Quiero dedicar este día, tan importante de mi vida, a una mujer bonaerense. Nunca estuvo en la tapa de ningún diario, nunca estuvo en televisión… no terminó el primario pero fue la mujer más sabía que conocí. Logró que sus tres hijos terminaran el secundario. Y el día que me entregaron el diploma universitario se sintió orgullosa de tener una primera nieta en la familia que llegara a la universidad… A ella, que me enseñó los valores más importantes de mi vida, que hoy no puede estar acá conmigo presente porque ya no la tengo, a ella, a Corina Zichichi, le quiero dedicar este día”.
9.43 am. La Plata. 10 de diciembre de 2015. Asunción de María Eugenia Vidal como gobernadora de la provincia de Buenos Aires.
Cora, la educadora de la vida cotidiana
Fue papá y mamá a la vez. Fue la compañera de todas las tardes, desde las novelas a los deberes escolares. El árbol gen\ealógico indica que Cora, Corina, fue la abuela materna de María Eugenia Vidal. Pero, en los papeles, fue el gran sostén emocional que tuvo ella, al igual que su hermano Nicolás, cuando eran muy pequeños.
Mamá Norma trabajaba en el de-saparecido Banco Mayo desde la mañana y no volvía al departamento antes de las 18; papá José Luis, entre las guardias y sus trabajos fijos como médico, a veces pasaba días enteros fuera de su hogar.
Al cuidar a los nietos, Cora se terminó haciendo cargo del manejo de la casa. Primero, vivió algunos años en la casa de su hija, luego se fue a vivir a Mataderos y, religiosamente, todos los días viajaba hasta Flores para cuidarlos.
Casada con José Cascallares, empleado del Banco Hipotecario, tenía un departamento frente al cine del Plata, sobre la Avenida Alberdi. Cine al que, ya más grande, la joven Vidal concurría asiduamente, con sus primos, a ver películas en continuado. Todo un plan.
“Cora era lo más”, sonríe Vidal. Tomaba el colectivo de la línea 180 ida y vuelta todos los días de la semana. Llegaba por la mañana, cerca de las nueve. Generalmente, cantaba y estaba de
buen humor. Organizaba las tareas del hogar, junto a Susana, la empleada que colaboraba con la familia bajo las órdenes de Corina y de mamá Norma. No se iba antes de las seis. En no pocas ocasiones, se ponía a limpiar a la par de la empleada, realizaba las compras de la casa e iba a la tintorería. En otras, aprovechaba para jugar con sus nietos. Una constante: llevaba a los nietos a la plaza Misericordia, a pasos del colegio de Mariú.
Con el hermano Nicolás solía jugar al truco. Y jugaba fuerte. “Era una gran mentirosa”, bromean aún en la familia. Para él también fue todo un símbolo de su vida. A Mariú no le gustaban tanto las cartas, a pesar de que muchas veces se jugaba en familia.
Cuando Soledad iba a jugar a la casa, Cora les preparaba el té. Como si fuera una costumbre inglesa, a media tarde, el té era sagrado. Iba acompañado con galletitas Boca de dama y las Rococó. Meriendas ochentosas.
A diferencias de otras, eran ideales para mojar en la infusión, casi a modo de juego.
También le inculcó el mate a su nieta, siempre acompañada. El mate sola la aburría. Cuando la veía estudiando, Cora ponía la pava automáticamente. Un ritual que se extendió durante la secundaria, y más aún, en los años de universidad, cuando pasaba horas sentada en una silla o dando vueltas alrededor de la mesa. En otros casos, el mate aparecía cuando preparaba resúmenes o repasaba para un examen determinado.
A pesar de los deseos de papá José Luis, la TV se prendía a media tarde, a la hora de las novelas. Por esos años Mariú y su abuela compartían los culebrones de Luisa Kuliok o de Grecia Colmenares. Incluso, el uso de la TV generaba peleas con su hermano. Como ella era más aplicada, Nicolás solía quedar relegado de la pantalla chica hasta que no terminaba su tarea. Reclamaba su parte: ver dibujitos animados.
Corina rara vez retaba y prácticamente no elevaba su voz. Sólo podía enojarse si veía a alguien tirando comida al tacho de basura. Una marca de época. Tampoco le gustaba cuando Nicolás le decía “vieja”, a modo de broma adolescente.
Alegre y muy charlatana, era de hablar con todo el mundo, desde un empleado de comercio a los vecinos. Sabía sus historias y las repetías a otros. Polvorita, eléctrica, risueña.
Era estricta con los horarios y con las obligaciones. Y tenía un carácter fuerte. “A mí no me manda nadie”, manifestaba cuando querían organizarle la vida. Era brava.
Se ocupaba de manera directa de sus nietos. La pregunta “¿hiciste la tarea?” no era una muletilla pero sí su gatillo discursivo. “Yo no tuve la posibilidad”, enfatizaba cuando se quejaban. No había podido terminar la escuela primaria y, los años que fue, iba a caballo.
Sin embargo, no sólo tenía buena letra (a diferencia de su nieta) sino que se sentaba, por la tarde, junto a ella para hacer los deberes. Vidal no tiene dudas de que su amor por los libros y la educación fueron producto de su influencia.
En otros casos, les daba los gustos. Al hermano Nicolás le costaba comer bien. La abuela le cortaba el churrasco a la plancha o le hacía banana pisada. La pequeña Mariú lo burlaba y lo acusaba de consentido.
A veces, dejaba preparada la comida para la noche y dedicaba el fin de semana a sus otros nietos. Era una ayuda vital para los padres de María Eugenia, mientras intentaban ahorrar dinero para comprar una casa propia.
Una de las cuestiones que la preocupaba de su nieta eran sus distracciones. Ya desde muy pequeña (y desarrollado con los años), podía pasar cerca de alguien sin darse cuenta quién era o se concentraba en algún tema y olvidaba otros.
En aquellos tiempos, la pequeña Vidal medía unos 15 centímetros más que su mejor amiga pero a Cora siempre le daba temor su despiste. Un olvido, un pensamiento que la perdía entre las nubes. Antes de ir al videoclub, se interponía entre la puerta de salida del departamento y la vereda, y en no pocas ocasiones le pedía ayuda a la mejor amiga.
Soledad, te pido por favor, ¿podés cuidarla al cruzar la calle porque es muy distraída?
Pero Cora, ¿te parece que yo la puedo cuidar?
Es muy distraída, vos cuidala al cruzar…
Soledad asentía, sin estar muy convencida.
La casa de los Vidal fue de las primeras del barrio en tener una de las codiciadas videocaseteras. Junto a Soledad, se organizaban para ir al videoclub y alquilar películas. Pasaron horas viendo toda la saga de películas emblemáticas, como Volver al futuro. El videoclub del barrio estaba ubicado a pocos metros, en Malvinas Argentinas y Pedro Goyena, con lo cual iban solas a elegir qué ver esa tarde.
“Era un ser con luz, amaba a sus hijos, a sus nietos y, aunque ella lo negaba tajantemente, tenía una nieta preferida y era Mariú”, confían en la familia. Vidal asegura que no.
El parecido entre abuela y nieta, revelan los más cercanos, es preciso. La hipergestualidad de la risa, la tenacidad y el buen humor. Sin embargo la marca indeleble son las frases que cotidianamente Vidal repite ante sus funcionarios, amigos y desconocidos. Son sus propios lemas. Los designios de la abuela.
“Hay que ser y parecer”.
“Si te esforzás, vas a lograrlo”.
“Todos recibimos lo que damos”.
La historia familiar
Cora. Corina. La abuela Zichichi se crió en la localidad bonaerense de General Pinto, en una casa muy pobre. Nació el 28 de julio de 1921 a 355 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, en una zona eminentemente rural con grandes extensiones de latifundios.
Argentina era “el granero del mundo” en esos tiempos, aún no se había avecinado la crisis del 29, que obligó a las economías a cerrarse y al país a comenzar a generar un inminente proceso de sustitución de importaciones. Era una Argentina rural y los inmigrantes solían dedicarse al campo.
Don Pedro Zichichi no fue la excepción. En años de la Primera Guerra Mundial, el bisabuelo de María Eugenia llegó con su mejor amigo desde la mítica Sicilia. Aún siquiera existía la figura de El Padrino. Marlon Brando ni siquiera había nacido.
Desde Erice, provincia de Trapani, Pedro desembarcó en Argentina como todo inmigrante por aquellos años: expulsado por las hambrunas, las persecuciones y el caos social de Europa. Curioso: los dos amigos se casaron con dos hermanas, Elisa (la bisabuela de Mariú) y María. Dos amigos. Dos hermanas. Novelas no ficcionadas de la década del 20. Don Pedro y doña Elisa tuvieron nueve hijos. Otra novela más.
La familia se mudó a Lincoln, relativamente cerca de allí, en el noroeste de la provincia. Era un gran paso, no sólo porque se trataba de una ciudad mucho más grande sino porque se destacaba, también, por la agroindustria y el trabajo rural. Cora pasó su infancia y su adolescencia, entre los carnavales y una habitación compartida con sus hermanos. En las décadas del 30 y el 40 el interior había comenzado a poblarse de inmigrantes, en especial, españoles e italianos, como los Zichichi.
Como había poco dinero para que los nueve hermanos estudien, la familia optó por los dos varones más chicos para que terminen sus estudios. Corina se quedó a mitad de camino y apenas pudo completar algunos años del primario. “No sabés lo que hubiera dado por terminar de estudiar, valorá la posibilidad de aprender”, respondía cuando sus nietos se negaban a hacer la tarea. A pesar de ello, ayudó a su nieta a hacer las cuentas de matemática de la primaria ya avanzada.
En Lincoln conoció a José Cascallares, quien había llegado desde La Cautiva, un pequeño pueblo de Córdoba, en el departamento de Río Cuarto, con menos de mil habitantes. El era panadero y ella trabajaba en la casa del médico del pueblo.
Ya había colaborado con su padre en el campo, donde alimentó gallinas. El campo no le gustaba mucho: implicaba un pasado de dolor. Por ello tampoco solía ahondar mucho en su infancia. Hablaba de mucha pobreza pero no daba grandes detalles.
En 1945, con la migración interna y el advenimiento del peronismo al poder, la familia Zichichi llegó a la Ciudad de Buenos Aires. Aún no había nacido la primera de sus tres hijos: la tía Marta.
La llegada masiva de poblaciones desde el interior hacia el centro fue un proceso clave para la base de poder que construyó Juan Domingo Perón. La familia, que no tenía filiación política, decidió moverse para la Capital Federal.
Tras trabajar como mozo, el abuelo José logró ingresar al Banco Hipotecario, administrador por esos años de los barrios que había construido el peronismo, y lo nombraron portero de uno de los edificios, en Curapaligüe y en la alegórica Avenida del Trabajo, en Flores. Siempre Flores. Allí nació mamá Norma y, luego, Carlos. Mariú no llegó a conocer al abuelo José: falleció antes de que ella nazca, en 1973.
Corina solía ayudar a su marido con trabajos domésticos de todo tipo: envolvió caramelos para una fábrica, cosió a mano mocasines, pegó etiquetas en muestrarios de telas, planchó camisas en casas particulares y también para una fábrica. Y además niñera, pero de sus tres hijos. No ganaba mucho dinero con su trabajo, pero solía agradecer tenerlo.
Ayudaba económicamente a sus hermanos, a quienes fue trayendo, uno a uno, a vivir a la Ciudad, para darles una mejor calidad de vida. Les llevaba comida que compraba, en cantidades, en un mercado cercano a su edificio, donde solía ir una vez por mes. Le gustaba tener los estantes llenos de comida. Una reminiscencia de su pasado.
Entre sus hobbies, tejer (que además le había rendido frutos económicos) y cocinar, un placer que se daba a diario. Los domingos, casi sin excepción, se reunía a tomar mate con tortas fritas y pastelitos caseros. Los cocinaba ella, claro. Siempre en familia.
La partida de Cora
El recuerdo de la abuela sigue resonando en la mente de los Vidal. Su vida se apagó a los 85 años cuando estaban por operarla por un cáncer de colon. Estaba lúcida aún pero la enfermedad la complicó.
Ese día Nicolás tenía que rendir un examen en el profesorado de educación física pero el titular de la cátedra no pudo llegar y pudo irse temprano. Casualidades místicas: llegó justo al sanatorio para verla antes de la operación. A papá José Luis lo habían dejado pasar a la sala, como médico. Nada se pudo hacer. Toda la familia estaba con ella, afuera. El clan Vidal-Cascallares completo. Cuñadas, sobrinos, sus tres hijos, yernos, nueras y, por supuesto, sus nietos.
Para María Eugenia fue un golpe fuerte. Muy fuerte. Lloró como pocas veces en su vida y muchos de sus familiares tienen grabada su cara descentrada, irreconocible. Quebrada. No volvió al nicho, no es el lugar donde eligió recordarla. No se consuela con visitarla allí. Es una ausencia que la va a acompañar de por vida.
Ahora su camino debía iluminarlo ella misma. Y su gran oportunidad llegó, cinco años después de que vio partir a su faro personal.