DOMINGO
Caso de estudiantes chilenos

Cuestión de tiempo

11-10-2020-Perfil logo
. | CEDOC PERFIL

En 2019, los alumnos de Arquitectura de la Universidad de Chile protestaron por algo nuevo: reclamaron estar cansados.

La cuestión parecía desfachatada, pero abrió el debate respecto de la carga académica y la salud mental de los estudiantes. Parte de la discusión se fijó en las diferencias generacionales, de un lado apareció el reclamo que estereotipa a los millennials (técnicamente, los alumnos son centennials) de flojos y sensibles, y entre ellos se reprodujo el cliché de acusar a los mayores de esclavos de una moral de trabajo alienante.

Ni flojos los chicos ni tontos los grandes. Situar el conflicto como un problema generacional impide ver que hay una queja transversal: no hay tiempo. La presión de no tener tiempo cruza edades y ocupaciones. Lo que revelan los estudiantes que protestan es que el tiempo tiene una dimensión política. Politizar el tiempo es sospechar que esa condición que parece estable y natural es variable y afectada por la ideología.

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El tiempo tiene varias medidas. Que sea relativo no es solo un problema de la física, lo es también para el pulso con el que vivimos. Existe el ritmo de las horas. La vida se nos arma en intervalos: ahora esto, más tarde lo otro. Con la calma de la negación de la muerte, confiando en que hay un plan que cumplir, la hora de levantarse, la hora de comer, la hora para amar, la hora de dormir. Un timbre, una campana, marcan nuestra presencia, con el alivio de que hay tiempo para estar ausentes, respirar. Es la rutina confortable. El aburrimiento de la seguridad. Pero también es el tiempo que da espacio al deseo: de que venga algo, de que esto se apure para alcanzar la meta. Y a veces eso se acelera y habitamos el tiempo como el minutero del reloj. Aparece la ansiedad.

Viene con algo de taquicardia; si andamos positivos, entonces con entusiasmo. El nerviosismo se traduce en excitación. Nos decimos ocupados, nos quejamos por ello, pero de mentira, porque nos sentimos importantes. Indispensables. Conscientes de que existimos, olvidamos esta vez la muerte con la llegada inminente de nuestro objeto/sujeto de deseo. En la ansiedad que se sostiene todavía hay posibilidad de experimentar el deseo de lo que aún no es. Pero se requiere estar en el mundo, dentro de él, para que opere la paciencia. Y a veces claudicamos: no podemos esperar más, creo que esa es la pulsación del infierno.

Caemos fuera del mundo, como el segundero del reloj. Ese tic tac continuo, sin pausa, eterno, que retumba por dentro sin tregua. Es un tiempo continuo, que asfixia. Es una temporalidad arcaica en el psiquismo; por ejemplo, puede verse en la forma en que se alimentan los bebés, hasta atragantarse. Cuando comienzan a comer sólidos, aún persisten en esa voracidad, engullendo sin intervalos. Ahí es cuando hay que cuidarlos del riesgo de asfixiarse, cuidado que debiésemos tener toda la vida, pues cada tanto este pulso glotón puede retornar de nuestro subterráneo emocional. Este es el tiempo de la angustia. No tiene ritmo, no marca el paso, no hace música porque le falta el silencio. Por eso agobia a quien lo vive, pero también a quienes lo rodean, porque un angustiado desesperado demanda a otros la misma intensidad de su pulsar interno. Se trata de una presencia excesiva, tanto que no se puede dormir, no tiene fin. No ver una salida, no poder calmar el tic tac interior, ni en la ducha, ni en el sueño, ni en el sexo, menos en el amor, nada ni nadie alcanza. Nunca deberíamos estar tan presentes, con tanta autoobservación, es preferible olvidarnos de nosotros mismos por intervalos de tiempo. El tiempo del segundero es el tiempo del suicidio.

Time is money. El tiempo se ha vuelto estridente. Cuesta ir al ritmo de las horas, porque la tentación es ir al paso de los minutos, con algo de taquicardia, como el conejo de Alicia, siempre “ya es tarde”. Es el tiempo capitalista, donde suponemos que podemos ganar o perder tiempo –y vida– a nuestro antojo. Si el minutero es el paradigma del tiempo del ego, hay otro en el que podemos caer: el del segundero del reloj, el sin intervalo, que no deja dormir, el de la angustia. La depresión es una de las salidas para congelar el tiempo, con el costo de congelarse uno mismo.

La tecnología no cumplió la promesa de liberarnos de tareas tediosas para dedicarnos a nuestros sueños, porque no calculamos que su desarrollo iba de la mano de lo que el sociólogo Harmut Rosa llama aceleración. Algo así como la contracción del presente, que, por motores que aceleran la velocidad de los cambios, las modas, los entornos, las interacciones, los usos y costumbres, genera que las cabezas vayan al son del tic tac de las transacciones financieras, tan volátiles, que ni de los sueños podemos decir que sean propios, o si están a su vez modelados por la presión omnipresente del tiempo. (…)

¿Por qué el grito, por qué andar corriendo? Los estudiantes protestan, ¿para qué? La queja de los estudiantes resuena: el tiempo está desquiciado. Seguir suponiendo que no tener tiempo es un asunto personal solo alimenta a una máquina que traga todo, incluso el deseo de vivir. El sentido de las cosas es lo que se pierde en la aceleración. No entendemos lo que firmamos, porque no hay tiempo para entender las condiciones de una aplicación o de un seguro; los objetos tecnológicos se llaman inteligentes y no siempre sabemos usarlos; si hay poco tiempo para digerir una idea, resulta más fácil explicarnos a nosotros mismos a través de alguna categoría inventada (generalmente en inglés); al final, por más que hoy hablemos en la lengua del “yo soy”, algo del cuerpo y la subjetividad queda afuera.

La aceleración genera un corte con el pasado, pero también con el futuro, estanca en un presente exagerado, cuyo sentido muchas veces se pierde. Por un lado, se habla de recambios generacionales cada vez más cortos y, por otro, la idea de transmisión de una generación a otra se va diluyendo, en la medida en que el valor de la experiencia se va sustituyendo por el saber de lo nuevo. Y el lugar del pasado se transforma en un dato turístico.

*Autora de Capitalismo del yo, Editorial Paidós (fragmento).