Los límites del lenguaje son los límites de mi mundo”, escribió Wittgenstein, desde la trinchera, en su Tractatus, y cuando el mundo –o ese “mi mundo” wittgensteiniano– se vuelve estrecho es natural, por tanto, intentar expandir sus límites por el único medio que permite al menos ilusionarse con eso: el lenguaje.
Quizás por eso el impulso de la escritura muchas veces suele venir de algún tipo de encierro. Una reclusión metafórica, en muchos casos, y a veces también literal, como el caso del propio Wittgenstein, Emily Dickinson, Chester Himes y un largo etcétera que llega hasta Sergio Blanco.
Este dramaturgo, nacido en Montevideo, emigró a París para estudiar filología. Allí, cuando llegó el Mundial de Fútbol del 98, se reforzó la seguridad y, dada su condición de indocumentado, decidió recluirse en su departamento durante varios meses. Fue entonces cuando advirtió que el signo también podía ser útil para diseñar algún punto de fuga.
Luego, por supuesto, vinieron los premios, las traducciones y las loas. Pero ese auto-encierro fundacional dejó una impronta en toda su obra, y Tebas Land, la pieza que acaba de editar Ediciones DocumentA, no es una excepción.
La acción transcurre en un “escenario de ensayo que representa a su vez la cancha de básquetbol de una prisión”. El argumento es simple y a la vez complejo: trata de un director teatral, el dramaturgo “S” (¿el propio Sergio?), al que le encomiendan una obra sobre el parricidio, y entonces empieza a entrevistarse con Martín, un parricida a quien le propone contar su historia en el teatro. Para eso convoca a un casting y elige un actor: Federico, que es interpretado por la misma persona que interpreta a Martín.
Ahora bien, lo que representan estos personajes no es la obra sino la gestación de la obra, o quizás podría decirse que la gestación de la obra es la propia obra. Blanco, en efecto, juega con ese recurso del “teatro dentro del teatro” que ya se ha utilizado tanto sobre todo a partir del siglo XX, pero le encuentra una vuelta de tuerca muy interesante, entre otras cosas a partir de un continuum muy sutil entre los distintos planos de la ficción. “Yo quería una obra que además de los temas que toca fuera escribiéndose a sí misma, que es algo que por cierto ya está en el Quijote o Madame Bovary, y que también se fuera autorreferenciando a sí misma”, dice Blanco, desde el bar del teatro Timbre 4, donde se ha estrenado su obra.
Pero esa metateatralidad de la que habla también se manifiesta en la deconstrucción de la fuente enunciativa. El dramaturgo franco-uruguayo, en ese sentido, pone en cuestión lo que para él es “la gran pregunta del teatro”, que es quién habla. “En Hamlet, que es por excelencia la obra más paradigmática del teatro, la primera frase es: ‘Quién está ahí’. Así empieza. Si tomamos a Hamlet como el tratado teórico más importante sobre el teatro, la primera pregunta que se hace es quién está ahí, quién está enunciando. ¿Es Lautaro Perotti? ¿Es Shakespeare? ¿Es Hamlet? ¿Quién está hablando? ¿Es Corina Fiorillo? ¿Y quién está ahí? ¿Quién es ése que viene a verme? ¿Es un espectador? ¿Son ciudadanos de Tebas, como dice Edipo? ¿Son los vecinos, como dicen las tres hermanas? El teatro plantea ese tema”, dice Blanco, quien también plantea otro tópico recurrente en el teatro y, en general, en la literatura, que es del parricidio, una categoría que también, por cierto, pone en cuestión, en parte porque a medida que va transcurriendo la obra, el parricidio de Martín va resultando cada vez más comprensible. Su padre era una especie de monstruo: lo llamaba “puta” cada vez que se cruzaba con él, lo torturaba aplastándole la mano con los libros. El director S recuerda un caso parecido: el de los hermanos Karamazov. ¿En qué medida puede llamarse “padre” a un ser como Fiodor Pavlovitch, y en qué medida, por tanto, puede llamarse “parricida” a un personaje como Smerdiakov?, se pregunta, y también recuerda el caso de Edipo, que no sabía que era su padre al que estaba matando y, en consecuencia, tampoco podría considerarse un auténtico parricida.
En resumen, lo que parece decirnos Blanco es que, en el fondo, nadie es del todo parricida y, al mismo tiempo, todo lo somos un poco, al menos en un sentido psicoanalítico, es decir, en eso de rebelarse contra la autoridad, el lenguaje, las instituciones. “En definitiva todos tenemos, como Edipo, una Tebas un tanto ambigua”, dice su álter ego S, y por lo tanto la asimetría inicial entre ambos personajes –el “monstruo” que mató a su padre y el exitoso director teatral– se va diluyendo: la distancia se acorta. “Todas las figuras de los parricidas están aliviadas”, reconoce Blanco, a cuya obra puede aplicarse, por cierto, lo mismo que escribió alguna vez Horacio González respecto de la obra de Arlt: “Creemos estar dotados para justipreciar, valorar, tasar el Mal; pero he aquí la experiencia literaria: lo pone en nuestras vidas y nos deja el placer de percibir la maniobra con que anula la facilidad de condenarlo”.