Sigamos con la literatura mexicana, como la semana pasada. ¿Por qué? ¿Y por qué no? Pues, muchas cosas me interesan de la obra de Sergio Pitol, una de ellas fue, por decirlo de algún modo, su situación institucional: ganó los llamados premios literarios más prestigiosos del habla hispana (el Cervantes, de España y el Rulfo de México), sin contar otros asuntos, comparativamente menores, como haber integrado la Academia Mexicana de la Lengua, y una larga lista de eventos de orden similar. Sin embargo, hay algo en Pitol que lo volvía irresistiblemente underground, como una especie de polizonte en ese altar de condecoraciones (el palacio de los aplausos, como diría Lamborghini). Caso raro de distraído en el mundo de la alta sociedad editorial, su sonrisa bonachona no producía temor (como la de Skármeta, el que trabaja de bonachón profesional) sino que, al contrario, daba testimonio de cierto estado de felicidad, del momento en que la literatura roza, aunque sea por un instante, la alegría de una frase.
Mi libro favorito de Pitol es El arte de la fuga, conjunto de ensayos breves, crónicas y retratos, escritos en un tono leve, liviano, y por eso mismo perfecto y transparente. Y de ese libro, mi artículo favorito es “Carlos Monsiváis, el joven”, en el que describe el origen de su amistad con quien terminaría siendo el gran cronista mexicano de la segunda mitad del siglo XX. Pitol relata sus primeros encuentros a fines de los 50, marcados por la sorpresa y el malentendido: en vez de hablar de cuestiones literarias y citas a la alta cultura, como casi todos los escritores jóvenes mexicanos de entonces, Monsiváis charlaba sobre cuestiones que más adelante se llamarían pop y camp: radioteatros y telenovelas, boleros y fiestas populares. Pitol, levemente prejuicioso, suponía estar en presencia de un aprendiz de sociólogo, de un antropólogo, o de algo por el estilo, es decir, de alguien carente de verdadera cultura literaria. Hasta que una noche Monsiváis lo invita a su casa, y Pitol se encuentra con una biblioteca de miles de ejemplares, que incluía lo mejor de la literatura mundial del siglo XIX, y XX, que Monsiváis conocía al dedillo. Desde ese momento Pitol y Monsiváis se dedicaron a darle a la literatura y la cultura mexicana aquello de lo que carecía: una buena dosis de excentricidad.
Menor, pero igualmente interesante es Una autobiografía soterrada, pequeño texto encantador en el que Pitol retoma mucho de ese ensayismo etéreo que tan bien le salía. Como en El arte de la fuga, aquí también reflexiona largamente sobre Chéjov, de quien se considera casi un discípulo. Debo introducir ahora un comentario, quizás, pretencioso: nunca entendí por qué Pitol decía eso de sí mismo (es siempre curioso lo que los autores declaran de su propia obra: muchas veces suelen no entenderla). Poco hay en sus libros, incluso en sus cuentos, de Chéjov, y sí de otras tradiciones que descreen de la centralidad del desenlace en la mecánica de un relato breve. Pero eso es apenas un detalle. Lo medular es esa precisa capacidad de Pitol para narrar como si estuviera siempre disperso, a punto de cambiar de tema, de aburrirse y dejar la conversación inconclusa, como parte de una estrategia que hace de la ligereza un atributo de máxima intensidad.