Entre esos espacios cuya disponibilidad se ha visto fuertemente limitada, al tiempo que han pasado a ser también muy vigilados, se cuentan los baños públicos o de acceso público. Pero es probable que, cuando pensamos en espacios públicos urbanos, no se nos ocurra pensar en baños, y de hecho ahí está la clave del problema. Al tratarse de un espacio donde queremos y a menudo necesitamos estar a solas, de un modo de lo más apremiante y a veces urgente, el baño –o su ausencia– plantea todo tipo de preguntas en torno a la seguridad, la accesibilidad, el género, la sexualidad, la clase, la indigencia, la raza, y mucho más.
Como muchas otras cuestiones, ésta se me hizo visible como preocupación urbana cuando tuve a mi cargo a una bebé. Aprendí rápidamente que las grandes tiendas departamentales, con sus niveles decentes de limpieza y aprovisionamiento, eran nuestra mejor chance en casos de emergencias con el pañal y para amamantar. Estas tiendas son espacios diseñados teniendo en cuenta la comodidad de las mujeres, de modo que, aunque no siempre están pensados para acoger del mejor modo a las madres, suelen tener baños espaciosos, con muchos cubículos, accesibles por ascensor o escalera mecánica, con alguna silla donde sentarse a amamantar, una mesa donde cambiar pañales y un espacio seguro para dejar el cochecito. Si teníamos un día particularmente caótico, también podía comprar una muda de ropa para cambiarle el enterito manchado. De hecho, los grandes almacenes siguen siendo mi lugar preferido para ir al baño, tenga o no un infante conmigo; lamentablemente, este tipo de lugares están desapareciendo, y con ellos sus baños cómodos, espaciosos y accesibles.
Si no contamos el mundo razonablemente cómodo de los “paraísos de las damas”, la búsqueda de un buen lugar para ir al baño en una ciudad puede ser difícil y desmoralizante. En su libro No Place to Go, la escritora y periodista Lezlie Lowe se pregunta: “¿Por qué los baños públicos son lugares tan de mierda?”. Partiendo de sus propias experiencias con baños “públicos” cerrados, inaccesibles, sucios, peligrosos y ridículamente alejados de las calles principales y los centros de actividad urbana, Lowe reconstruye la historia de los baños públicos e investiga cómo y por qué las ciudades han hecho, o no, de ellos una prioridad. Lowe señala que durante la expansión de las ciudades en la era victoriana, se reconoció la necesidad de contar con ese tipo de establecimientos; sin embargo, para nada se tuvieron en cuenta las necesidades de mujeres, niños o personas con discapacidad. Con el tiempo, las ciudades fueron delegándolos en entidades privadas o semiprivadas: grandes almacenes, instituciones gubernamentales, cafés, etc. Pero, como todo el mundo sabe, estos espacios raramente garantizan un acceso irrestricto, sino que suelen contar con guardias de seguridad, máquinas de pago y códigos que limitan quiénes pueden entrar y qué tipo de actividades pueden tener lugar dentro. El calvario que tuvieron que enfrentar los dos clientes negros en el Starbucks empezó, parece, cuando uno pidió la llave del baño antes de hacer alguna compra. (…)
El acceso a un baño y las necesidades de higiene son, por lo demás, cuestiones hondamente atravesadas por el género. Esto en parte tiene que ver con un conjunto complejo de factores biológicos y culturales, que configuran los distintos usos del baño según las distintas partes corporales que se tengan. Para la mayoría de las mujeres, ir al baño es algo que toma más tiempo, que implica periódicamente atender también necesidades vinculadas con la menstruación, y que involucra el proceso de sacarse y volverse a poner o reacomodarse una gran parte de la vestimenta. Necesitamos más papel higiénico, algún gancho donde colgar el abrigo y la cartera, un cubículo con una puerta que cierre bien; además, solemos ser las responsables de atender las necesidades higiénicas de los bebés y los niños, de ayudar a miembros mayores de la familia o a personas con discapacidades. Aun así, como observa Lowe, la mayoría de los baños públicos no reconocen estas necesidades, ni se preocupan en lo más mínimo por satisfacerlas.
Parte del problema se remonta al hecho de que la mayoría de los arquitectos y urbanistas han sido hombres que no le dedicaron mucho tiempo a considerar lo que las mujeres podrían querer o necesitar en un baño. (…)
En todo el mundo las mujeres se han movilizado para reivindicar el derecho de un acceso igualitario a baños adecuados. Hay mujeres, como Clara Greed y Susan Cunningham en el Reino Unido, o Joan Kuyek en Canadá, que han llegado a ser conocidas como las “damas del baño”, en reconocimiento de su militancia y su esfuerzo para que este derecho ingrese en las agendas de gobiernos, urbanistas, constructoras y estudios de arquitectura. En los asentamientos de Nueva Delhi, hay líderes comunitarias que luchan para que la salubridad pase a ser una prioridad local, denunciando que las mujeres tienen que hacer filas de al menos veinte minutos cada vez que quieren usar las únicas instalaciones disponibles: los baños públicos. (…)
Los peligros, la exclusión y la violencia que con frecuencia deben enfrentar si quieren hacer uso de las instalaciones en sus espacios de trabajo o de estudio, o en edificios públicos, han empujado a las personas trans a la vanguardia del activismo en estos temas. Lowe escribe que si acaso puede decirse que algo como una “revolución” esté sucediendo en los baños públicos, “es la que lleva adelante la comunidad transgénero”. Así como el activismo de la discapacidad logró introducir cambios en la forma física de los baños, de modo que ahora es obligatorio incluir cubículos, lavabos y entradas accesibles en todo nuevo edificio que se construye, hoy las personas trans están al frente de la lucha por lo que probablemente sea el próximo gran cambio en materia de acceso a baños: la abolición parcial de la segregación por géneros y el aumento de los baños individuales y sin género, o para todos los géneros.
*Autora de Ciudad feminista, ediciones Godot (fragmento).