Disfruto de unas buenas vacaciones, patas en la palangana, en la puerta de mi casa. Es un barrio tranquilo, nunca pasa nada. Salvo a la vuelta de mi casa, que hay una familia que duerme en la calle, y más allá, un tipo solo, tirado boca arriba, y en la vereda de enfrente, otra familia que vive en la calle. Supongo que eso debe ser algo así como “nunca pasa nada”, en todo caso no pasa nada en el discurso público. Soy ya medio veterano y recuerdo cosas de hace mucho tiempo, como cuando Macri ganó las elecciones prometiendo “pobreza cero”, y cuando Fernández, inmediatamente después de asumir, organizó una “Mesa del hambre”, supongo que para discutir sobre el asunto. Luego vino el silencio y la nada. Pero de lo que más habría que hablar es de eso, del hambre y la pobreza. Pocos silencios más estruendosos que el de nuestro tiempo. De vez en cuando (es decir: siempre) pienso en la revolución. En su necesidad acuciante. Pero aquí estoy, escribiendo sobre libros, es decir, sobre libros y revolución, lo que, entre muchos otros contextos, equivale a hablar de México. Pues, pienso hoy en las llamadas “Novelas de la revolución”. Están algo olvidadas, y efectivamente muchas de ellas son maniqueas, escritas en un realismo torpe, carente de interés. Sin embargo, en sus pliegues, hay más de una obra maestra. Obviamente, Cartucho, de Nellie Campobello, sobre la que ya he escrito varias veces en este diario, cuyo ejemplar en papel (el del diario) espero que al menos sirva para, una vez ardiendo, calentar las noches de esas familias vecinas. Organizada a base de relatos breves, de una poesía violenta sin igual, Cartucho va más allá de ser una ficción sobre los hechos revolucionarios entre 1916 y 1920 en Chihuahua: es uno de los más grandes libros de la historia de la literatura mexicana.
Rafael F. Muñoz es muy conocido por ¡Vámonos con Pancho Villa!, de 1931, gran novela, que incluso puede leerse como un libro de aventuras. Pero mi favorito de él, como suele sucederme, es un libro secundario, algo desdeñado, pero igualmente notable: Se llevaron el cañón para Bachimba. Publicado en un tardío 1941 en Espasa-Calpe, en Buenos Aires, lo tengo en una bonita edición mexicana de Era (en coedición con Conaculta). Ambientada hacia 1912 –durante el levantamiento de Orozco, en el norte de México-, la novela narra la historia de un muchacho de 14 años, abandonado por su padre, que se une a las tropas revolucionarias. Carente, tal vez, del talento de Campobello –capaz de unir, como nadie, las microhistorias cotidianas con los grandes vientos de la época– Muñoz lejos está de ser uno de esos escritores de resultados voluntariosos, como el propio Azuela, el creador del género, más allá del cariño que puedo tenerle a Los de abajo. En un tiempo tan intenso como breve, el héroe de Muñoz crece y aprende de golpe cómo es el mundo. Finalmente Se llevaron… funciona como una novela de aprendizaje. ¿De qué? De la posibilidad de tomar el destino en mano.
Cada época inventa nuevas palabras y borra otras de la memoria. Nosotros todavía no hemos sabido inventar nuevos términos de acción y esperanza. Pero sabemos cuáles tienden a desaparecer o, lo que es aún más grave, invertir su sentido, tomar un uso fascista: justicia y libertad. Volver a nombrarlos fuera de toda escena fascista no es poco.