Es domingo y estoy en San Sebastián. Después de la lluvia de anoche, de esas lluvias suaves pero parejas, de horas y horas, que, según me cuentan, son típicas de acá, es un día soleado, el cielo está azul, no hace calor pero hay gente que se aventuró a la playa, toman sol, se dan los últimos baños del verano. Estoy yendo a tomar el funicular para subir al Monte Igueldo. Me dijeron que hay un parque de diversiones que tiene alrededor de cien años. Quiero verlo. El google map dice que está cerrado a la hora que voy a llegar. Como casi toda la vida en esta ciudad, cierra al mediodía y vuelve a abrir por la tarde. Aun un parque de diversiones un domingo. Me gusta eso. Mi hora favorita del día es ese pequeño limbo que separa a la mañana de la tarde, la hora de la siesta, la hora de los espantos y los sátiros y los chicos desobedientes.
Pienso que es mejor que el parque esté cerrado, sin música, con sus juegos detenidos, sin niños. Me lo imagino viejo, aterrador, me entusiasma todavía más la visita.
En la estación compro un boleto ida y vuelta. El funicular tiene cuatro vagones, es todo de madera, las ventanas tienen vidrios pero las puertas no, así entra aire y se puede ver mejor el paisaje a medida que vamos trepando la cuesta de vigas pegadas a la montaña. Es un viaje breve.
En la estación compro un boleto ida y vuelta. El funicular tiene cuatro vagones, es todo de madera, las ventanas tienen vidrios pero las puertas no
En la entrada un cartel con números indicadores traza el mapa del parque. El río misterioso es el punto número 1 y está apenas entrar: un canal de agua se ondula sobre el precipicio. No sé cómo funciona porque botes no veo; sí una rueda gigante de madera, como de molino. ¿Será ese el juego? Observar cómo el río se mueve impulsado por las paletas. Yo compraría un boleto, pero creo que nadie más. La casa del terror, el carrusel, un laberinto. Paso caminando frente a una máquina que me habla y me sobresalta: es una voz profunda que llama a acercarse y escuchar sus verdades. Para eso hay que poner una ficha. Pero un pequeño letrero dice que si una mete la mano en la boca del aparato y una es una mentirosa quedará atrapada. Esperaba un parque en ruinas pero todo está como recién pintado… lo que más me atrae es un pequeño jardincito que tiene unos hongos grandes con caras de locos, unos enanos (uno está con los pantalones bajos, agachado; otro barre) y unos animalitos dormidos sobre el pasto sintético. No sé en qué consiste, pero a mí me inquieta bastante la escena.
Hace unos diez años fuimos con mi hermana y mi sobrino que tenía 4 a La Ciudad de los Niños. Nosotras habíamos ido de chicas con la escuela y nos había encantado. Treinta años después los muñecos estaban estropeados y todo el lugar sin mantenimiento. Había llovido, era invierno, nos deprimimos y no podíamos explicarle al nene por qué lo habíamos llevado a ese lugar. Parecía más un castigo que un paseo. Nos subimos al trencito (lo único que más o menos lo entretuvo): todo era tan desolador que me sentí otra vez en el Tren Fantasma del Italpark. Nos hizo acordar a una placita que hay cerca de lo de mi hermana, en Paraná. Creo que ya lo conté acá: un pedacito de terreno entre calles, una plazoleta enfrente de un bar de viejos: dos hamacas, un tobogán, un sube y baja. Todo es de una pequeñez irreal, ningún chico podría usar esos juegos, que además están todos rotos. Esto me recuerda otra cosa, una leyenda de mi infancia: cuando cambiaron los viejos juegos de hierro de la plaza por juegos de madera, pintados de colores alegres, más amables y pedagógicos, se decía que en las uniones de las maderas alguien ponían hojitas de afeitar para abrir la carne fresca de los niños.