Si las esferas de lo público y lo privado, esa frontera más o menos delimitada en el siglo XIX, sufrieron un impacto en la centuria siguiente, no fue tanto por la contaminación de lo uno en lo otro, por la porosidad que se le fue adhiriendo al borde, sino por el desorden que acaeció en el plano del sujeto. No sólo se des-sujetó de su cuerpo, esa pérdida de los gestos que describe Giorgio Agamben en Notas sobre el gesto, sino que, visto desde el conjunto, “ese ballet de la humanidad” registra la pérdida, al tiempo que intenta reapropiarse de lo que ya no tiene. Una burguesía en sólida posesión de sus símbolos apenas una década atrás ingresa al nuevo siglo víctima de la interioridad y lo más indescifrable se le hacía la vida.
En el arte, por ejemplo, la fe en la vida, tal como se presume en el Manifiesto surrealista, “acaba por desaparecer”. Sabemos que pocos pudieron cumplir estos mandamientos. Sólo sabemos que Antonin Artaud fue el único. Necesitó, en todo caso, salirse del surrealismo, de la convención y borrar las distancias. Por último, sabemos que en su singularidad está lo inabordable como ejemplo. Re-hacer la vida, re-hacerse en el arte, para que esta unión sea la puesta en acto de ese deseo. Una imaginación sin límites, sin utilitarismo ni subordinación.
El eco de algunas de estas operaciones puede aparecer, como susurros lejanos casi inaudibles, en Intolerancia, la instalación que Amalia Ulman presenta en la galería Barro. Sobre todo, porque el siglo pasado es posible que haya terminado. ¿Cómo se reinventa el sujeto en este momento? ¿Cuál es su configuración? Le toca, en todo caso, de nuevo al arte pensar alguna posibilidad de forma de vida. La experimentación que esta artista nacida en Argentina pero radicada en Los Angeles ha realizado con los formatos de las redes sociales, esas vidas inventadas, esa liberación de la imagen en el gesto, casi como un exorcismo para desvincular estas dos instancias, repercute en esta obra, muy quieta, un poco solemne y grandilocuente.
Es difícil separar, entonces, las prácticas. En Intolerancia, la construcción cubierta con un telón rojo promete. Ya el nombre, esa palabra intransigente, y la tela que oficia de apertura al mundo de la ficción promueven un espectáculo. En eso, tal vez, se pueda unir los dos ejercicios: la serie de Instagram en la que Ulman se “opera” (botox, tetas, nariz), se “deprime”, se “lastima”, se “viste”, se “hace modelo” con este proyecto que es más los escenarios, vacíos en estos casos, de esas acciones que su figura central. Muestra la escenografía de esa vida ilusoria que es como una exovida. Un esqueleto virtual que se pega a los huesos de la Amalia que, a su vez, se arma con la vida de la artista que, como ninguna otra, cree que puede juntar todos esos pedazos y volverlos arte. Convertirlos en vida.
Una potencia de baja intensidad de ese arte después del arte que ya no necesita de los postulados grandilocuentes de los manifiestos de las vanguardias históricas ni de la segunda vanguardia. Un corrimiento de la iluminación profana, la que Walter Benjamin señalaba en el surrealismo como última instantánea de la inteligencia europea. A la obra de Ulman le llegan los leves estertores: hay arte y hay vida. Está su autobiografía, sus vivencias: el palo de pole dance que usó en la rehabilitación después de un accidente y transfiguró en una punta de bastón. Es una pieza de arte que conlleva esos sentidos. Pero también es la necesidad de que esa obra se siga completando. Como en la de Instagram que contaba con los comentarios de sus seguidores, un flujo creativo que modificaba el juego permanentemente, lo vacuo de Intolerancia advierte de un posible secreto. De un más allá de esa representación. De un ser que viene, volviendo a Agamben, a ser el “qualunque”, el “cualsea”. “El cualsea que está aquí en cuestión no toma, desde luego, la singularidad en su indiferencia respecto de una propiedad común, de un concepto, sino en su ser tal cual es”.
Intolerancia
Amalia Ulman
Galería Barro
Caboto 531
Hasta el 1º de julio