CULTURA
Marcelo Fox

Loco, Genio, Nazi y Comunista

Tejida con la materia inasible de las sombras, la obra y figura de Marcelo Fox (1942-1972) se recorta como estampa maldita de una época de esplendor de la cultura argentina. ¿Quién era esa enorme anomalía incómoda de casi dos metros de altura y que, según Alberto Laiseca, escribía como un genio? Un libro de reciente aparición busca reponder el interrogante.

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Entre la leyenda y el olvido, la figura de Marcelo Fox (1942-1972) se inscribe en la tradición cultural de los locos geniales. | pablo temes

Buenos Aires, década de 1960 a 1970. La ciudad tiene 2,8 millones de habitantes promedio, el Conurbano apenas 4,8. Cinco años del golpe militar a Perón, el desarrollismo asoma como modelo de país, no hay autopistas, pocos teléfonos en las casas y menos públicos, televisión blanco y negro sin centralidad, los diarios y las revistas informan, el cine y el teatro son espectáculos cotidianos. La música llega por discos de vinilo, radios y conciertos; para los jóvenes resulta accesible cualquier periplo, hasta la madrugada, comiendo, tomando café, comprando un libro. Alquilar es accesible, comparado con hoy, la ciudad no es tan difícil: hay trabajo y el dinero alcanza. Artistas, universitarios, estudiantes, todos con inquietudes creativas, rondan dos manzanas cercanas a la Plaza San Martín. 

Entre Paraguay, Esmeralda, Florida y Charcas (M. T. de Alvear), existe una geografía que incluye al Instituto Di Tella, el Florida Garden, la Galería del Este y el bar Moderno, entre otros hitos. La zona luce una vida noctámbula notable, la ebullición de las novedades culturales y experiencias extremas, del flower power a las drogas, del teatro experimental al rock y blues. Si lo alto y lo bajo se encontraban en la educación pública, en los bares se reproducía tal mixtura. El movimiento ultracatólico, las academias militares como opciones de carrera, la vida recta ejemplar, quedaban opacadas por este faro disidente, cuna de rebeldía y experimentación.

Un listado incompleto de resonancias públicas puede ilustrar estos contrastes: Piazzolla, Romero Brest, Borges, Di Tella, Palito Ortega, Beatriz Guido, Aldo Pellegrini, la familia Falcón, Jacobo Timerman, Kadaragian, Carlos Balá, El Club del Clan, Silo, los Hare Krishna, la discoteca Mau Mau, el Café Concert, José Luis Romero en la UBA, el debut de Manal y Los Abuelos de la Nada. Una nube entre vientos de espiritismo, experimentación literaria, izquierda revolucionaria y declamaciones estéticas. 

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Allí, donde nada era imposible, Marcelo Fox (1942-1972) merodeaba gritando soy nazi, soy comunista, o vestido como un SS. Publicó dos libros de escasa circulación, hoy inhallables: Invitación a la masacre y Señal de fuego (el editor de este último, nazi militante, lideraba una banda que asaltaba bancos). PERFIL entrevistó a Matías Raia y Agustín Conde De Boeck, artífices de Vida, obra y milagros de Marcelo Fox, publicado por Borde Perdido Editora (Córdoba) en septiembre de este año. Montaje virtuoso de citas, reproducciones facsimilares, fotografías, gráficos, mediados por espacios en blanco, índice onomástico y de imágenes, va más allá del personaje, ¿qué había en Fox? ¿Quién era esa enorme anomalía incómoda de casi dos metros de altura y que, según Alberto Laiseca, escribía como un genio?

 

—¿Cómo surgieron los materiales para esta reconstrucción biográfica de Marcelo Fox? Digo reconstrucción porque existe algo incompleto tras la lectura.

RAIA: Los materiales fueron apareciendo, develando una historia y una obra que estaba escondida entre los pliegues del pasado cultural. Al iniciar la búsqueda y volver a enunciar y escribir el nombre de Marcelo Fox, las pistas surgieron en la conversación con quienes habían investigado la revista Opium, como Federico Barea y Diego Arandojo, o entre conocidos de Fox que logramos contactar y tenían algún dato o anécdota que contar. En paralelo, libros y revistas revelaban el apellido de tres letras que nos obsesiona en listados, novedades, índices e, incluso, en relatos y notas. Esos materiales foxeanos, orales y escritos, entraban en diálogo con otro archivo que compone nuestro libro: el lado oculto de los años 60 contraculturales, la contracultura de la contracultura.

CONDE DE BOECK: La renuencia de la familia es proporcional a la aquiescencia de quienes fueron sus amigos o conocidos. En esa cisura se perciben dos Fox: por un lado, la imagen de un anómalo que circulaba por el bestiario de la bohemia porteña, la efigie de un loco cuya vida pareciera formar parte del mismo mosaico que compusieron esas vidas paralelas de Sánchez, Lamborghini o el propio Laiseca; por el otro, un Fox real, una patografía familiar que apenas pudimos entrever en anécdotas de segunda mano o en referencias veladas, algunas de las cuales incluso debimos omitir. 

—La familia no quiere que reediten sus dos libros, ¿es una vergüenza su nazismo o él mismo dejó una marca para el olvido?

CDB: Como se dice en una película de Taika Waititi, It’s definitely not a good time to be a Nazi. Si bien el punk inglés de los 70 tuvo una especie de idilio con la esvástica como talismán espantaburgueses, como gesto contracultural, en Fox, en Argentina, no había un milieu, un clima literario, que sustentara tal identificación. En un campo intelectual joven identificado con la atomización y balcanización de las izquierdas, el gesto de rebeldía en la identificación con el nazismo tenía una lectura que iba más allá de la fascinación por el esoterismo nazi tan en boga en los hiperbóreos años 60: cierto alcance terrorista y golpista que, de hecho, Fox iba a terminar evidenciando en su alianza con un personaje como José Yelpo. El rechazo familiar para reeditar a Fox tendrá aristas privadas que probablemente trasciendan lo ideológico y con las que quizás no valga la pena especular, pero es seguro que en el grito de soy nazi, soy comunista, y bajo el gesto de las esvásticas que decoran Señal de fuego, hay un morbus de autoaniquilación por el olvido, un goce de descenso a la infamia que se acerca a esa lujuria masculina por la muerte con que Mark Fisher interpreta el sentido de cierta ritualística punk.

R: Pienso que todavía sabemos muy poco de cómo fue Fox personal y familiarmente. Es probable que sus excesos y provocaciones, su coqueteo con el mal, no hayan sido solo una pose artístico-cultural, y dejaron huellas dolorosas en su entorno. Quizás esto explique el silencio familiar y su rechazo a reeditar la obra de Fox. No podemos juzgar ese dolor, aunque sí creemos que la literatura argentina se está perdiendo la oportunidad de poner en circulación dos libros geniales que abrirían algunas perspectivas y discusiones que en nuestro trabajo intentamos reponer.

—¿Qué otras dificultades encontraron en los materiales?

R: En realidad no existe un archivo Fox. Estamos ante el caso de un olvidado, de un suicidado por la sociedad. Así, fue muy complicado reconstruir quién fue Marcelo Fox, cómo y por qué escribió Invitación a la masacre y Señal de fuego, cuáles fueron sus compañeros y compañeras de aventuras. El archivo foxeano, a diferencia del archivo de Osvaldo Lamborghini o de Borges, es un tendal de ruinas, son menciones azarosas, un texto escondido en una publicación menor, una foto que un amigo guardó. Sobre esa base, construimos Vida, obra y milagros de Marcelo Fox y de ahí también, entre otras razones, su estructura plagada de voces cortadas, de jirones textuales.

—En torno a Fox aparece un crisol de personas, ¿cuáles tuvieron un fin trágico o al menos sombrío como él? ¿Existe una maldición en torno a su figura? 

R: No creo que en torno a la figura de Fox haya una maldición…lo que sí hay en nuestra literatura es una historia de escritores y escritoras que han muerto en su juventud y que precisa ser rastreada, contada y pensada. Reflexionar sobre la muerte joven en los 60 y los 70 permite abrir, de nuevo pero desde otro lugar, interrogantes alrededor de la revolución (artística y política), la experimentación con drogas, la locura y el statu quo. Cada suicidio en la literatura argentina, cada muerte joven, puede ser una señal para leer una vida, para recoger una serie de huellas a veces luminosas, a veces ominosas.   

—En sus dos libros encontré tonos que remiten a Lovecraft, William Blake, Edgar A. Poe, de este último “Eureka”. ¿Qué otros autores lo influenciaron?

CDB: En Fox hay una fuerte resaca adolescente de carácter lautreamonteano, filtrada por toda una circulación de asignaturas espurias y contraculturales de los años 60. De hecho, su lectura de Lovecraft estará impregnada por lo alucinatorio diseminado de Lautreámont hacia el surrealismo y, en este aspecto, el post surrealismo de Fox se aleja mucho del surrealismo cuarentista de Aldo Pellegrini. En 1967 Pellegrini organizó en el Di Tella una muestra de surrealismo local; Fox, en todo caso, es la periferia del ditellismo, la de ese lado B que circulaba de manera vicaria por la Manzana Loca. Otro surrealismo, que Fox opone al buen gusto del surrealismo institucionalizado y que, en todo caso, se puede leer más cercano a la crueldad y a la magia orgiástica artaudeanas que desplegaban Marosa di Giorgio y Alejandra Pizarnik, e incluso Olga Orozco. No solo está esa biblioteca que Fox comparte con Laiseca Poe (de hecho, Eureka se percibe en los textos de Fox en Mantrana 7000), Blake, Meyrink, Jarry, Lovecraft, sino también una lectura (distanciada de las complacencias culturales de la época) de Sabato y de Cortázar, lo que nos resultó inesperada. Es más, creo que en un primer momento la evidencia de que Fox había venerado a Sabato nos resultó tan discordante que solo el tono desaforado de la reseña que escribe en torno a Sobre héroes y tumbas nos salvó de sentirla como una incoherencia. El hecho de que haya un Sabato foxeano es quizás una de las cosas que más me sorprendió y que sugiere otra lectura de la época.

—En cuanto a destino manifiesto recordé a Yukio Mishima. Buen hogar, dinero, matrimonio, hijos y una causa exasperante. Mishima se inmoló, a Fox vino un tren a decapitarlo por pelotudo, como aludía su padre en el velorio. ¿A qué otro les remite?

CDB: Bellatin hizo pasear a un Mishima descabezado. Ahí hay una tradición casi órfica de cierta relación entre la literatura y lo sagrado. La decapitación adquiere el rango de programa en Bataille, ese acéfalo que es el emblema del Golosina Caníbal de Matías, y también lo hace en el proyecto de Ariel Luppino. Su obra El decapitado, invocación nigromántica de Marcelo Fox, fue publicada justamente como entrega por Golosina Caníbal, y es parte de esa diseminación acéfala. Ahí hay algo que tiene que ver con un sacrificio donde lo literal y lo figurado pierden la distinción. ¿En qué punto la decapitación de Fox es solo literal, cuando adquiere el rango de otra cosa? La siempre aplazada decapitación de Bataille, prometida, pero no sucedida, ¿hasta qué punto es solo potencial? Creo que Fox traslada en sí, en su retorno espectral en el siglo XXI, un emblema de algo que hoy la literatura debe descubrir y asumir. Miramos la cabeza de Fox como el príncipe Hamlet la calavera de Yorick y tenemos que elegir entre ser o no ser algo. Y ese algo creo que podemos buscarlo en ciertos escritores, en una cruza de vivos y muertos.

—La búsqueda del suicidio se ubica en la forma en que cruzaba la 9 de Julio, con los ojos cerrados. Y la madre de Fox era no vidente. Tal vez revivía esa limitación como inversión de la frase materna: “os la luz de mis ojos”.

CDB: Laiseca criticaba esa imprudencia de Fox, la percibía como una locura, aunque también parecía admirar algo de esa temeridad, como si fuera un propósito mental para el cual hay que tener cierta grandeza. Fox es un Norman Bates de la madre. Cruzaba la 9 de Julio como una ciega. Como la ciega de Manuel Moyano. Y, del mismo modo, lo que importa no es tanto la imprudencia de ese gesto como el territorio que se abría a su alrededor. ¿En qué se convierte la ciudad cuando puede ser merodeada con esas técnicas esotéricas?

—La actitud asocial de vestir como nazi va más allá de una performance ideológica. Recuerdo al pornógrafo y suicida Barón Biza. Fox proyecta la imagen de un sujeto capaz de producir daño, aunque los testimonios aludan a su torpeza.

CDB: También el Astrólogo de Los siete locos era aparentemente torpe (su castración es un accidente foxeano, sin duda), pero, asimismo, era un conspirador maquiavélico capaz de propiciar hecatombes y fabricar mitologías colectivas siniestras. Como en los locoides arltianos, el merodeo urbano de Fox y sus ansiedades estéticas tienen proyecciones necrófilas tras las cuales se oculta una profunda potencia de daño. Fox murió antes de la dictadura, incluso antes del oscuro último peronismo, de modo que es difícil especular sobre posibles identificaciones que hubieran dado sustancia a sus gestos vanguardistas en orientaciones más concretas e inquietantes. La naturaleza de ese daño no puede reducirse, tal como decís, a una performance ideológica y, por eso mismo, tampoco puede interpretarse solo por sus perfiles políticos. Barón Biza padre, por ejemplo: su hundimiento en la infamia y potencia de daño no solo se proyecta en sus violencias físicas, sino, como dejó ver el hijo en El desierto y su semilla, en su nociva pregnancia simbólica en la mente de los demás, en la amenaza figurada en su escritura. Pero si igualáramos daño literario en acto a daño literal en potencia, si hiciéramos de Fox una figura culturalmente cancelable, ¿no perderíamos los poderes y productividades que todavía pueden engendrar en otro plano? Laiseca sabía que Fox era un maldito, pero a la vez seguía señalando su escritura como obra de un genio.

—En el libro existe la mención del electroshock, de la psiquiatría como habitación de tortura y que, en definitiva, no elimina la locura. Porque si esa es la solución, someterse a la tortura para vivir, mejor es la muerte.

CDB: El jardín de las máquinas parlantes es el gran manifiesto laisequeano acerca del poder psiquiátrico, no casualmente una novela colosal donde el protagonista, Sotelo, es una cruza autoficcional entre Fox y el propio Lai. Y esto nos devuelve a una tradición obsesionada con la figura de Jacobo Fijman, el místico en el Borda: Los siete locos, Adán Buenosayres y El que tiene sed, ficciones manicomiales, jugaron con esa figura y con la cuestión de la relación entre locura y vanguardia. Y en El jardín, Fijman aparece implícitamente superpuesto al propio Fox. Esa tensión, la de la palabra del loco como umbral hacia una optimización de las funciones ancestrales de la literatura, son las que se discuten cuando se habla de Sánchez (pienso en el libro de Baigorria) o de Bonino (pienso no solo en Libertella, sino en Moyano). Creo que, en ese sentido, nuestro Fox es un intento de establecer una conversación (¿contemporánea?, ¿anacrónica?) con El decapitado, con Bonino. La lengua de la inocencia y con Sobre Sánchez, o, mejor dicho, con las personas que los escribieron.

—Pesa aquí la cuestión de época, 1960/68, por ejemplo, “La batalla de Argel”, de Gillo Pontecorvo, se estrena en 1966, gana el León de Oro de Venecia. Allí denuncian la tortura y desaparición de personas, el método francés que se utilizará en toda América como guerra contrainsurgente. En el medio el Cordobazo y el Mayo Francés. Existe la anunciación de la catástrofe: cualquiera puede ser un delator, cualquiera un asesino.

R: Fox es un personaje ambiguo en términos políticos. Su carácter radical lo muestra como provocador pero también como reaccionario. Cuando escribimos la contracultura de la contracultura somos conscientes de que sugerimos un irse foxeano hacia el extremo, tan al extremo que se corre el riesgo de pegar la vuelta. ¿Qué es ser revolucionario? ¿Qué es ser vanguardista? ¿Y qué pasa cuando alguien quiere ser más revolucionario que los revolucionarios, más vanguardista que las vanguardias? En varios pasajes de sus textos, en anécdotas registradas en el libro o que quedaron en el off the record, en su acercamiento a personajes como José Antonio Yelpo, Fox recorre un camino contradictorio, una tensión entre extremos. Por eso la historia de Fox genera incomodidad y durante años fue preferible olvidarla: no se sintetiza de forma clara y sencilla, no es unívoca, no es progresista. Como un espejo deformante, Fox refleja en sus libros y en su vida contradicciones políticas, culturales y generacionales de los años 60 y abre zonas que, como criptas del cementerio nacional, durante mucho tiempo estuvieron cerradas. 

—Martín Micharvegas recuerda que Fox vivía sus últimos días encerrado y supervisado por un gurú esotérico. Esto resulta alarmante, porque de López Rega a Fox no hay más que abrir una ventana para ingresar al turbio mundo de una derecha criminal.

CDB: Laiseca escribe El jardín de las máquinas parlantes para humanizar a Fox. Si Lai logró nadar allí donde Fox se hundió, esta novela busca curar psicomágicamente a Fox. Curar al fantasma de Fox por medios esotéricos. Y lo logra. Pero no casualmente, la batalla final en la novela es con López Fecia (un trasunto ficcional de López Rega), tal como si Laiseca hubiera sospechado que, de haber sobrevivido al año 72, la figura del Brujo habría sido el mayor peligro y la mayor tentación para una mente como la de Fox. Entonces, en ese exorcismo, El jardín percibe precisamente ese futuro clausurado por la muerte de su amigo: entre Fox y López Rega podrían haber existido empatías simbólicas, pero Laiseca apuesta por un valor profundo de su amigo, un núcleo de humanidad que podría haberlo salvado. 

—En “Invitación a la masacre” asoma la destrucción atómica de Japón y la crisis de los misiles entre EE.UU. y la URSS. Y Godzilla, que pasó de resultado de la radiación a defensor bondadoso del Japón, bestia presente en la cultura popular. Así parece que cierta monstruosidad de Fox queda en caricatura, sin valor propio. ¿La lectura de Fox qué monstruos puede despertar?

R: Fox despierta el monstruo de la literatura profética, un monstruo que lleva varias décadas durmiendo pero que nació con la escritura misma, con la palabra y su íntima relación con el tiempo. Leer Invitación a la masacre, escrita en 1962 y publicada en 1965, es sentir que anticipa la historia política nacional (aún hoy nos sigue guiñando el ojo al mostrar futuros distópicos, aniquilatorios), pero también una forma distinta de narrar. La escritura foxeana abre un pasado obturado que se vuelve presente e interpela. Alrededor de Fox, y a través de sus textos, hay historias que precisan ser contadas o exhumadas; hay hombres y mujeres que publicaron libros geniales o que tenían un proyecto artístico original y que, por efectos del mercado, de la academia y de las máquinas del olvido, quedaron en el fondo del puchero cultural argentino; hay imágenes y lecturas que podrían resignificarse una vez más. Fox se pensó a sí mismo como profeta, creo que este libro recupera en el juego de la escritura ese don foxeano para preguntarse a qué oídos podría llegar esa buena nueva y qué nuevos efectos puede producir. No por nada el libro cierra con la sección milagrosa.