Por qué es importante estudiar la debilidad institucional en América Latina en particular, cuando se trata de un rasgo muy extendido en los países en vías de desarrollo y el mundo poscomunista, e incluso parece estar resurgiendo en las democracias occidentales establecidas? Nos enfocamos en América Latina porque presenta un importante conjunto de características que se repiten y una variación útil. Con pocas excepciones, los países latinoamericanos poseen, al menos, Estados mínimamente eficaces y regímenes electorales competitivos (para no decir “plenamente democráticos”). Por eso no son casos en los que las instituciones políticas puedan desestimarse por carecer de predictibilidad y uniformidad. Además, la fortaleza institucional varía sustancialmente en la región cuando se comparan las experiencias de diferentes países, distintas instituciones y diversos períodos de tiempo. A la vez, las conclusiones que se desprenden del análisis de América Latina son claramente aplicables a otras regiones del mundo, y lo que aprendemos de la región puede contribuir a un debate más amplio sobre las instituciones en la ciencia política.
Las cuestiones referidas a la fortaleza institucional son sumamente importantes en América Latina. Dadas las grandes desigualdades y las deficiencias del Estado en la región, el impacto potencial de las reformas institucionales sería dramático si se cumplieran las normas tal como fueron escritas al sancionarse. Si las leyes destinadas a eliminar la corrupción, el clientelismo, la discriminación racial o la violencia contra la mujer, o las normas destinadas a redistribuir los ingresos a los pobres, hacer cumplir los derechos de propiedad contra los ocupantes ilegales o proteger el medio ambiente efectivamente se cumplieran a lo largo del tiempo, las consecuencias sociales y distributivas serían enormes. Por lo tanto, el cumplimiento institucional y su durabilidad tienen una relevancia alta. En la lucha por establecer qué reglas se aplican y cómo, y si permanecen vigentes o se descartan, hay ganadores y perdedores importantes.
Cabe advertir con claridad las consecuencias de la debilidad institucional en la debacle en torno a la elección presidencial de 2019 en Bolivia. La fragilidad de las instituciones políticas bolivianas se hizo evidente cuando el presidente Evo Morales ignoró la prohibición constitucional de una tercera reelección, incluso después de perder un plebiscito convocado para cambiar esa regla en 2016. La percepción de que las instituciones electorales no iban a tener la fortaleza para imponer un resultado adverso a un presidente poderoso llevó a una encendida reacción de la oposición cuando aparecieron denuncias de manipulación electoral. La sensación de que el gobierno no estaba respetando las reglas electorales activó las protestas y desencadenó un conflicto social violento, que en última instancia trajo aparejadas la renuncia y la salida del presidente Morales del país. Desde ya, algunos de los elementos de esa reacción también circularon por canales extrainstitucionales: protestas callejeras, la negativa de las fuerzas de seguridad a mantener el orden social, la “sugerencia” de las fuerzas armadas de que el presidente renunciara y una sucesión presidencial de problemática legitimidad. En pocas palabras, el conflicto se originó, en parte, en una situación de debilidad institucional que adoptó la forma de desobediencia de las reglas, una debilidad que también influyó en la reacción que siguió.
En su momento, la intervención de las fuerzas de seguridad, más aún, abrió interrogantes sobre el posible regreso de la inestabilidad política que caracterizó a Bolivia durante la mayor parte del siglo XX (en ese país hubo trece golpes militares entre los años 20 y los 80). La persecución a los partidarios de Morales y la revocación de algunas de sus políticas por parte del gobierno interino que siguió sugerían la posibilidad de que se prolongara la volatilidad institucional. Finalmente, en las elecciones presidenciales de octubre de 2020 se impuso Luis Arce, del MAS, con algo más del 55,1% de los votos. De hecho, las reformas neoliberales realizadas en Bolivia en los 90 se revirtieron en los años 2000. En fin, es posible rastrear las raíces de la crisis boliviana en la debilidad de sus instituciones políticas, en especial en lo que respecta al bajo nivel de cumplimiento de las reglas constitucionales y electorales. Más importante aún es que las consecuencias de esa crisis profundizaron la debilidad institucional, caracterizada no solo por el incumplimiento de normas, sino también por su inestabilidad, lo que genera mayor incertidumbre acerca del futuro de otras instituciones políticas.
Simultáneamente, Chile también experimentó protestas extrainstitucionales en las que multitudes de personas salieron a las calles de las ciudades más importantes del país y que fueron acompañadas por focos de violencia. Las manifestaciones se originaron en demandas básicas contra la desigualdad económica y social, tales como mejores ingresos, salud, educación y jubilaciones, mientras la incapacidad de los partidos políticos para representar esas demandas profundizó la agitación popular. Con o sin justificación, la Constitución chilena de 1980 se convirtió en el foco de todos los reclamos para enfrentar la desigualdad socioeconómica. La percepción de que esa Constitución era una camisa de fuerza no deseada para la democracia chilena y contribuía a producir y mantener niveles altos de desigualdad la puso en el centro del conflicto. Ese cuerpo normativo central para el funcionamiento del sistema político y la estructura económica que este sostiene ha sobrevivido largo tiempo a la desaparición del régimen que le dio origen. Es un ejemplo claro de una institución fuerte, que logró altos niveles de cumplimiento y cuyas disposiciones centrales resultaron resistentes al cambio. El hecho de que esta Constitución tuvo el poder de producir resultados alejados de las preferencias populares -al impedir la adaptación de la política a las demandas de la sociedad-, y de que se volvió tan difícil de modificar más allá de cambios menores -el núcleo de lo que llamamos “fortaleza institucional”- se convirtió en el problema en sí mismo. En este caso, la fortaleza institucional contribuyó a una crisis de legitimidad del sistema democrático que esa Constitución estructuró mientras aumentó los costos que esta regla imponía en amplios sectores de la sociedad chilena. Para calmar la protesta popular, entonces, todos los partidos políticos acordaron llamar a un plebiscito sobre la necesidad de establecer una nueva Constitución. En octubre de 2020, una abrumadora mayoría del 78% votó a favor de la reforma constitucional. Este modelo de reforma institucional de “equilibrio puntual” (punctuated equilibrium) resulta inusual en la región. La trayectoria de esta reforma señala que no era posible modular el cumplimiento de las reglas o adaptar rápidamente la norma a las nuevas condiciones.
Las crisis políticas de estos dos países en 2019 ilustran cómo la fortaleza y la debilidad institucional pueden estar en el centro del conflicto político y social. En Chile, el marco constitucional era demasiado fuerte, muy poco representativo y no proveía una manera adecuada de canalizar la insatisfacción. La protesta desbordó hacia espacios extrainstitucionales y resultó en demandas de cambio institucional drástico. En Bolivia, el marco institucional era demasiado débil y no pudo contener ni la resistencia presidencial al resultado del plebiscito ni la reacción a un potencial incumplimiento de las normas. En este libro ofrecemos algunas herramientas para comprender este fenómeno, que con tanta frecuencia da forma a la política en la región.
Muy a menudo asumimos que la debilidad institucional es una condición de fondo, algo con lo que hay que lidiar, que da forma a la política, pero no algo que podría ser en sí una elección política consciente. Aquí, argumentaremos que la debilidad institucional suele ser una estrategia política y que, por lo tanto, los académicos deben intentar comprender qué es lo que impulsa estas opciones políticas y qué determina su resultado. ¿Por qué las políticas de elaboración de reglas conducen a veces a regulaciones cuyos efectos están muy por debajo de su ambición formal? ¿Por qué los expertos y los legisladores invierten tanto esfuerzo en definir nuevas reglas que no perduran o que son ignoradas por los actores cuyo comportamiento buscan moldear? (…)
Durante mucho tiempo, América Latina ha sido una fuente de frustraciones para quienes estudian las instituciones políticas. La región tiene una larga historia constitucional. La mayoría de los Estados latinoamericanos adoptaron Constituciones republicanas hace aproximadamente dos siglos. Sin embargo, estas nuevas instituciones se superpusieron a sociedades signadas por Estados débiles y enormes desigualdades socioeconómicas, étnicas y regionales. En general, el resultado fue una marcada brecha entre las reglas escritas (parchment rules) y su funcionamiento en la práctica, dado que las elites poscoloniales se dedicaron a discriminar, manipular y evadir la aplicación de las leyes. La tensión entre la promesa de igualdad política y las realidades de desigualdad económica y social fue una fuente constante de inestabilidad en el sistema. Algunas Constituciones se desecharon y reescribieron varias veces, otras se suspendieron durante meses e incluso años por medio de “estados de excepción”, y otras se ignoraron por completo. En muchos países, esto dio inicio a un patrón de debilidad institucional que perduró hasta el siglo XX. Las reglas escritas fracasaron al no generar los resultados deseados o esperados, lo que frustró tanto a los académicos como a los legisladores y a los encargados de diseñar políticas. De hecho, cuando en los años 60 y 70 América Latina sucumbió frente a una ola de autoritarismo, muchos académicos de la región concluyeron que las instituciones políticas eran poco importantes.
La tercera ola de la democratización puso de nuevo en un primer plano el estudio de las instituciones. Hacia fines de los 90, todos los países latinoamericanos excepto Cuba eran, al menos en forma nominal, democracias presidenciales con una variedad de nuevos derechos constitucionales que empoderaban a los ciudadanos. Una vez más, académicos y legisladores buscaron diseñar (o tomar prestadas) instituciones para fortalecer la estabilidad y la calidad de la democracia en medio de las desigualdades sociales generalizadas. Sin embargo, esas flamantes reglas escritas a menudo fracasaron y no lograron los resultados que sus impulsores deseaban o esperaban. El sistema de división de poderes establecido por la Constitución no siempre limitó a los presidentes. Los bancos centrales y el Poder Judicial, nominalmente independientes, a menudo carecieron de influencia en la práctica, y las reformas electorales tuvieron pocos efectos en los sistemas de partidos. Por lo general, los derechos sociales recientemente consagrados no se respetaron en la práctica. Los límites de los mandatos presidenciales se eludieron o revocaron. Las leyes de la función pública, las leyes tributarias, las regulaciones laborales y ambientales y las normas que prohibían la ocupación ilegal y la venta ambulante se aplicaron en forma despareja, en el mejor de los casos. Ya sea por una inestabilidad extrema, por una aplicación desigual o por ambas, la relación entre las reglas formales y los resultados esperados se mantuvo débil en muchas democracias latinoamericanas de la tercera ola. Pero también hubo una variación considerable en los diversos países, instituciones y momentos, tanto en la durabilidad de las instituciones formales como en su capacidad de moldear el comportamiento de los actores.
Esta variación es consecuente. La debilidad institucional reduce los horizontes temporales de los actores de maneras que pueden socavar tanto el desempeño económico como la estabilidad y la calidad de la democracia. La democracia necesita que las leyes se apliquen en forma pareja, en todo el territorio y sobre diferentes categorías de ciudadanos. Es decir, todos los ciudadanos deben ser iguales ante la ley, a pesar de las desigualdades que entre ellos causan los mercados y las jerarquías sociales. La debilidad institucional socava esa igualdad y entorpece los esfuerzos por aplicar las leyes y las políticas públicas para combatir las desigualdades multifacéticas que siguen atormentando a gran parte de América Latina. Las instituciones no poseen un carácter uniformemente positivo; las leyes provocan desigualdades con la misma frecuencia con que las combaten. Pueden ser exclusivas o discriminatorias, potenciar la desigualdad u otras injusticias sociales o, como demuestran Albertus y Menaldo, proteger a las elites autoritarias y sus intereses. En algunos casos, es posible que la democratización total requiera el debilitamiento y reemplazo de estas instituciones. Pero, por lo general, ninguna democracia puede funcionar bien sin instituciones fuertes.
A pesar de que hoy en día el problema de la debilidad institucional esté ampliamente reconocido en el campo de la política comparada, no se ha conceptualizado y teorizado al respecto de manera adecuada. Aún no contamos con un marco conceptual claro que nos permita identificar, medir y comparar diferentes formas de debilidad institucional. Este marco es fundamental si queremos desarrollar teorías sobre sus orígenes y consecuencias. En este libro damos el primer paso hacia ese marco con la presentación de una tipología de diferentes formas de debilidad institucional y el análisis de las potenciales causas de esa debilidad.
La fortaleza institucional
Algunas investigaciones recientes ponen de manifiesto la necesidad de ampliar el espectro comparativo del análisis de las instituciones y de teorizar acerca de la debilidad institucional en América Latina. Tomemos, por ejemplo, el estudio de Helmke sobre las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Judicial en la Argentina. Algunas teorías aceptadas de política judicial -en gran medida, inspiradas en el caso de los Estados Unidos- indican que la garantía de continuidad de por vida en el cargo que tienen los jueces de la Corte Suprema debería permitirles actuar con independencia política. Pero cuando se violan sistemáticamente las reglas de esta garantía y los jueces saben que votar en contra del Poder Ejecutivo puede provocar su destitución, su comportamiento cambia de forma significativa. Helmke descubre que cuando las instituciones de garantía de continuidad en el cargo son débiles, como en la Argentina durante gran parte del siglo XX, los jueces son más propensos a votar con los presidentes durante la primera parte de su mandato. Sin embargo, cuando el mandato del presidente está por concluir, los jueces tienden a practicar una “defección estratégica” y fallar en línea con el partido o el político que esperan que suceda al presidente saliente. De este modo, Helmke identifica, y teoriza, un patrón de comportamiento judicial que está basado sobre la expectativa de debilidad institucional y se aleja de manera marcada de lo que se esperaría en un contexto de fortaleza institucional.
En ese mismo sentido, el trabajo de Holland sobre tolerancia y redistribución resalta la importancia de tomar con seriedad la variación en la aplicación de las leyes. La mayor parte de los análisis de las políticas redistributivas en América Latina se enfocan en las políticas sociales, como las jubilaciones y los gastos en el sistema de salud. Si se miran esas medidas, los esfuerzos de redistribución en la región resultan sorprendentemente bajos: el gasto social como porcentaje del producto bruto interno (PBI) es apenas la mitad del promedio de los países de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), y, a diferencia de la mayoría de ellos, los impuestos y las transferencias reducen la desigualdad del ingreso solo en forma marginal. En democracias desiguales como las de gran parte de América Latina, la persistencia de Estados de bienestar tan pequeños puede resultar desconcertante. Al sumar el aspecto de la tolerancia, o no aplicación deliberada de la ley, Holland aporta una perspectiva poderosa para entender por qué perduran tales resultados. La tolerancia hacia actividades ilegales por parte del Estado, como la ocupación indebida y la venta ambulante, conlleva una distribución considerable de recursos a los pobres (estima que en Lima alcanza unos 750 millones de dólares por año). Así, mientras la mayoría de los Estados latinoamericanos hacen poco, en términos formales, para financiar la vivienda y el empleo para los pobres, la no aplicación de las leyes contra la ocupación ilegal y la venta ambulante crea un “Estado de bienestar informal” en el que “la redistribución hacia abajo ocurre porque el Estado deja que suceda, y no porque haga algo al respecto”.
Así, en América Latina la tolerancia hacia los pobres ha sido un vigoroso molde para el desarrollo del Estado de bienestar a largo plazo. Dado que la tolerancia implica una menor tributación que la redistribución formal, es posible que la prefieran quienes no son pobres (y los gobiernos), y, cuando los pobres se organizan para preservar la tolerancia, suelen atenuarse las demandas populares de redistribución formal. Esta “trampa de la tolerancia” puede mantener Estados de bienestar informales durante décadas. Por lo tanto, una enseñanza fundamental del trabajo de Holland es que, para entender las políticas redistributivas en democracias desiguales, hay que prestar atención no solo al diseño de las políticas, sino también a su aplicación.
La investigación de Post sobre la inversión extranjera y nacional en infraestructura en la Argentina aporta otro ejemplo de que la variación en la fortaleza institucional determina los resultados que se obtienen con las políticas. Por lo general, se espera que las empresas multinacionales extranjeras -con sus grandes bolsillos y sus extensos horizontes temporales- tengan ventaja sobre las corporaciones locales a la hora de conseguir y mantener contratos favorables para realizar obras de infraestructura en las que los que mecanismos institucionales de veto limiten la modificación subsecuente de las reglas por parte de los gobiernos o incluyan contratos con arbitraje internacional como autoridad de aplicación. Sin embargo, Post demuestra que esto no suele ocurrir en entornos de debilidad institucional. En un contexto de alta volatilidad política y económica, en el que los gobiernos pueden modificar los términos de los contratos independientemente de las reglas formales, los inversores nacionales con numerosas conexiones con las economías y los políticos locales están mejor posicionados para mantener, y cuando sea necesario renegociar, contratos. Estos “respaldos contractuales informales” quizá tengan poca relevancia en un entorno institucional con derechos de propiedad sólidos. Sin embargo, en un contexto de inestabilidad institucional, como el de la Argentina en los años 2000, ayudan a explicar por qué predominan las inversiones locales por sobre las extranjeras. Así, Post señala cómo cambia el comportamiento tanto de los gobiernos como de los inversores en un entorno institucional frágil, lo que produce resultados de inversiones que difieren notablemente de aquellos que predice la bibliografía existente.
La atención a la inestabilidad institucional también ha reformulado nuestra interpretación del diseño electoral. La mayoría de los estudios comparativos al respecto dan por sentado que quienes diseñan las normas electorales lo hacen con un objetivo motivado por el interés propio: maximizar su ventaja en los comicios. El trabajo más influyente en esta área sugiere que los políticos desarrollan un diseño institucional a futuro. En otras palabras, diseñan normas electorales en busca de objetivos de largo plazo. Por ejemplo, Boix sostiene que a principios del siglo XX las elites conservadoras de la mayor parte de Europa reemplazaron los sistemas electorales de mayoría con sistemas de representación proporcional (RP) en un esfuerzo por minimizar las derrotas frente a la creciente fuerza electoral de los partidos socialistas. Estas teorías de diseño a futuro se apoyan sobre ciertos supuestos fundamentales: por ejemplo, los actores deben creer que las reglas que diseñan subsistirán más allá del mediano o largo plazo; y deben tener alguna certeza de que ellos mismos se mantendrán activos y, por lo tanto, podrán seguir esas reglas. En otras palabras, los diseñadores de las reglas electorales a futuro deben ser capaces de “predecir con alguna certeza la futura estructura de la competencia electoral”. Ninguno de estos supuestos se sostiene en entornos de fragilidad institucional. Cuando la volatilidad electoral es alta y las instituciones se reemplazan fácilmente y a menudo, el diseño a futuro se vuelve más difícil. En ese contexto, quienes diseñan las reglas siguen interesados en su propio beneficio, pero es menos probable que piensen a futuro. En cambio, según sostienen académicos como Remmer y Calvo y Negretto, es más probable que los políticos diseñen reglas que apunten a asegurar ventajas electorales en el corto plazo. Esta visión limitada bien puede tener el efecto de potenciar la inestabilidad institucional. Por lo tanto, permitir la variación del horizonte temporal de quienes diseñan las reglas debería mejorar la validez externa de las teorías de diseño institucional y así facilitar su aplicación en los diferentes contextos nacionales.
☛ Título La ley y la trampa en América Latina
☛ Autores M.V. Murillo, Steven Levitsky y Daniel Brinks
☛ Editorial Siglo XXI Editores Argentina
Datos de los autores
María Victoria Murillo es argentina. Doctora en Ciencia Política por la Universidad de Harvard y profesora de Ciencia Política en la Universidad de Columbia.
Steven Levitsky es norteamericano. Profesor de Gobierno y Estudios Sociales en la Universidad de Harvard. Es autor, entre otros, de La transformación del justicialismo.
Daniel Brinks es argentino. Profesor Asociado de Gobierno, en los campos de Política Comparada y Derecho Público, en el Departamento de Gobierno de la Universidad de Texas, Austen.