aires, en mayo, y me encontré con el Centenario. Me encontré con Borges en la calle, la televisión, la radio, las exposiciones, los suplementos de los domingos y las encuestas de opinión, y hasta con el homenaje de los niños de escuelas primarias construyendo laberintos. La proliferación de Borges se parece demasiado a la que él mismo atribuye a Orbis
Tertius: “Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la Tierra”. Ambas, en todo caso, ya son obligatorias si alguien quiere nombrarlo.
El aleph. Anthony McCall y Mischa Kuball
Faena Arts Center, Aimé Painé 1169, CABA.
Sábados, domingos y lunes de 12 a 19.