Aguda observadora de lo rechazado y tratando de rescatar vastas identidades, la ensayista Marion Zilio supo construir en su última obra El libro de las larvas. Cómo nos convertimos en nuestras presas un universo reflexivo a través de lo que nos resistimos a mirar: el hábitat de los insectos y de otros seres aborrecibles. Estos olvidados de la tierra cobran a través de sus cavilaciones otra vivacidad, en el sentido que no solo nos revelan un mundo negado, sino que además nos interpretan desde una perspectiva rica y original.
Zilio es crítica de arte, historiadora y filósofa quien ha participado en diversas monografías y catálogos de exposiciones, asimismo, ha experimentado con metodologías de aprendizajes más creativos y preformáticos. Ha organizado muestras en Francia y en diversos países para galerías y fundaciones. También se doctoró en Estética, Ciencia y Tecnología de las Artes en la Universidad de París VIII Vincennes. En 2018 publicó su primer libro Faceworld. El rostro del siglo XXI. En diálogo con PERFIL Zilio nos interpela a meditar en cómo forjamos nuestras subjetividades al mostrarnos en las redes sociales como si viviésemos dentro de vitrinas en constante exhibición, como si fuésemos piezas sobre un escaparate, abriendo de este modo el camino para advertir cómo coaccionan las nuevas maneras de control sobre la condición humana con respecto a su ecosistema.
—A lo largo de tu obra “El libro de las larvas”, hay una fuerte carga autobiográfica, ¿qué rol jugaron los insectos en tus experiencias pasadas para que, a partir de allí, pudieses pensar el mundo y pensarnos a nosotros mismos?
—Toda mi infancia está atravesada por la presencia de numerosos animales que aguzaron mi percepción de lo viviente. Siempre estuve fascinada por las metamorfosis, el mimetismo o los colores de ciertos insectos. Ahí había materia para entablar una crítica de una identidad cerrada que se concretiza en la adultez. Además, muchos niños se ven atraídos por los insectos, y luego cuando crecen, los rechazan o los aplastan. El imaginario colectivo hizo de estos “bichos”, en especial en su estado larvario, seres repugnantes, invasivos y necrófagos. De modo tal que las larvas manifiestan el escalón más bajo de la vida en la tierra; una alteridad radical respecto del humano que se define en oposición a esas formas juzgadas subalternas. “Mi hermano”, es una figura presente desde la primera página, que vuelve luego puntualmente en el transcurso del libro. Encarna una especie de personaje conceptual o ficticio que asume la parte sombría y de resistencia del sujeto larvario. Ofrece al libro un giro híbrido, donde la ficción llega sin ser invitada a la teoría y ésta se desterritorializa.
—Es interesante el concepto que expones en tu libro de “sujeto moderno” en una posición de observador superior sobre otros seres vistos como insignificantes. Sin embargo, das vuelta la ecuación: de pasar de ser predadores a ser presas, ¿cómo se da este proceso de reversión de ser observadores y, al mismo tiempo, ser observados?
—La especie humana posee espacios de exposición de la vida: vivarios, zoológicos, palacios de cristal, acuarios, museos, redes sociales… En cada ocasión, la vida es allí contemplada, exhibida, prendida con alfileres o catalogada. Yo misma crecí en una casa con ventanales de vidrio, y tuve frecuentemente la sensación de ser observada. Ahora bien, parece que, del retrato a la fotografía, de la perspectiva al psicoanálisis, el humano se ha inventado develándose. La modernidad había soñado con un sujeto que observa, nombra y posee, hasta el momento en que sus “máquinas de visión” se vuelven contra él mismo, convirtiéndose así en el objeto de una observación continua. De modo que el humano, ese “animal superior”, construyó su distinción predadora inventándose como presa, es decir, también, como blanco. Al movilizar siempre más datos a visualizar, modelizar o transformar lo invisible en presencia, lo humano hizo de su instinto de supervivencia una finalidad en provecho de poderes policiales o jurídicos que sirven a intereses económicos. De allí la ironía de una especie que pensándose por encima de las demás terminó por volverse la presa de su propia visibilidad predadora.
—Quisiera invitarte a ampliar la noción de “sociedad de control”, no solo desde los conocidos paradigmas como pueden ser las redes sociales, sino desde tu idea de “espacio abierto”.
—Deleuze ya había señalado que el control de las personas no se efectuaba más por encierro, sino por control continuo y comunicación instantánea. Lo que aparece de ahora en más es el hecho de que la flecha del tiempo de la modernidad ya no sigue un curso lineal. Se plantea por consiguiente la cuestión de saber cómo zafarse de la colonización del pasado sobre el futuro; dicho de otro modo, de esos datos recolectados, orientados y manipulados, cuya vocación es predecir y administrar nuestros comportamientos con fines políticos o financieros. Progresamos hacia una extracción automatizada que vampiriza cada confín del mundo real hasta nuestros sueños o deseos secretos. Internet ha contaminado lo real. Esta (auto) observación se ha convertido en una auténtica biopolítica de las percepciones, pero también de nuestra memoria, nuestras existencias futuras, pasadas y presentes. Tengo la sensación de que seguir la pista de un sujeto larvario permite pasar por debajo de los radares de esta vigilancia omnisciente de la que somos protagonistas principales. En definitiva, hay que volverse impre-visible, deshaciendo nuestras propias huellas. Para eso hace falta acoger la posibilidad de una alteración que perturbe y hacer del mundo un devenir. Esto nos obliga a despojarnos de un paradigma ontológico que se enrolla alrededor del ser, del individuo y de la identidad, para apuntar, por el contrario, a la relación y la multiplicidad. Implica abandonarlas tales como fueron elaboradas en Occidente, tan útiles para imponer la supremacía de lo humano sobre las demás especies.
—Veo que en el marco de tu ensayo manejas la idea de “sujeto objetivado”, ¿crees que hay un sujeto definido en la época actual? Según tu opinión, ¿cuáles serían las premisas, si las hay, del sujeto en el siglo XXI?
—Cada época modeliza los procesos de individuación en función de los dispositivos y técnicas de los que dispone. No se trata de un determinismo sino de una co-individuación, ya que nuestras técnicas nos permiten aparecer en la escena de lo visible y del mundo (desde nuestras vestimentas hasta las selfies en Instagram). La fotografía en el siglo XIX contribuyó a emplazar los contornos de una identidad burguesa naciente, multiplicando y difundiendo los estereotipos, realizados tanto en los estudios como en las instancias jurídicas o científicas. Hoy en día, las redes sociales o las inteligencias artificiales que son portadoras de sesgos a menudo sexistas o racistas, participan en la modelización de las subjetividades apropiándose de nuestra memoria para sembrar futuros probables y, por lo tanto, programados. Pero, así como los artistas, en el comienzo del siglo XX, se apropiaron de la fotografía para inventarse un “nuevo rostro”, fuerzas opuestas buscan de manera constante liberarse de esas lógicas de sujeción. Hoy la crisis ecológica nos obliga a refundar nuestras ontologías en provecho de un pluralismo cosmológico y existencial, y esto pasa por diversas estrategias de disolución o multiplicación del yo que nos vuelven a conectar con los otros y con los mundos.
—Sabemos que Michel Foucault es quien mencionó la “muerte del hombre”. Razón por la cual, me parece interesante que podamos analizar la noción de “sujeto vacío”, ¿cómo piensas esta posibilidad en la era digital?
—Nuestras maneras de ser y de participar en el mundo son el fruto de filosofías o de instituciones surgidas de la modernidad, que están fundadas en las categorías de identidad, estabilidad, universalidad; que confían excesivamente en la autonomía de los individuos, cuando estos tienen una parte significativa de heteronomía, cuya expresión son el mestizaje, el parasitismo, la hibridación, incluso la muerte. El pasaje del “sujeto vacío”, de este “pre-sujeto” definido por el vacío y la falta, al “sujeto pleno”, que formula reivindicaciones y afirma una elección de sociedad asumiendo su responsabilidad histórica, podría comprenderse a través de la posibilidad que ofrecen las vitrinas digitales a aquellas y que nunca tuvieron el derecho a la palabra.
—Sin duda, el hombre en la época antigua y medieval estaba más apegado a la tierra, y tenía además otra relación con ella, pero, aun así, es sabido que tampoco pudo construir una sociedad mejor; todavía los valores ilustrados siguen siendo, aunque cada vez menos, una guía posible, ¿crees que el retorno a lo premoderno sería una ruta necesaria para especular sobre una salida a la crisis contemporánea?
—No pienso que tengamos que efectuar un camino hacia atrás, sino acompañar las transformaciones temporales de lo contemporáneo, puesto que posee de ahora en más una estructura compleja, a la vez que modifica las líneas del tiempo, según idas y vueltas múltiples. Esto significa que debemos revisitar los pasados para reescribirlos según otros puntos de vista, para que tomen otras vías y multipliquen las dimensiones de un futuro condicional. Lo que nuestra época está viviendo es un cambio completo de paradigma. Y por eso, nos hace falta estar prestos a revisar nuestras herramientas conceptuales modernas y occidentales, no para eliminarlas definitivamente, sino para componer con otros planos policromías, cartografías sensibles o regímenes de enunciados e imágenes. A estas temporalidades que se deslizan unas en otras, donde lo múltiple prosigue su proliferación incesante, se le deben añadir el conjunto de las temporalidades rechazadas de la modernidad occidental.
—¿Cómo describirías el papel de las larvas en el proceso de muerte y, como tal, en los ritos religiosos y en las creencias de ultratumba?
—A partir del momento en que los humanos se sedentarizaron mantuvieron con la tierra un vínculo de dependencia que intensifica sus cultos para hacer frente a una naturaleza imprevisible poblada de animales dañinos, que ponen en peligro las cosechas y su propia supervivencia. La idea de destino se fundó entonces sobre la de un parentesco en vínculo con los ancestros que delimitaban esos nuevos territorios de vivienda y de recursos domesticados. La suerte de los vivos comenzó a depender de la manera en que la muerte estuviera socializada y territorializada. Ahora bien, si el rito no se respetaba o si el deceso era prematuro por razones diversas, la muerte constituía una amenaza para todos, ya que las almas errantes podían regresar a atormentar a los vivos bajo figuras larvarias horrorosas. Por eso se protegieron mediante ritos y creencias mágicas hasta que el derecho romano impuso un calendario para honrar a sus muertos con el fin de que la Ciudad quedara en paz con sus dioses y pudiese prosperar en el plano social y económico. Las larvas designan en latín al mismo tiempo “máscaras” y “fantasmas”, son las encarnaciones de los monstruos y de los espectros que pueblan los relatos a través de las épocas. Efectuaban la conexión con los muertos, y en numerosas civilizaciones se conserva la idea de que las máscaras son también mediadoras entre dos mundos. Las larvas evocan por último una masa informe y viscosa que se apropia de nosotros, de nuestros órganos y tejidos en putrefacción desde el momento de la muerte. Que esos seres abyectos entreguen el secreto de nuestro final es sin dudas la afrenta más intolerable lanzada a nuestra humanidad. La idea de ser consumidos por otros se volvió así repugnante en la mayoría de las religiones. Eso explica por qué de la China al Antiguo Egipto se perfeccionaron las técnicas de embalsamamiento, para lograr quebrar el ciclo según el cual lo humano retorna a su origen etimológico, el humus, para hacer compost.
—¿Cómo conectas la observación del entorno larvario a partir de una eventual interpretación desde el arte?
—Al igual que los insectos que recorren y atraviesan los mundos siendo los verdaderos intermediarios, de igual manera los mundos del arte contemporáneo son múltiples, porosos, y favorecen la evolución de ecosistemas. Como el medio larvario, los mundos del arte proliferan en todos los sentidos, vagabundean a través de los márgenes, refundan los imaginarios, revolucionan nuestros valores más anclados. Las larvas, como el arte, hacen vacilar la razón y las certezas.
—¿Cómo ves el constituir una “ontología de lo rechazado” por intermedio de la meditación sobre las larvas?
—Las larvas, como los parásitos, son los menospreciados, la masa de los trabajadores en la sombra que ofrecen una intersubjetividad insospechada a la evolución. Desde siempre, los insectos fueron el objeto de un intenso programa biopolítico para aquellos que gobiernan los Estados. Todas las políticas discriminatorias o de segregación proceden de esos mecanismos de estigmatización, así con los judíos, los gitanos, los sin papeles, los homosexuales, inválidos, pobres o migrantes a lo largo del mundo. Todos los sin tierra, sin propiedad, nómadas de cuerpo y alma, desestabilizan el pacto económico de la apropiación de los suelos, anudado desde tiempos remotos. Pierre Montebello llama “ontología negra”, según el modelo de la materia negra de los físicos, a la parte faltante de las ciencias del ser; es decir todos esos seres invisibles, esas apenas existencias al borde del ser, todas esas maneras de vivir y de estar vivo que jamás son tomadas en cuenta. Mi enfoque con las larvas se inscribe en ese movimiento, pero también nos violenta. Las larvas nos inspiran la muerte, el parasitismo, la impermanencia, lo inacabado, lo informe, acarrean por ende un conjunto de valores en contradicción con el humanismo o el antropomorfismo dominante. No podrían despertar una imagen de empatía espontánea, un deseo de encuentro, de simbiosis, siquiera de amor. Sin embargo, tal vez debamos comenzar por reconocer un sitio a lo inmundo –es decir lo que está fuera del mundus– para lograr relacionarnos con los otros humanos y no-humanos. Fundar una “ontología de los rechazados” implica relanzar la discriminación ya en obra en la historia de las ideas y de los imaginarios colectivos, aceptar la dimensión minoritaria de ciertas existencias. Creo, por el contrario, que deberíamos desconfiar de estas fórmulas. Mi trabajo se interesa en definitiva en las relaciones de poder y de dominación sobre lo viviente y entre los vivientes, y muestra en qué medida ciertos entes fueron relegados hacia los márgenes del mundo; en esa franja entre lo visible y lo invisible que fue por mucho tiempo rechazada por el pensamiento occidental. Aceptar lo inmundo es aceptar la mitad de la materia de la vida que fue inhibida o reprimida en nombre de un orden y un pensamiento dominante.
—Háblanos de la solidaridad de las larvas y la ética. ¿Qué lecciones pueden darnos estos microscópicos habitantes del planeta sobre lo que somos y sobre la humildad?
—Ya hace algunos años que me intereso en la idea de una “ética del camaleón”. Si hacerse uno con el paisaje pone en evidencia el deseo de ocultarse, la ética del camaleón que yo movilizo no consiste en retirarse del mundo, sino que por el contrario implica un devenir al mundo, una manera de seguir y acompañar sus flujos. Esta diseminación justifica por consiguiente desprenderse de uno mismo para pensar y percibir de otro modo, con el fin de propiciar el encuentro con otras subjetividades. Por último, como lo decía antes, las larvas nos invitan a un gran banquete, donde nos comemos unos a otros, y donde lo humano vuelve humildemente a su origen etimológico: el humus, la humildad. Antes que totalidades cerradas y acabadas, las larvas instauran el reino de las transiciones y las coevoluciones, y con ello ponen de manifiesto una forma de intersubjetividad.