
Preguntar cómo aparece
la guerra de Malvinas en nuestra literatura es preguntar por la Argentina. Toda
sociedad imagina en su literatura formas alternativas del mundo, entrelaza experiencias vividas y
significaciones aceptadas con experiencias imaginarias y significaciones latentes; literatura es
ficción, es generar lenguajes y realidades que no tienen consecuencia directa sobre la realidad, un
laboratorio para reflexionar sin límite, para elaborar lo que no se puede elaborar. David Viñas
dijo que una literatura nacional tiene núcleos traumáticos que retornan, a veces se expresan en
manchas temáticas que arman series de obras, entrelazan épocas y dicen de combates, secretos,
deseos y terrores de una sociedad.
Contra la patria militar. Malvinas es una mancha temática extraordinariamente
productiva, no por frecuencia sino por calidad y persistencia. Calidad:
generó dos de las grandes obras de los últimos 35 años:
Los Pichiciegos
(Fogwill), y
Las Islas
(Carlos Gamerro). Persistencia: empieza en 1982, en el extraordinario relato
Primera línea
, de Carlos Gardini; llega hasta hoy.
En
Primera línea
asoma
el género que sin ortodoxia alguna, manejado con amplia libertad,
nutre parte de la mejor literatura sobre
Malvinas: la ciencia ficción. El cuento trabaja con la
gadget science fiction (relatos del género sostenidos en aparatología sofisticada y
novedosa), sólo que acá son tristes “
gadgets” del subdesarrollo.
Primera línea es un relato sobre las víctimas del poder: la historia de
Cáceres, joven soldado que perdió piernas y manos. Cáceres es el típico héroe
social de la ciencia ficción: protagonista individual y a la vez representante general del
combatiente, dañado existencialmente por la guerra. El cuento imagina un “cuerpo especial de
unidades MUTIL” –Móvil Unitario Táctico Integral para Lisiados– que coopta a
Cáceres y aprovecha su desesperación para transformarlo en kamikaze, hasta que el poder decide
detener la guerra y simplemente reúne a sus unidades MUTIL, especie de robocops obsesionados e
irrisorios (cinco años antes de la saga cinematográfica) que son despojados de prótesis, motores y
armas y expulsados al mundo como desechos humanos. Escrito con lenguaje impecable y potente,
sin nombrar Malvinas ni una sola vez pero señalándola todo el
tiempo,
Primera línea no sólo ganó un concurso que tenía como jurados a Borges, Donoso y Pezzoni,
iniciando con brillo la carrera literaria de Gardini, también inauguró recursos que
reaparecieron.
Los pichiciegos
, novela que
Fogwill
declara haber escrito en simultaneidad con la guerra, invierte
Primera línea porque el foco también está en los soldados como víctimas, pero si las
unidades MUTIL son los traicionados por esa Patria que se ofreció como Significado para la
mutilación brutal,
los pichiciegos son desertores que cavan una cueva (la pichicera) donde se esconden y
sobreviven negociando
con el enemigo inglés. La Patria traiciona a los MUTIL; los pichiciegos traicionan
a la Patria. Las dos obras ponen en jaque el poder, que es el que define qué quiere decir Patria.
La ciencia ficción reaparece en
Los pichiciegos con su obsesión por la utopía y los mitos. Se describe con interés
minucioso una “sociedad pichi” refugiada bajo tierra, se imagina una civilización
alternativa. El funcionamiento político, económico y cultural de esta microsociedad dedicada
exclusivamente a sobrevivir no es delirante, es posible y exitoso: hay gobierno aristocrático (de
los mejores), legalidad autónoma que admite tácitamente el asesinato para preservar el equilibrio
ecológico, historia, mitología, rituales, lenguaje propio. Como en la ciencia ficción, algunos
personajes encarnan tipos sociales (el Turco, comerciante talentoso; García, saber académico; el
Ingeniero).
Los pichiciegos.
Visiones de una batalla subterránea reivindica una guerra oculta, subversiva, contratradición
de Malvinas: la de los que no reconocen la “Patria” por la que los militares envían a
morir, la de quienes desean vivir, la que ocurre en el anverso de la guerra oficial y burla al
Estado. El mito fundacional de la pichicera lo cuenta así: por un lado los “boludos”,
por el otro los “vivos”; entre los “vivos”, el puñado que el sargento elige
para cavar la pichicera antes de que lo mate la Marina; los “boludos” son los
dispuestos a pelear. A 24 años de publicada,
Los pichiciegos muestra su importancia para leer la mejor literatura que siguió, escrita
por las generaciones postdictadura. No sólo por sus reediciones: varias constantes de la nueva
literatura aparecen por primera vez en Fogwill. Por ejemplo, la sintomática recurrencia de
personajes fantasmales; muertos entre los vivos, en cuentos fantásticos, pero en otros, de un
realismo extrañado, vivos apáticos que deambulan en disponibilidad, como fantasmas. Se lee ahí el
trauma del genocidio que perpetró la dictadura contra padres o hermanos mayores de los que hoy
escriben, pero los primeros fantasmas están en
Los pichiciegos: las “aparecidas”, fantasmas de monjas francesas que deambulan
por las islas, por un lado; los “desaparecidos” pichis que, dados por muertos por la
tropa, se confunden con fantasmas al ser divisados fuera de la pichicera. Muertos entre los vivos,
vivos que parecen muertos: de
Los pichiciegos hasta hoy, el corazón siniestro de nuestra historia reciente sigue
ardiendo en la literatura que se escribe.
La pichicera se lee hoy como espacio-tiempo procesador del futuro: oscuridad caliente que
protege desertores pero sobre todo construye un presente perpetuo (“presente pasa”, es
la contraseña para entrar) donde se está reformulando el mundo, procesador de significaciones del
mundo que va a advenir, el de la democracia de la derrota (como la llamó Alejandro Horowicz), el
del menemismo, la sociedad traumada donde se cortó la transmisión generacional y los hijos no
pueden dar cuenta de la historia de sus padres, un pasado muy lejano e incomprensible, por más
reciente que sea, borrado tras el terror de 1976. Ya el signo pichiciegos anuncia una Argentina de
dañados, víctimas ciegas (las mulitas o pichiciegos, cuenta el libro, son animalitos para comer, se
cazan “metiéndoles el dedo gordo en el culo”).
Además de usar muy libremente la ciencia ficción,
Los pichiciegos apela a lo fantástico, no sólo con las “aparecidas”: ¿existió
la pichicera o es invento de un ex combatiente enloquecido por la guerra? Leemos y vacilamos, ambas
cosas son posibles. Lo fantástico seguirá alimentando buena literatura sobre Malvinas: cuentos como
El beso de la valquiria de Gardini,
Hombres y piedras, de Alejandro Alonso.
Los noventa.
Nadar de noche (Juan Forn) e
Historia argentina (Rodrigo Fresán), últimos libros de escritores jóvenes
argentinos que tuvieron lectores y visibilidad mediática,
tienen sendos cuentos sobre Malvinas. Aparecen en 1991 y miran la guerra, a
diferencia de Gardini o Fogwill, con
inmensa distancia y el espíritu de la época. Sin embargo su actitud es diferente.
Memorándum Almazán, de Forn, asume la idea menemista de la vida como escalera al éxito
para contar que, irónicamente, la culpa llega, inmanejable, y frena la carrera del más promisorio
joven trepador, quien, como dice Andrés Neuman, “parece asumir implícitamente una
responsabilidad en la masacre de su generación” y pierde su brillante futuro al proteger a un
supuesto ex combatiente de Malvinas. El cuento es una rara avis en
Nadar
de noche, libro (dice Neuman) “en apariencia ajeno a cualquier problemática social
(aunque no a la temperatura ideológica del menemismo imperante)”. El relato interesa porque
explora en un estrato social de yuppies que no se sintió en riesgo (los “chicos de la
guerra” fueron mayoritariamente de familias humildes) y percibe allí la culpa como siniestra,
inquietante amenaza para sus objetivos conscientes.
Soberanía Nacional, el cuento de Fresán, expresa en cambio un entusiasmo acrítico por el
espíritu de los 90. Trivial, convencida de su ingenio, la escritura intenta reír, jugar y
caricaturizar, festejando las peores cosas. Humor, juego y caricatura alrededor de Malvinas
brillarán en
Las Islas, que Gamerro empieza a escribir en 1992, pero si en
Las Islas son herramientas que destronan, deshacen ideologías cristalizadas y denuncian,
en Fresán intentan enmudecer el trauma y olvidar la injusticia. Valores de los 90 dirigen a sus
protagonistas: un soldado inverosímil, algo “intelectual”, un rolinga delirante que
quiere caer prisionero, llegar a Londres y ver a los Rolling Stones y un fanático que sueña ser
héroe de guerra. Oscilando sin resolverse entre el juego disparatado y torpes guiños a la
verosimilitud, el cuento acumula lugares comunes menemistas: el “intelectual” encuentra
a un gurkha y piensa como cholulo en pedirle un autógrafo, el rolinga imagina que comparte el
escenario con los Rolling (como plomo, es apenas hijo de un electricista y ni en sueños Fresán le
permite olvidarlo), el fanático patriota no está dispuesto a morir como los mutilados de Gardini,
sino a matar para ser héroe. El motivo es puramente utilitario: quiere que la fama le dé impunidad
porque acaba de cometer un crimen. Soberanía nacional testimonia la trivialidad con la que una
Argentina envilecida puede mirar su pasado. El disparate y el humor (que ya asoma en Los
pichiciegos) tiene mejor destino en la novela Banderas en los balcones (1994), de Daniel Ares, un
ejemplo de ironía, caricatura e inteligencia. En esa línea, aunque no sólo, trabajará Las Islas, de
Carlos Gamerro.
Desde los 90, en obras de escritores que el 2 de abril de 1982 vivieron la primera fecha
políticamente significativa para su vida conciente, la guerra aparece de soslayo (marca lateral e
intensa) al relatar experiencias de crecimiento, autobiográficas o no.
Postdata para las
flores (1991), de Miguel Vitagliano, alude a Malvinas y sobre todo a la sangrienta marcha
del 30 de marzo de 1982, que se mira desde los que sienten que no pertenecen a la “generación
de los hermanos mayores”, interpelada de otro modo por los acontecimientos. En
Los
ojos así (1996), también de Vitagliano, uno de los novios de la protagonista irá a la
guerra y a ella le toca asistir a la llegada del Papa, en 1982, que se narra con humor ácido.
Nadie alzaba la voz, de Paula Varsavsky, cuenta el crecimiento de Luz. Con Malvinas llega
para Luz el interés político y la promesa de un “mundo que me parecía maravilloso”, el
de la militancia (que la dictadura ya no reprime, dado el apoyo de la izquierda a la guerra).
Exquisita escritura donde lo público dialoga sutilmente con lo privado,
Nadie alzaba la voz testimonia cómo vivió la guerra una clase media adinerada que nunca
corrió peligro, mientras a la peluquera de Los lemmings y otros (2005), de Fabián Casas, Malvinas
le clausuró el “mundo maravilloso”: “Y así éramos nosotros. Hasta que este país
de porquería nos cagó a sopapos. Por ejemplo la tragedia de los Dulces. El Dulce grande chupado por
la policía, el Dulce chico asesinado en la cortada (…) O el gordo Noriega que volvió de las
islas sin transistores en el bocho”.
¿Esos chicos ya no están?. Otros volvieron con el bocho habitado: Felipe Félix, en
Las Islas, tiene hierro incrustado en el cerebro.
Las
Islas (1998) es expresionismo, realismo, parodia, ciencia-ficción, policial negro, ficción
paranoica y hasta fantástico; quinientas páginas que se proponen como “novela total” de
los 90. Un ex combatiente hacker y devenido detective investiga en un Buenos Aires menemizado donde
la complicidad es colectiva y la impunidad, naturaleza. A diez años de Malvinas el pasado late
siniestro, deambulan fantasmas de los caídos y ex combatientes alucinados con una guerra que para
ellos nunca terminó. Típico personaje de la ficción paranoica, el protagonista es un lúcido que
sufre porque averigua y entiende, por la culpa de haber sobrevivido y por la indiferencia filicida
de una sociedad anestesiada.
Transcribo una última aparición de Malvinas (Los estantes vacíos, 2006, Ignacio Molina): “Viajé escuchando el discurso de un
excombatiente. Un compañero suyo ofrecía un calendario ‘al precio que les diga el
corazón’, que tenía impreso en blanco y celeste el mapa de las islas. Los dos estaban de
botas y uniforme, como si acabaran de salir de una trinchera, y yo calculé que todavía les faltaban
un par de años largos para cumplir los cuarenta. Los vi bajar en Colegiales, con poca
recaudación”.
“¿Qué pasó con las Malvinas? Esos chicos ya no están”, cantamos en marchas de la
democracia de la derrota, perfeccionando a la dictadura: hacíamos desaparecer a los chicos que sí
estaban y crecieron como fantasmas, unidades MUTIL desechadas que sólo quieren (como en Las Islas)
regresar a la guerra que barrió sus vidas. Si la Argentina no quiere saber nada de esos chicos que
están y cargan, cual Felipe Félix, con la frustración y el fracaso de todos nosotros, la literatura
lo grita. Para eso está.