Cuando en agosto de 2019 daba una de mis habituales conferencias a inversores en el mundo –en aquella oportunidad, en Nueva York, en un elegante piso de la calle Park Avenue en el corazón del Midtown–, después de brindar mi análisis y perspectivas para América Latina un inversor me preguntó, en un inglés que dejaba escapar un acento mexicano: “¿Ustedes los argentinos tienen algo en su ADN que los hace incumplidores seriales?”.
Difícilmente se me note cuando una pregunta me incomoda, pero esta me generó varias sensaciones encontradas: bronca, decepción y una búsqueda instintiva de respuestas. Mi reacción instantánea fue negarle a mi interlocutor cualquier problema genético que explicase las dificultades de nuestro país, y después describí las circunstancias que habían llevado a la recesión, la caída del empleo y el aumento de la pobreza de los últimos años.
Al salir del encuentro me quedé pensando no solo en las causas que nos habían conducido a ese estado de cosas, sino también en los cursos de acción posibles para toda la sociedad argentina. Y apenas llegué a Buenos Aires comencé a idear con mi equipo, en forma oral y escrita, el modo de evitar en el futuro la sucesión de errores en los que habíamos incurrido.
Así comenzó a gestarse este libro, que profundiza no solo en el modo de evitar las crisis recurrentes que minan la confianza interna y externa, sino también en cómo estabilizar nuestra economía, reducir la inflación y la pobreza, y plantear un sendero de crecimiento sostenido (…).
Vivimos en un mundo que nos propone nuevos desafíos generados tras la crisis sanitaria, pero un adecuado análisis nos permitirá detectar también las oportunidades. En efecto, estamos en presencia de un cambio de paradigma que no es sencillo de aprehender. Los economistas profesionales crecimos bajo la enseñanza de la relación inversa entre la inflación y el desempleo. El pensamiento tradicional muestra que, a mayor desempleo, el salario se abarata y la presión sobre los precios se reduce. Por el contrario, el pleno empleo conlleva un uso intensivo de la mano de obra, incrementando su precio, y de esta forma impulsa la inflación. Sin embargo, el avance tecnológico aplicado a la producción ha destruido este paradigma. Muchas máquinas han reemplazado la mano de obra sin causar mayor desempleo.
Han surgido nuevas formas de trabajar, algunas calificadas y otras que solo requieren dedicación y esfuerzo personal. Así, tenemos áreas como la biotecnología, que aplicada al agro y a la ganadería ha generado nuevas labores, o la informática en sus distintas facetas, impulsada por las industrias intensivas en conocimiento, o el sector servicios, que, con ejemplos como el delivery de productos, convoca a trabajadores sin especialización, como lo hemos visto de manera muy gráfica en las calles de nuestras ciudades. Esto impone el deber de repensar nuestros países en términos educativos, mediante incentivos hacia las nuevas profesiones y también a quienes están en los albores de su experiencia laboral.
El resultado de la instrumentación de las políticas durante la pandemia ha sido una inyección de fondos abundante que reduce la tasa de interés en las economías desarrolladas. Vivimos entonces en un contexto de baja tasa de interés, pleno empleo y limitada inflación. Todo esto impulsa a buscar nuevas oportunidades de inversión en las naciones emergentes. Aquellos que muestren fundamentos sólidos y sectores dinámicos serán capaces de captar capitales para crecer y desarrollarse. Solo hay que saber leer estas megatendencias para traducirlas en oportunidades concretas para nuestros países, nuestras empresas y también para nosotros mismos.
De eso hablan las páginas de este libro, de generar un plan de acción tras esta crisis. Argentina primero, con un horizonte que plantee objetivos asequibles a diez años vista. Esta es nuestra contribución. No se trata de presentar aquí la solución a nuestra problemática, pero sí de realizar un aporte para que repensemos el futuro en términos de desarrollo económico, social y humano. Un programa orientado hacia un destino común, con metas que nos sirvan para balizar nuestro camino y marcar nuestros pasos diarios.
Y para dejar atrás nuestra insoportable costumbre de improvisar.
Pensar fuera de la caja de herramientas tradicionales
En las últimas décadas, la Argentina ha oscilado pendularmente entre dos modelos de desarrollo, cuyos resultados han sido desalentadores. En ciertos períodos nuestro país decidió insertarse en el mundo aceptando los precios de productos que rigen en él, abriendo sus mercados financieros, y alentando el libre movimiento de capitales y la integración a los mercados internacionales. En aquellas oportunidades, el crecimiento se asoció a una expansión de los sectores en los que la Argentina cuenta con ventajas comparadas, tales como la agricultura. Este tipo de modelo fracasó sucesivamente en medio de recesiones, junto a niveles de desempleo y pobreza cada vez más profundos.
En otras etapas, optó por divorciar los precios de productos domésticos de los internacionales, sobrevaluar el peso de manera artificial junto con retenciones a las exportaciones, en tanto que el sistema financiero se aisló de los mercados globales. En esos períodos se favoreció la expansión de las actividades mercado-internistas por sobre el agro y los servicios globales. Este tipo de enfoque “hizo agua” en medio de una creciente inflación.
En las dos clases de modelo, los problemas estructurales se acentuaron con políticas fiscales permisivas e irresponsables. En el caso del modelo de inserción al mundo, el país se financió emitiendo deuda, con niveles crecientes de tasas de interés que agudizaron las recesiones. Mientras que, en el otro modelo, la financiación se hizo con emisión monetaria, que obligó a incrementar de manera sostenida el tipo de cambio nominal, generando saltos inflacionarios. En cualquier caso, los desbalances de cuenta corriente tuvieron un lugar preponderante en ambos modelos. Este péndulo desalentador de nuestra economía se dio con gobiernos de distintos colores partidarios y en contextos internacionales bien diferentes. Por tanto, sintetizan dificultades estructurales complejas que solo pueden ir enfrentándose de manera sistemática y realista a través de políticas públicas y acuerdos empresariales y sindicales consistentes. Esto exige lograr consensos básicos no solo entre la dirigencia política, sino también en el conjunto de la sociedad. Los lineamientos orientados a avanzar en un plan de desarrollo que aquí se presentan se enmarcan en este enfoque conceptual.
Tras un programa de emergencia que tiene como resultado una fuerte expansión monetaria y fiscal, el punto de partida debe ser un programa de “empalme”, que tenga como objetivo estabilizar toda la política económica. Esto se alcanzará a través de la convergencia hacia un mismo objetivo en la política fiscal, monetaria y de ingresos, que deberán mostrar un sendero decreciente, simultáneo y compatible entre sí, balizando el camino y permitiendo “anclar” las expectativas de la población. La coordinación es esencial, ya que este esquema debe involucrar a todas las áreas competentes del Estado. De esta forma, el compromiso es efectivo por parte de todos. A esto debe sumársele un mecanismo de rendición de cuentas que permita evaluar y corregir desvíos. Una vez generado este esquema de trabajo, será necesario comprometer a todo el sector privado hacia la misma nominalidad, en particular en términos de precios y salarios.
Para poner en marcha un programa de esta naturaleza es clave invertir, innovar y exportar. Es hora de hablar de soluciones a través del impulso de las principales variables de la economía: deben expandirse el consumo, las exportaciones y la inversión, todo en conjunto y en forma sincrónica.
A fin de lograr estos objetivos múltiples, será necesario trabajar en herramientas no convencionales: una modernización tributaria que simplifique y reduzca la presión impositiva sobre las familias y las empresas, una reingeniería y desburocratización del sector público con la incorporación de inteligencia artificial para cambiar los procesos de gestión, junto a una revolución exportadora que proyecte nuestra producción hacia el mundo. En particular, debe generarse una verdadera cultura de proyección hacia otros países que nos permita generar dólares genuinos. Será necesario encarar una política muy práctica, país por país, producto por producto, mercado por mercado. Asimismo, este programa debe trabajar en acciones y políticas para atraer inversiones generando incentivos fiscales y crediticios que permitan iniciar un proceso de innovación liderado por la investigación y el desarrollo de nuevos productos.
Llevar adelante estas iniciativas requerirá apoyos mayoritarios de un amplio espectro político que muestre que este es un proyecto del país y no de una facción en particular.
Asimismo, se deberá pasar de un programa de emergencia con el Fondo Monetario Internacional a uno nuevo con un horizonte que privilegie el equilibrio presupuestario, pero con la creatividad para generar estímulos que impulsen un desarrollo armónico y sustentable.
La economía argentina puede volver a crecer de manera sustentable y consistente, a tasas estables, sin sobresaltos. Lograr un incremento sostenido de nuestra producción por encima del 3% anual permitiría aumentar el ingreso por habitante en alrededor del 2% al año. Como consecuencia de ello, la meta de crecimiento sostenido para la economía que incorpora el presente programa se encuentra en estos niveles. En base a esa meta, y en función de un modelo de tres brechas (ahorro/inversión, externa y fiscal), proyectamos que para alcanzar un sendero de crecimiento sostenido se requiere que la inversión crezca cuatro puntos porcentuales por encima del promedio observado en lo que va de esta década, las exportaciones en 17% de la producción (tres puntos porcentuales por arriba de dicho período) y la inversión pública dos puntos porcentuales más que el promedio de 2011-2018.
Lograr este desempeño requiere contar con un esquema productivo acorde. Se trata de generar un sistema en el que los sectores agrícolas, industriales, energéticos y de servicios sean cada vez más complejos, creativos, y operen de manera competitiva e integrada al mundo. Ello requiere:
◆ incrementar la inversión (nacional y extranjera) en bienes y servicios que se vendan en el exterior y en infraestructura;
◆ alentar conductas empresariales innovadoras;
◆ propiciar una creciente interacción entre la economía del conocimiento y las actividades económicas tradicionales.
Con respecto a la inversión, nuestro país debe ampliar sus capacidades empresariales de la mano de la recuperación de la inversión productiva, nacional y extranjera. Así, y más allá de lo expresado anteriormente sobre aumentar la tasa de inversión, en lo que hace a la inversión extranjera directa (IED), si en los años 90 el país se ubicaba como tercer destino en importancia como receptor de capitales extranjeros en América Latina, desde el nuevo siglo la Argentina aparece como quinto en ese ranking. De este modo, recuperar la participación en los flujos de inversiones externas que ingresan a la región implicaría pasar de los actuales 12 mil millones de dólares a unos 25 mil millones. Más allá de la importancia de la inversión en sectores exportables, incrementar en cantidad y calidad la inversión en infraestructura, a efectos de ir cerrando la brecha (y reduciendo los sobrecostos que afectan a la producción derivados de la ineficiencia en este terreno), y perfeccionar el desempeño logístico son parte de la agenda de mejora de la competitividad. Será de fundamental importancia alcanzar un consenso para situar el gasto en infraestructura en el orden del 5% del total de la producción (fue 5,6% en los años 90, para caer al 2,1% entre 2008 y 2015 y ubicarse en 2,5% en 2017).
Por otra parte, la dinámica de crecimiento sostenido deberá estar acompañada de un mayor compromiso de la sociedad para con la innovación, elemento diferenciador de los países que han logrado transitar con éxito el camino del desarrollo. Los actuales niveles de inversión en investigación y desarrollo (I+D), que involucra toda acción abocada a incrementar la productividad y a crear nuevos productos más eficientes, son muy bajos en la comparación internacional, y la mayor parte de estos –escasos– esfuerzos son realizados por el sector público. Por ende, resulta necesario invertir más en I+D, y que el sector privado participe en mayor medida de este esfuerzo.
De este modo, para promover esta inversión debe contarse con políticas claras y estímulos al sector privado sostenidos en el tiempo. La brecha tecnológica respecto de otros países no solo nos lleva a dificultades para competir con nuestros productos en el mundo, sino que limita nuestro potencial. Más aún, esta distancia se amplía año a año, por lo que se hace preciso fomentar el desarrollo de actividades de alto valor agregado con potencial, a la vez que es clave desarrollar y modernizar las instituciones que conectan la investigación con el sector privado.
En función de ello, se promueven acciones específicas para avanzar en estos objetivos. Del lado público, se prevé establecer una regla de inversión estatal en I+D de carácter procíclico, que habilite un incremento continuo de 0,05% de la producción total en los años de crecimiento mayor o igual al 3%, durante quince años. Para fortalecer o impulsar la inversión privada se prevé la desgravación parcial del impuesto a las ganancias de los montos que las empresas destinen a ello, cuando estos representen más del 5% de la facturación total.
En materia de inserción internacional, nos caracterizamos por bajos niveles de importaciones y exportaciones comparados con la producción total, ubicándonos entre las economías más cerradas del mundo. Si bien a lo largo de las últimas décadas el negocio exportador comenzó a presentarse como una actividad estratégica de un creciente número de empresas, la performance observada por las ventas de nuestro país al mundo registra escaso dinamismo, aun en comparación con otras economías de América Latina.
Desde el punto de vista de la política exportadora, es necesario ejecutar tres medidas prioritarias: la revisión del arancel externo (ajustando la protección que efectivamente recae sobre un producto para desarrollar más y mejores bienes); el mejoramiento de los instrumentos financieros para el sector (mediante una agencia de seguro de crédito a la exportación, orientada a las necesidades de las empresas exportadoras de bienes y servicios); la rebaja de costos y la simplificación normativa para reducir costos operativos.
En forma complementaria a estas medidas se propone, entre otras acciones, la focalización de las negociaciones internacionales y las acciones de promoción comercial: con América Latina (para abrir mercados en manufacturas y alimentos); con Asia y África para alimentos (enfatizando normas técnicas y sanitarias, registros, estándares); la creación de un fondo para el desarrollo de mercados y difusión de marcas y diseño; el impulso al desarrollo de cadenas de valor exportadoras en base a recursos naturales, servicios basados en el conocimiento y productos industriales.
En simultáneo, es precisa una modernización tributaria que simplifique y reduzca la presión impositiva sobre las familias y las empresas, y una reingeniería del gasto público con la incorporación de tecnologías de la información para mejorar y transparentar la gestión. Así, surge la necesidad de contar con bienes públicos de mucha mayor calidad que los actuales y garantizar un financiamiento equitativo por parte de la sociedad. Además, es necesario reducir la evasión y la elusión fiscal y avanzar hacia una estructura tributaria más justa y menos distorsiva, que traccione la inversión y la generación de empleo en el sector privado.
Para ello, nuestro enfoque busca promover la creación de regímenes laborales especiales en los sectores mayormente informales, tales como indumentaria y juguetes, entre otros, y una reducción importante de los impuestos distorsivos (en particular, Ingresos Brutos y Cheque) y su reemplazo por impuestos de mayor “calidad”.
La inflación puede vencerse. Nuestro país ha batido muchos récords. En materia de inflación, nadie nos gana. Más aún, al analizar en particular los países de nuestra región sin distinción del perfil de sus gobiernos, estos tienen hoy un dígito en el incremento del nivel general de precios (3,5% es el promedio de inflación de Latinoamérica excluyendo Venezuela y Argentina). Nuestro país probó toda clase de instrumentos: tipo de cambio fijo, flotante, control de la cantidad de dinero, controles de precios, déficit cero, ley de responsabilidad fiscal, por solo mencionar algunos, y ninguno dio resultado. Lo único que hasta ahora no se hizo fue establecer un programa de convergencia de todas las variables macroeconómicas dentro de un plan de estabilización y crecimiento. Para problemas complejos y multicausales, como la inflación argentina, deben implementarse soluciones que involucren una diversidad de instrumentos de política económica que apunten en un mismo sentido.
En todos estos años hemos caído en soluciones “mágicas”. El gobierno anterior descansó en un esquema de metas de inflación que, mediante la fijación de una tasa de interés elevada (real positiva), el Banco Central “anclara” las expectativas de precios del sector privado. Este enfoque no tuvo en cuenta la realidad de nuestro país: tenemos una economía en transición que aún presenta muchas distorsiones de precios relativos. En efecto, la tasa de interés es un instrumento muy débil para impactar en la reducción del ritmo de la tasa de inflación. El canal de comunicación del Banco Central con la economía real es el crédito y representa solo el 10% de nuestra economía. En consecuencia, este enfoque implicó una tasa de interés muy elevada, que derivó en el ingreso de capitales cortoplacistas, apreciando nuestra moneda.
En definitiva, el resultado fue un marcado atraso cambiario, que determinó la génesis de la devaluación de 2018-2019. Así, se pagaron los errores de haber permitido el ingreso de capitales de corto plazo, el haber impulsado que los tenedores del exterior cambiaran rápidamente sus carteras, generando un exceso de demanda y una fuerte devaluación en nuestra moneda.
Asimismo, frente a ese contexto tuvimos una crisis cambiaria mal manejada. En efecto, en esa última etapa se tuvo una política confusa, con un Banco Central que ensayó políticas timoratas, incentivando a los ahorristas a “pulsearlo”. Las crisis cambiarias se resuelven con determinación y capacidad de sorpresa, de forma que el mercado sienta que puede perder. Así, la devaluación de más del 100% tuvo su correlato en los precios, en particular en alimentos y manufacturas industriales, donde el impacto fue de hasta el 50%.
Los shocks inflacionarios en nuestro país estuvieron asociados a saltos del tipo de cambio. Nuestra experiencia demuestra que bajar o subir la tasa de interés resulta insuficiente. En este sentido, es fundamental proveer de mecanismos que permitan manejar estos sucesos. Allí, uno de los elementos claves es la acumulación de reservas internacionales, el arma principal para estabilizar la demanda de dólares, que puede ser producto de fenómenos externos o internos, siempre difíciles de predecir. En relación con los primeros, el mundo tras la pandemia es financieramente más inestable. Las carteras de los fondos de inversión viran rápidamente hacia activos de países más seguros y afectan en mayor medida a los países en vías de desarrollo, que dependen del precio de materias primas, usualmente golpeados durante este tipo de sucesos.
En retrospectiva, uno de los pilares para hacer frente a la crisis global de 2009 fue el aumento de las reservas internacionales, acordando incluso un intercambio de monedas con China en marzo de ese año para aumentar el poder de fuego del Central frente a ataques especulativos contra el peso. Además, utilizamos una política de tipo de cambio administrado, interviniendo en el mercado de divisas para estabilizarlo. En aquel momento, vivimos un descenso de los depósitos del sector privado y la salida de capitales tuvo una virulencia sin precedentes.
De esta experiencia singular, en la cual la autoridad monetaria logró evitar un colapso cambiario y financiero, se desprenden algunas reflexiones que son de utilidad para afrontar nuevos vientos adversos. En primer lugar, que deben tomarse acciones fuertes para romper con las expectativas de devaluación y restablecer la confianza. En segundo lugar, que los instrumentos a utilizar deben proveer liquidez de forma simple y transparente para transmitir fácilmente el mensaje y ser más efectivo. Tercero, deben evitarse cuestiones burocráticas que impidan una acción certera del BCRA.
Por su parte, en Argentina también hay lugar para impactos sobre el tipo de cambio por factores internos. Nuestro país posee un mercado de crédito pequeño, con limitado acceso a instrumentos que permitan a las empresas y personas cubrirse de saltos cambiarios y, por nuestro propio historial, ahorramos en moneda extranjera. Además, el 80% de nuestra deuda se encuentra en moneda extranjera, por lo que la relación entre reservas internacionales, que muestran capacidad de pago, y las crisis de deuda van de la mano. Ahora bien, para que el atesoramiento de divisas por parte del Banco Central sea útil para preservar el valor del tipo de cambio y que ello no se traduzca en los precios, es fundamental que la política fiscal también esté alineada con un sendero sostenible donde el gasto no supere a los recursos. Por más poder de fuego que posea la entidad monetaria, si la percepción es que nuestro país precisa de mayores préstamos y no puede financiar al Estado mediante otro mecanismo que no sea la emisión, cualquier arma será insuficiente.
Por último, la solidez del Banco Central expande el universo de herramientas disponibles. A mediano plazo, debemos tender hacia un esquema donde la entidad monetaria sea una garantía de estabilidad macroeconómica. Asimismo, establecer reglas de comportamiento fiscal reducirá el efecto del péndulo de la política sobre la economía.
Pero no solo una entidad monetaria fuerte y creíble permite una política antiinflacionaria consistente. En países emergentes con características semejantes al nuestro, este desafío se encaró en forma conjunta por todas las áreas de la política económica. Aquí, el elemento principal es la convergencia hacia un mismo objetivo en las políticas de gasto público, recaudación, salarial y de ingresos, junto a la monetaria y la cambiaria, para dar una orientación certera al sendero de precios. Así, estas variables deben crecer en niveles que sean compatibles entre sí, ampliando el horizonte en la toma de decisiones del sector privado, mediante un “sistema de balizas” que permita parametrizar las expectativas. En el quinquenio 2020-2025 estas variables deberán mostrar una nominalidad decreciente y simultánea para llegar a una inflación de un dígito promediando la década.
La solución operativa pasa por establecer una ley de estabilidad macroeconómica, que institucionalice un objetivo anual de todo el gobierno a través de los ministerios de Economía, Trabajo, Energía, Transporte e Infraestructura y el Banco Central, bajo la coordinación de la Jefatura de Gabinete de Ministros. Sus representantes serán los responsables de fijar un objetivo de tasa de inflación común.
Cada ministerio deberá informar trimestralmente acerca del cumplimiento de lo establecido y, si existieran desvíos, estos tendrán que plantear a la Comisión de Presupuesto y de Finanzas del Congreso Nacional las correcciones necesarias. De esta forma, el compromiso es efectivo por parte de todo el gobierno y, junto a un mecanismo legislativo de rendición de cuentas, permite llevar la credibilidad de las metas y su permanencia en el tiempo.
La Argentina debe enfrentar este mal sin atajos. Solo con un programa que brinde predictibilidad a las principales variables económicas lograremos salir de esta falta de horizonte que nos brinda una inflación crónica.
☛ Título Argentina primero
☛ Autor Martín Redrado
☛ Editorial Sudamericana
Datos sobre el autor
MBA de la Universidad de Harvard, Martín Redrado es director de Fundación Capital, entidad dedicada a la investigación económica y al diseño de políticas públicas
Ha sido Senior Economic Advisor del Banco Mundial, miembro del tribunal de solución de controversias de la OMC, presidente del Banco Central, secretario de Comercio y Relaciones Económicas Internacionales y presidente de la Comisión Nacional de Valores de la República Argentina.