CULTURA
Apuntes en viaje

Estela

Esa misma madrugada, Estela abre los ojos al último misterio. A la tristeza de la mañana siguiente, de la noticia no querida, de los días siguientes, le respondo leyendo sus versos.

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Estela. | marta toledo

El micro entra a la provincia anochecida. Como siempre que pasamos el puente Zárate-Brazo Largo me asombro. El río allí abajo, las manchas oscuras de las islas, unas pocas luces perdidas. El micro sigue entrando a la provincia, hamacándose sobre las cuchillas que cuanto más entra, más se sienten: un suave oleaje de asfalto sobre el que se acomodan los neumáticos. Hace frío pero de todos modos llevo las cortinas abiertas, el vidrio está helado al tacto. No puedo dormir porque es temprano para dormir y además quiero ver los campos envueltos por la luz blanca de la luna llena. Pienso en Estela. Hace varios días que pienso en ella, que está en terapia intensiva; Virginia me manda noticias, breves partes amorosos que agradezco porque, angustiadas y todo como están las chicas, ella y su hermana Florencia, tiene ese gesto: contarme cómo está su mamá, mi poeta adorada, Estela Figueroa.

En mi casa quedó encendido un velón verde de siete días para que Estela mejore, para que pueda volver a su casa en el barrio Centenario, en Santa Fe. La última vez que hablamos, hará un mes, me dijo que estaba pensando en mudarse. Vivo en el barrio de Colón y todos los postes de la luz están pintados de negro y rojo, dijo contariada. ¿Y vos sos de Unión?, le dije. No, no me interesa el fútbol.

Hace más de diez años un amigo santafesino me habló de ella: una poeta tremenda que daba talleres en la universidad del litoral y que muy poco se conocía fuera de la provincia. Hacía poco había publicado La forastera, su tercer libro de poemas; y faltaban unos cuantos años para que apareciera su obra reunida bajo un título fabuloso, tan Estela: El hada que no invitaron. Aquella vez la llamé por teléfono para invitarla al ciclo Carne Argentina. No, yo ya casi no salgo, me respondió. Hasta el siguiente llamado pasarían siete años. Estuve varios días con el número agendado sin animarme a llamarla. El 31 de diciembre de 2019 me dije que la mejor manera de terminar ese año, que había sido difícil y doloroso, era llamar a Estela. Hablamos un rato largo mientras los amigos que estaban invitados a comer esa noche en mi casa iban llegando y el humo de la parrilla espesaba el aire.

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Llegué a la casa materna y me dormí abrigada por las frazadas tejidas por mi madre. En nuestra última conversación hablamos de maternidad. Virgina me había pasado unos textos de Estela que habían estado revisando esas semanas, así que le conté que los había leído. Un par hablaban de sus embarazos y otro hablaba de su padre. Charlamos de ser madre (que no soy ni seré) y de ser hija (que seré para siempre); de la preocupación de las madres. Me leyó unos fragmentos de lo que estaba escribiendo. Después me dijo: tengo que colgar porque la comida está en la mesa.

Esa misma madrugada, mientras yo entro en el sueño bajo las mantas de mi mamá, Estela abre los ojos al último misterio. A la tristeza de la mañana siguiente, de la noticia no querida, de los días siguientes, le respondo leyendo sus versos; celebrando la suerte hermosa que hemos tenido de ser contemporáneas y contemporáneos de Estela Figueroa. 

¿Se dan cuenta de que hasta hace apenas unos días, en una casa de un barrio santafesino, una casa de patio con macetas, una casa que había sido varias veces allanada por la dictadura, una casa que fue arrasada por la inundación, en esa casa el hada, inclinada sobre sus papeles, con un cigarrillo largo entre los dedos, escribía?