Una de las cosas que siempre debe resolver una organización armada es qué debe hacer el militante en caso de ser capturado. En general, en las organizaciones guerrilleras de los 60 y 70 –los revolucionarios cubanos, los sandinistas, o aquí la gente del ERP– el suicidio ha sido siempre la última –muy última– opción, a la que debían recurrir quienes no se consideraban aptos para resistir una tortura.
Pero el movimiento Montoneros tenía un fuerte sustrato religioso que le permitió introducir una novedad. Como recuerda Juan Gelman en una entrevista, “la orga” invirtió el proceso, y el suicidio, en efecto, pasó a ser la primera opción ante una probable captura. “El pecado no era hablar, sino caer”, escribió Rodolfo Walsh ya desde la clandestinidad, y por eso cada guerrillero debía llevar siempre consigo una pastillita de cianuro que le garantizara la única muerte digna posible: una muerte heroica y romántica con la que obtener –Walsh, nuevamente– “una última victoria sobre la barbarie”, como la que obtuvo su propia hija.
La mañana del 26 de septiembre de 1976, en la casa de la calle Corros, es probable que María Victoria Walsh tuviera a mano esa pastilla, pero al final terminó optando por otro método. Cuando irrumpieron los militares, subió a la terraza junto a un compañero y comenzó a disparar una ametralladora Halcón que nunca antes había utilizado, hasta que en un momento se detuvo; quizá se le habían terminado las municiones, o se le estaban por terminar, y advirtió que no había forma de escapar. Entonces se escucharon unas palabras: “Ustedes no nos matan; nosotros elegimos morir”.
Después, ambos se dieron un tiro en la sien. Abajo, en una de las habitaciones, había quedado una beba, la hija de Victoria.
Rodolfo Walsh refiere el episodio de la muerte de su hija en dos impecables piezas epistolares: Carta a Vicky y Carta a mis amigos; pero modifica la fuente de enunciación: atribuye esas últimas palabras a su hija, aun cuando su otra hija, Patricia, le había dicho que no las había pronunciado Victoria sino el compañero que estaba junto a ella en la terraza, según uno de esos boca a boca que su padre tanto reivindicaba, y cuyo punto de origen en este caso es un colimba que habría quedado impactado por ese hecho.
Pero la tergiversación –quizás entendible en quien acaba de perder a su hija, aun cuando siempre estuvo en contra de aquello a lo que se apela a veces para construir a alguien como héroe– también puede tener otras interpretaciones, porque por supuesto siempre hay que salvaguardar a Walsh de cualquier mínimo desliz que pudiera horadar su mito.
Según la escritora y periodista María Moreno, cuyo último libro, Blackout, fue considerado el libro del año en 2017, no se trata de una “falsificación”, sino que es parte de un conjunto de operaciones estéticas que el género, “elegía”, permite o permitiría.
Ahora está por publicar Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas (Random House), un ensayo en el que practica una exégesis exhaustiva de esas cartas y en el que aborda el drama con el que crecieron los hijos de desaparecidos, o más bien las hijas: una elección genérica que adoptó –según dice en el libro– en homenaje a Néstor Perlongher, aunque por supuesto también tiene que ver con su larga trayectoria en el feminismo, movimiento al que contribuyó desde trincheras como la de la revista Alfonsina en los ochenta, o la del suplemento Mujer del diario Tiempo Argentino.
En diálogo con PERFIL, y volviendo a esas últimas palabras, argumenta que “no se puede leer Carta a Vicki y Carta a mis amigos como si fuera un discurso con el modelo judicial en donde se trata de afirmar algo que funcione como prueba o evidencia. Es una elegía política”, dice.
—Patricia Walsh afirma que esas palabras fueron pronunciadas por el compañero de Vicki y no por Vicki. Pero en el resto de los testimonios es difícil especificar, como lo haría un historiador positivista, quién es ese compañero. Por otra parte, cuando se pertenece a una organización como aquella a la que pertenecían Rodolfo y Vicki, la individualidad se funde en el cuerpo común y se pierden los nombres propios y la propiedad de las palabras.
Patricia Walsh tiene, sin embargo, otra postura. En su testimonio completo, que se incluye en el libro, hay un pasaje muy interesante donde la ex diputada se queja de que muchas veces quienes escriben biografías o artículos sobre su padre le presentan a un personaje que ella no reconoce. “Entonces me irrito porque pareciera ser que, a pesar de que soy la hija, o ese no es mi padre o yo no lo recuerdo, porque hay algo que convence de lo que sería –por llamarla de algún modo– la versión oficial. Entonces, al contar otra, se dañaría esa donde hay un avanzado estado de construcción del personaje. Y a mí casi me han llegado a convencer de que lo que yo quiero aportar es secundario o es molesto”, dice.
En el caso de María Moreno, no se puede asegurar que considere su testimonio secundario o molesto, pero sí equivocado. Por un lado, encuentra menos importante el hecho de que Patricia refuta a su padre que el hecho de que, en su refutación, construye un elemento crítico a su obra, porque le aplica su propia ley en la valoración de las pruebas, reivindicando la palabra de aquellos que siempre están “amenazados de insignificancia”.
Sin embargo, y por otro lado, de lo que dice también se infiere que no es posible aplicar esa ley en este caso. Siguiendo a Piglia, lee las cartas en clave de ficción y desde ahí, por supuesto, no es posible juzgarlas según la lógica verdad/mentira.
—Queda claro en el libro que en las dos cartas Walsh no cultiva un positivismo de la prueba, por eso su colimba, como el del relato de Patricia Walsh, es un testigo de ficción, no importa que exista o no en la realidad ni podría ser considerado o no “un error”, ya que tomar literalmente una metáfora es anular las fronteras entre la escritura y el mundo. “Esa clase de actitud –escribe Philippe Mesnard– confunde lo que es ficticio, es decir lo que se aparta de la verdad, y lo enmascara con lo que es ficcional, y usa procedimientos y dispositivos que permiten hacer surgir la dimensión documental de los testimonios”.
En esa línea, sostiene que “el colimba no proviene de un referente en la realidad sino de ese otro colimba que aparece en Operación Masacre que grita: ‘No me dejen solo, hijos de puta’”, y agrega que Walsh lo pone como testigo porque precisa la voz de alguien que estaría más allá de los bandos en pugna –“de fuerzas absolutamente desiguales”, aclara–, ya que un colimba es un soldado pero no por vocación: ha sido reclutado, o sea: “Es alguien del pueblo, de esos ciudadanos comunes a los que él suele interpelar”, dice.
—Por lo tanto, el colimba no puede considerarse una falsificación, pertenece a otra economía. Lo sería si Walsh lo utilizara como utiliza los testimonios y los documentos en obras como Operación Masacre o ¿Quién mató a Rosendo? para hacer una suerte de juicio paralelo al oficial, que pone en cuestión a este y le hace emitir otro tipo de sentencia. Y en este caso, aclara al principio de la Carta a mis amigos: “El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos”.
Ahora bien, antes de embarcarse en la exégesis de las cartas –y “exégesis” es, en este caso, una palabra exacta, por las connotaciones religiosas que rezuma el Walsh mítico de la izquierda peronista–, tenía otro plan de escritura. En 2002 había ganado la Beca Guggenheim para escribir sobre la moral sexual de las organizaciones revolucionarias de los años setenta. Sin embargo, desistió del proyecto y decidió escribir sobre estas cartas de Walsh.
—¿Por qué cambiaste el plan original?
—Lo desplacé porque recogí gran cantidad de testimonios y me pareció que debía publicarlos en algún momento bajo el género “archivo”, no interrumpirlos ni utilizarlos para una hipótesis propia. Pero creo que esa investigación está presente de todos modos a lo largo de Oración, que en última instancia traza una genealogía de mujeres insurgentes, vivas y muertas, y a quienes como dice el movimiento Ni Una Menos, “mueve el deseo”.
Algunas de esas mujeres a las que reivindica son las “nueras”, cuya voz fue eclipsada por la de las Madres, en parte quizá por, como aventura Moreno en el libro, la sobreestimación del vínculo sanguíneo, y también porque la presencia de las nueras erotizaba cuerpos que debían ser espiritualizados y asépticos.
Sin embargo, en el contexto pacato de la década del 80, y frente a los reiteradamente ignorados reclamos de justicia, ¿no era necesaria una construcción de esa naturaleza?
Ante la pregunta, María Moreno sugiere que no hay que leer sus palabras de un modo tan literal y cita un pasaje de su libro, que es el que está en el recuadro. Después se refiere a las Madres.
—Es importante tener en cuenta que las primeras estrategias políticas de las Madres de Plaza de Mayo fueron no reivindicar la militancia de los hijos. Y muchas mujeres de desaparecidos, casi siempre militantes ellas mismas, no estaban de acuerdo. Además, para el canon de los derechos humanos, la pérdida del amante, del marido, del compañero era concebida como sustituible y elaborable. “Para usted no es fundamental la terapia, podrá volver a formar una pareja”, le respondió una psicóloga de derechos humanos a Noemí Ciollaro, esposa de Eduardo Marino, desaparecido en noviembre de 1977. No creo que para reclamar justicia haya que suspender en los cuerpos supliciados el hecho de que hayan amado y gozado. Pensarlo así es ceder al moralismo de la izquierda.
—En el libro elegís trabajar sobre algunas Hijas artistas que se corren de los modos habituales de abordar estos temas. ¿Qué es lo que más te interesó de ellas? En cierto modo, vos también te corrés de algunos patrones habituales, al incluir testimonios y perspectivas que suelen estar fuera de todos los debates.
—Me interesó que sin abandonar el testimonio utilizaran elementos estéticos novedosos, que no cedieran al imperativo del realismo y que transmitieran lo que podría llamarse arte de las tinieblas, como esas cartas de su madre que Albertina Carri expone en su muestra Operación Fracaso, o que usaran soportes tecnológicos actuales y las retóricas de la publicidad “baja” como la del “llame ya”, como hace Mariana Eva Pérez, la princesa montonera.
—Para Walsh, es muy importante el número, el número como figura retórica, y en un momento vos explicás que –lo resumo–, dada la falta de precisión sobre los “abatidos”, “el número justo siempre agrega”. En ese sentido, ¿creés que hoy hay un retroceso?
—“Retroceso” es una palabra escasa. Hay negacionismo. Hace poco, un funcionario habló de 8 mil desaparecidos “probados” y fue magníficamente refutado por Martín Kohan. El terrorismo de Estado siempre oculta sus delitos; por lo tanto, siempre hay que pensar que hay más víctimas que las que se comprueban. Por eso escribo esa frase. Hoy es el Estado forajido el que exige a las víctimas pruebas y evidencias y ante sus reclamos les levanta prontuarios. Sostener el método Walsh de investigación es urgente.
Sangre plebeya
La sangre es esa red precursora de la cibernética. Percibida como un mar interior, la circulación de sus ríos y meandros hizo soñar a Shakespeare mucho antes de que Claude Bernard difundiera la existencia de la hematología geográfica. Viajera inmóvil, es capaz de enlazar antiguas y modernas cartografías, dar una coartada científica a la palabra “raza”. Por la sangre, cada hombre es original y, al mismo tiempo, sus moléculas –las de la hemoglobina, las de las enzimas y las de los grupos de glóbulos– se transmiten inmutables de generación en generación. La sangre pura y elocuente
de John Donne es, sobre todo, elocuente. Un pinchazo devela al padre, descubre al asesino, pone en evidencia la mentira de un origen, revela la verdad de otro. Sus datos no son justos ni injustos. Para Josef Mengele, su elocuencia permitía decidir quiénes serían los salvados y quiénes los hundidos. Para las Abuelas de Plaza de Mayo es materia simbólica instaurada sobre el rasero biológico. En las Madres de Plaza de Mayo, en los HIJOS y en Familiares de Desaparecidos, la trama de reclamos se hizo sobre una politizada voz de la sangre. Esos lazos volvían invisibles a las que procedían de 257 otras redes sanguíneas, aunque hubieran contribuido con sus moléculas a una descendencia común, junto con aquellos que les fueron arrebatados sin que ellas pudieran encontrar la tumba ni el nombre: las mujeres de los desaparecidos. Esas voces, que Noemí Ciollaro interrogó en su libro Pájaros sin luz, se elevaban ya no para reclamar por la ausencia efectiva de alguien sino para denunciar la propia en el conjunto “derechohumanístico” –al decir de la princesa montonera–, aquel donde los emparentados con las víctimas del terrorismo de Estado elegían las palabras que designaban al familiar para nombrar al par político. “familiares”, “madres”, “hijos”, “hermanos”. ¿Ellas no encontraron en la lengua una palabra menos burguesa que “esposas”?, ¿menos asexuada que “compañeras”?, ¿menos escandalosa que “amantes”? Las mujeres de NN no estaban angelizadas por el tabú del incesto ni podían extorsionar al poder con lo que este mismo difundía como valor más alto –el amor a la propia sangre hasta el sacrificio–, sin lograr profetizar el uso que las Madres de Plaza de Mayo harían de ese valor en su revuelta de ronda semanal en lento pero constante movimiento. Si el secuestro y la desaparición levantaron el tabú sobre el cuerpo del hijo al imponer visiones de su desnudez en el tormento, esa era una de las tantas formas del horror rápidamente sustituida por otras, pero la existencia misma de las nueras erotizaba el cuerpo de aquellos a quienes se buscaba, ahora doblemente espiritualizados, por la iconografía imaginada de su suplicio –un Cristo, ese supuesto casto de toda castidad, en su cruz–.
MARIA MORENO, Fragmento de Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas (Literatura Random House, 2018)