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Niñez

Unos treinta chicos de 10 y 11 años nos miran contentos y nerviosos. Las maestras les dijeron que ahora somos artistas , pero que antes habíamos estado sentadas en las mismas aulas que ellos.

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Niñez. | marta toledo

En la foto, mi hermana Lilian debe tener 5 años y yo 7. Ella está sentada sobre una gran piedra que había cuando éramos chicas en el frente de la casa. La piedra había venido del arroyo Mármol, creo, estoy casi segura, la habíamos traído de alguna de las excursiones de domingo que hacíamos en el camión de José Bertoni. Ir al Mármol, pasar por la casa de la Gorda, una novia que tuvo el tío José, la única casa de dos plantas de Hocker (ahora es un hotel), tocar bocina y seguir sin que nadie saliera a saludar. Pasar el día pescando mojarritas, viendo a los caballos que bajaban a tomar agua. Entonces, mi hermana está sentada sobre la piedra, cruzada de piernas, mirando a cámara indiferente, solo le falta un cigarrillo en la mano para parecer completamente una señora sofisticada. Yo estoy de rodillas en el pasto, al lado de la piedra. Yo sí estoy pendiente de la cámara, me río, tengo el pelo largo, suelto, con una hebilla que me agarra un costado. Detrás nuestro el barrio despoblado, apenas algunas casas, la calle todavía era de tierra. Me gusta mucho esta foto. Además las dos tenemos unas ojotas celestes. Las mismas las dos. En esa época siempre nos compraban el mismo calzado. Aparece esta foto justo cuando las dos vamos a vernos en el pueblo, en la casa de la infancia, porque vamos a presentar un libro que hicimos juntas. Aparece esta foto y me la quedo mirando, pensando quién hubiera dicho.

Yo llego antes; ella a la noche con Félix, su hijo más chico, que tiene justo la edad que ella tenía en la foto. Nos abrazamos y, aunque falta poco para la cena, tomamos mate. Mi mamá y mi hermana son las personas que más mate deben tomar en toda la provincia. No importa la hora, no importa si es de noche.

Al otro día vamos a la escuela 84, donde hicimos la primaria. Sacaron sillas afuera, es un día revoltoso, cálido, casi primaveral. Unos treinta chicos de 10 y 11 años nos miran contentos y nerviosos. Las maestras les dijeron que ahora somos artistas, pero que antes habíamos estado sentadas en las mismas aulas que ellos. Hablamos del libro que todavía no leyeron. Hablamos de cómo era la escuela antes, cuando nosotras teníamos la misma edad que ellos. Les contamos que en el descampado de al lado se instalaban los circos. Que los circos, además de payasos y trapecistas, tenían animales: leones, elefantes, osos. Que antes de la función paseábamos entre las jaulas. Uno de los chicos levanta la mano y dice: sí, mi papá me contó que una vez vio un león en un circo. Me imagino al padre del chico, tal vez un muchacho que trabaja en los aserraderos de la zona o en los criaderos de pollos, narrando en la sobremesa el día que vio al león; la misma emoción en sus ojos que en los de su hijo ahora. También teníamos de compañeros, por unas semanas, a los gurises que venían con los circos, les contamos. Venían a esta escuela, algunos eran equilibristas o magos como sus padres: a la mañana los veíamos con el guardapolvo blanco, a la noche metidos en trajes de lentejuelas volando por los aires de la carpa. No les cuento que una vez me enamoré de uno que se llamaba Claudio.

Después ellos vuelven a clase y nosotras recorremos la escuela. Las vitrinas del pasillo donde había un zorrito embalsamado, un insectario, fetos en frascos llenos de formol, lo que llamábamos “el museo” ya no existe. Junto con la biblioteca, el museo era el lugar que más me gustaba. En clase, pedía para ir al baño y me quedaba un rato frente a las vitrinas, mirando fijo los ojos fijos del zorrito.