Mucho tiempo ha pasado desde la época de la democracia ateniense, donde los ciudadanos reunidos en el ágora deliberaban sobre los asuntos públicos, y los líderes políticos podían tener un contacto directo con el sentir y el pensar cotidiano de una comunidad autogobernada.
Hoy, vivimos en tiempos muy distintos, donde los medios de comunicación –sobre todo la televisión, pero cada vez más las nuevas tecnologías de la información y la comunicación– se constituyen como las instancias mediadoras por excelencia entre gobernantes y ciudadanos.
Esta situación se ha profundizado al calor de la profunda crisis de representación que afecta a la política, en general, y los partidos en particular, cuyos orígenes se remontan a la década del ochenta en la mayoría de las democracias occidentales y que en nuestro país hizo eclosión con las trágicas jornadas de diciembre de 2001.
Una crisis que convivía en realidad con un fenómeno que venía esbozándose desde tiempo antes. Nos referimos a lo que Bernard Manin interpreta como una “metamorfosis de la representación” (1988), un proceso en virtud del cual un determinado formato de representación, la “democracia de partidos”, está siendo sustituido por otro, una “democracia de lo público”. Esta última, en contraste con la vieja “democracia de partidos”, se caracteriza por una elevada volatilidad electoral, el relieve creciente de una oferta electoral cada vez más personalizada, la progresiva importancia de los medios de comunicación, el papel central de la opinión pública en la selección de los líderes, y la desvalorización de los programas partidarios.
La imagen de los partidos es sin dudas, abrumadoramente negativa en la región. La gran mayoría de los latinoamericanos perciben a los partidos como instituciones ajenas al bien común, cerradas a la sociedad, distantes, e incapaces de comprender la realidad. La ciudadanía los hace responsables de muchos de los males que asolan a las sociedades.
La encuesta Latinobarómetro 2018 señala que solo el 14% de los argentinos y el 13% de los latinoamericanos confía en los partidos políticos. Un fenómeno de erosión de la legitimidad democrática que también ha venido afectando –aunque en relativamente menor medida– a los Congresos y Parlamentos: solo el 26% de los argentinos y el 21% de los latinoamericanos confía en estas instituciones representativas.
No llama la atención entonces el declive que se registra en el apoyo a la democracia en nuestro país, que llega al 59%. Si bien este apoyo está por encima del promedio de la región (48%), viene descendiendo progresivamente desde las primeras mediciones realizadas a mediados de los noventa, en donde alcanzaba casi el 80%.
Al mismo tiempo, desde 2010 aumentan de manera sistemática aquellos latinoamericanos que se declaran indiferentes al tipo de régimen, aumentando de 16% a 28% en 2018, evidenciando que los ciudadanos de la región que han abandonado el apoyo al régimen democrático parecen optar por la indiferencia en lugar del rechazo a este tipo de régimen, alejándose de la política, la democracia y sus instituciones. En nuestro país, dicha indiferencia alcanza el 22%.
Existen, a su vez, innovaciones en el plano comunicacional que están íntimamente ligadas a las transformaciones que se producen en el paradigma político. Una ciudadanía –y un voto– que progresivamente se desprende de las sólidas lealtades ideológicas y partidarias de antaño, y que, de la mano de la primacía de la imagen, experimenta un proceso creciente de personalización.
Se trata de un escenario que no implica, bajo ningún punto de vista, el fin de la política tal como algunos se apresuraron en aventurar en el ocaso del segundo milenio, sino que tiene que ver más con una suerte de evolución en el modo de vincularse con la sociedad, relacionado con estilos mucho más comunicacionales y, potencialmente, más próximos.
Desde esta perspectiva, hoy la política está, quizás paradójicamente, más cerca que nunca de la gente. En el caso de la política y las instituciones del gobierno local, no solo están más próximas a los ciudadanos, sino que también tienen un mayor impacto potencial en la calidad de vida cotidiana que otras del orden nacional o provincial. Algo que en estos tiempos de nueva normalidad será, sin dudas, muy valorado por ciudadanos cada vez más preocupados por sus realidades y entornos más inmediatos.
En este marco, la tradicional imagen del intendente como simple administrador o gestor de los asuntos locales ha caído en una total y completa obsolescencia. Hoy en día, los gobiernos y los liderazgos locales no solo se ven enfrentados a nuevos retos y desafíos, sino que también son interpelados por una ciudadanía cada vez más exigente con sus representantes. Una ciudadanía que espera líderes e instituciones locales más cercanas, presentes y creíbles, que puedan dar respuestas a sus anhelos, demandas y necesidades, al tiempo que mejoren su calidad de vida y aporten algo de certidumbre en estos tiempos tan cambiantes.
Es imprescindible que los dirigentes políticos y gobiernos locales conecten con los ciudadanos, los conmuevan y los movilicen emotivamente. Para ello, habrá que conocerlos y, sobre todo, escucharlos, prerrequisito ineludible para poder construir un relato que los enamore de su ciudad.
En la actualidad, se repite hasta el hartazgo que gobernar es comunicar, y esto es particularmente cierto en el entorno local, que demanda de líderes e instituciones capaces de desarrollar una escucha, interactuar con los vecinos y, sobre todo, hacerlos parte de un proyecto de ciudad.
Así las cosas, los gobiernos locales se enfrentan al desafío de las “tres P”: “proximidad” para poder escuchar e implementar una comunicación basada en la cercanía con los vecinos; “proyecto” para comunicar una marca ciudad con una impronta propia que represente a todos; y “posicionamiento”, para mantener una coherencia entre lo que se dice y hace, y lo que perciben los ciudadanos.
*/**Autores de Comunicar lo local. Editorial La Crujía. (Fragmento).