Mi mujer muere. Me quedo solo. Le beso las manos y salgo de la habitación del hospital. Una enfermera me sigue por el pasillo.
“¿Va a hacer los trámites relacionados con la difunta?”, dice.
“No”.
“¿Y qué quiere que hagamos con el cuerpo?”.
“Crémenlo”.
“No es nuestra función”.
“Dónenlo a la ciencia”.
“Tendrá que firmar los documentos pertinentes”.
“Dénmelos”.
“Lleva tiempo prepararlos. ¿Por qué no aguarda en la sala de espera?”.
“No tengo tiempo”.
“¿Y sus artículos de tocador y su radio y sus ropas?”.
“Tengo que irme”. Llamo al ascensor.
“No puede irse así”.
“Me estoy yendo”.
Llega el ascensor.
“Doctora, doctora”, le grita la mujer a una médica que examina unos expedientes en el puesto de enfermería. La doctora se pone de pie. “¿Qué pasa, enfermera?”, dice. La puerta del ascensor se cierra. Se abre en varios pisos antes de llegar al hall de entrada. Me dirijo al exterior. Hay un guardia de seguridad sentado junto a la puerta giratoria. Parece un policía común y corriente, salvo por el pelo, que le llega hasta debajo de los hombros; además, lleva [¿tiene?] barba. No es el caso de la mayoría de los policías, quizá de ninguno [¿ningún otro?]. Recibe un llamado en su walkie-talkie mientras me meto entre dos de los batientes de la puerta giratoria. “Laslo”, le dice al aparato. Ya estoy fuera. “Eh, usted”, dice. Me doy vuelta. El hombre asiente y me señala y me indica con gestos que vuelva. Cruzo la avenida en dirección a la parada de autobuses. El sale y se mete el walkie-talkie en el bolsillo trasero y se me acerca mientras espero el autobús.
“Quieren que vuelva arriba a firmar unos papeles”, dice.
“Tarde. Está muerta. Estoy solo. Le besé las manos. Que se queden con el cuerpo. Quiero alejarme de aquí lo más posible”.
Extracto de Calle y otros relatos.