Las grandes barbas británicas amarradas a la literatura invitan a aventurar una pequeña tesis: cuanto más tupida y sublevada la pelambre, más intensa y piadosa la imaginación de su portador. La tradición incluye, entre otros, a Dickens y Darwin, y más acá en el tiempo a Michael Moorcock, un científico enardecido en viaje por tierras remotas, un novelista tan victoriano como lisérgico en el ímpetu y despliegue de sus tramas. Poco dado al evolucionismo, ya a los dieciséis años Moorcock editaba una revista en homenaje a Edgar Rice Burroughs y trabajaba como redactor de aventuras de Tarzán, Kit Carson y Robin Hood. Hoy, su bibliografía supera los cien títulos. Para Angela Carter lo prolífico de la producción de Moorcock le garantiza un lugar en la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo XX, porque “de todos modos da la sensación de que la escribió casi toda él solo.”
Moorcock tiene tantos sombreros como Churchill, apunta Iain Sinclair, y no sólo se refiere a lo que usa para proteger su cabeza (y lo bien que hace) sino a la versatilidad de sus dones. Moorcock ha escrito toda clase de ficción, pero sobre todo “fantasías heroicas” desarrolladas a lo largo de series de novelas y centradas en personajes a mitad de camino entre el heroísmo y la extravagancia: Elric, Jerry Cornelius, Corum, el Campeón Eterno y el Coronel Pyat, entre otros. Como deja en claro en el espléndido Death is no Obstacle (Savoy), todos los libros están conectados y los personajes cruzan de uno a otro como a través de espejos. El “multiverso” de Moorcock es la mejor prueba de que a un género lo definen los pormenores, el vocabulario, y que en ningún otro género –como el fantasy y la ciencia ficción– se entra con tanta agilidad a un mundo ideado. Detrás de sus frases perfectamente medidas e hilvanadas, tan sólidas como ligeras –de allí su efecto mágico–, Moorcock esconde una potencia lírica y onírica inusitadas: “Nuestra imaginación es el don más grande. Nos provee de sensibilidad moral.”
Mito y memoria. Armado de bufanda, anillos y tatuajes, el piloso Moorcock olvida un segundo al lampiño Elric y confiesa: “Entre mis escritores favoritos del siglo XX, a quienes leo todo el tiempo, se cuentan Elizabeth Bowen, Henry Green, Angus Wilson y Ronald Firbank.” Sin embargo, el escritor que más admira, y a quien más se parece, es al incomparable Mervyn Peake, y muy cerca T.H. White, a quienes conoció y con quienes hizo sus primeras armas. Su amigo y garante Sinclair cree que “un nombre recordado es una virtud recuperada” y hace años que ambos se consagran al rescate de escritores dos veces olvidados: Jack Trevor Story, Arthur Morrison, Gerald Kersh, Kyril Bonfiglioli. En una época en la que la impaciencia del mundo busca abolir por todos los medios el paso del tiempo, este inglés radicado en Texas, ex guitarrista de Hawkwind y The Deep Fix, se presenta como un Proust alado, del espacio, y sus historias se leen como una versión astronómica y guerrera de la primera novela escrita en la Tierra: la Historia de Genji, del siglo XI, con sus cortes, romances furtivos, ritos y gestos codificados, revanchas y compensaciones: “En la mano que acaricia la corona con gesto ausente, brilla un anillo con un raro solitario de piedra de Actorios cuyo corazón cambia a veces perezosamente y toma nuevas formas como si fuera humo dotado de conciencia.” Entre un libro del autor de Elric y uno de cualquier otro en la mesa de novedades, hasta el más distraído elige a Moorcock con los ojos cerrados. Y a soñar despierto. Si no queda conforme, el tiempo le devuelve la diferencia.
Es curioso que lo que algunos clasifican como ciencia ficción o fantasy pueda leerse como novelas a secas, libros que incluso crean una categoría en sí mismos, como los de Peacock, Firbank o Cervantes, si vamos al caso.
–La gente dice que combino géneros. No es así. Tomo lo que quiero de cualquier fuente. Si puedo tomarlo del cine, de la novela policial o de la ciencia ficción, elijo lo que sea útil para mí. Si no puedo encontrar ninguna forma que cumpla la función de la historia que quiero contar, invento una nueva. Es muy halagador que a uno lo coloquen en la misma categoría que Peacock, Firbank o Cervantes, todos héroes literarios para mí. Cuando la gente no “sabe” que soy un escritor de género, es cierto, me comprenden a menudo de un modo muy distinto. A otros les agrado a pesar de estar asociado a géneros específicos. Pero cuando he escrito libros en un género, nunca he condescendido y nunca me he sentido incómodo. Hay igual cantidad de malas novelas sociales, y la novela social es probablemente el hogar más generoso para el lugar común y el estereotipo.
–¿Cómo fue que se decidió a trabajar en series de personajes como Elric, Cornelius, el Coronel Pyat?
–Empecé como periodista y con ficción comercial. Mis historias de Elric para Science Fantasy fueron creadas porque me las encargó E.J. Carnell. Fue bastante natural para mí trabajar con series, en parte porque significaba que podía desplegar muchas tramas e ideas a través de ellas.
–Algo notable en cada una de sus novelas es el trabajo sobre la estructura, tramas equilibradas que a la vez se disparan en diversas direcciones, un método que puede disfrutarse en las sagas de Cornelius, Elric y Pyat...
–Le dedico mucho tiempo a la estructura. Puede parece un disparate, pero por ejemplo para la de Mother London utilicé un sistema duodecimal y el libro está estructurado como una rueda. Hice esto para evitar que se leyera como una saga. Para que todo se sostuviera, como en los libros de Cornelius recurrí a asociaciones más que a elementos narrativos directos.
–Es curioso que para alguien tan “moderno” en su ficción, la obsesión por el pasado sea tan central, ¿no?
–Creo que no hay muchas dudas de que si bien es cierto que entré en la modernidad de muchas maneras, no estoy contento con el modo en que ha destruido e higienizado la ciudad que amo. Ya lo sabemos, la grosería del dinero ha reemplazado la vulgaridad de los barrios bajos. Notting Hill es un buen ejemplo de esto. Durante casi toda su existencia el área tuvo una mala reputación, de crimen, pobreza, aunque había partes del barrio que eran encantadoras para vivir y yo vivía en ellas, grandes parques con césped al que daban las casas, para que los chicos pudieran jugar tranquilos bajo la mirada de una docena de vecinos. Gradualmente el aburguesamiento del área por medio de las clases medias echó a los viejos bohemios y trabajadores, empujó a la gente negra hacia las peores partes, las más baratas, que carecían de parques con césped, y finalmente se convirtió en una zona completamente ficcionalizada, higienizada por la película Notting Hill, que a todos los viejos residentes les pareció una abominación. Creo que es posible progresar, pero no veo razón para hacerlo de un modo tan tosco. Ahora, Notting Hill está lleno de la misma clase de gente. Una clase media codiciosa, vacía, ruidosa, totalmente homogeneizada.
–En cuanto al vidente Mummery de “Mother London”, usted parece lograr resultados similares pero aplicando la clarividencia hacia el pasado. ¿Ve a sus héroes como autorretratos alternativos?
–Sí, he utilizado parte de mi experiencia para retratar a Mummery, ¡pero usé las partes de mí mismo que menos me gustaban! Solía adivinar el futuro con el tarot y lo abandoné porque era bastante preciso y se convirtió en una responsabilidad que no quería asumir. Creo que se trata de intuición más que de una percepción extrasensorial. Si tenés empatía con la gente, es más o menos simple dar el próximo paso. Sí, todos estos personajes son autorretratos, pero las figuras heroicas tratan en gran parte con lo simbólico mientras que Mummery y compañía se las ven con lo familiar, los problemas domésticos que enfrentamos todos.
–Desde las series de Tarzán y la mítica revista “New Worlds” en adelante, ha demostrado una capacidad de trabajo inigualable.
–No tengo ningún secreto especial. Tengo saludables genes campesinos. Soy un londinense mestizo, con raíces en Yorkshire, con una buena mezcla de judíos e irlandeses. Mi secreto, supongo, es haber aprendido a dirigir la ansiedad –la adrenalina– hacia el trabajo, en lugar de que me impida llevarlo a cabo. Cuando escribo tiendo a trabajar con mucha velocidad, aun en los libros más literarios. Escribí muchos de mis primeros libros de fantasy en tres días, ¡para pagar cuentas!
Londres según Moorcok según Sinclair
Lo único que le queda a Londres de capital de un imperio es haberse apropiado de toda la niebla del mundo. Michael Moorcock jura que Londres “puede mantener un secreto mejor que cualquier otra ciudad”, y ha escrito tres libros definitivos sobre una metrópolis que parece no haber existido más que en la cabeza de algunos desquiciados por la meteorología: London Bone, King of the City y Mother London, acaso su mejor novela: “Hay ciertas zonas de Londres que sospecho mantendrán su belleza e integridad sólo si se tornan invisibles”.
Protegido por la amistad, Moorcock se confiesa: “Iain Sinclair siempre conduce mi imaginación de vuelta a su verdadero territorio”. A su vez –y ése ha sido el método de sus manías–, Sinclair levanta el guante: “Siempre creí que acercar a una locación a los mejores escritores, las inteligencias más agudas, la transforma para siempre”.
Para retratar y reconquistar Londres, Sinclair ha convocado en primer lugar a Moorcock, pero también a muchos otros novelistas y poetas en una monumental antología, London City of Disappearances (Penguin), un verdadero catálogo de insanos e iluminados: Tom Raworth, Lee Harwood, Derek Raymond, Bill Griffiths, Allen Fisher, Alan Moore, Stewart Home, Marina Warner, Sarah Wise, James Sallis y siguen las firmas. Los olvidados, los nunca descubiertos y los que se inventaron o condenaron a sí mismos.
El volumen reúne gacetillas póstumas, partes de guerra de “bibliotecas bombardeadas, personas que salieron a comprar el diario y nunca regresaron, reputaciones polvorientas, objetos encontrados”. Un gabinete de curiosidades que declara que “la gente no puede simplemente desaparecer, renunciar a la telenovela de la ciudad; deben reaparecer: aún los que jamás han sido vistos.”
Libros como éste y los de Moorcock desorientan, dejan al lector sin sueño una noche entera, errando por una ciudad en la que no hay un alma que abra una puerta.