Pero qué ocurre con los educadores de los territorios en la vasta e injusta América Latina; ¿son seres pasivos de esta nueva era?, ¿solo la política educativa altera el orden de las cosas?, ¿será que la docencia quedará en un segundo plano ante el poder del mundo digital, a la espera de grandes políticas o de los movimientos del mercado?
Para contestar estas preguntas hay que discutir la capacidad de agencia de los actores educativos en este nuevo mundo, gatillado por la velocidad del cambio tecnológico y cultural. Hay que afrontar una paradoja, entre tantas otras: la potencia del sistema educativo se debilita ante los renovados patrones de consumo cultural, la mirada es absorbida por las pantallas cada vez más concentradas en manos de los dueños de las plataformas, el tiempo es conquistado por la atracción magnética de los algoritmos y la aparición del gran bazar tecnoeducativo. Pero también vivimos una época de desconcentración del poder, que cede ante las nuevas libertades interiores de los sujetos y los actores que quedan en la escena cuando se diluye la autoridad central del Estado. Esto les ocurre precisamente a los docentes, que tienen –en general–más libertades y cuentan con más recursos para enseñar que en otras épocas.
El poder del sistema educativo está, paradójicamente, cada vez más repartido de manera horizontal y su debilidad es cada vez mayor. En la dispersión están sus riesgos y sus oportunidades. No hay que esperar únicamente el gran cambio o la gran reforma.
Este epílogo propone un camino distinto –y complementario–al recorrido realizado en todo este libro. Es el camino de los educadores de a pie. Ellos no pueden sentarse a aguardar que llegue el umbral de las grandes políticas educativas, tan anhelado y necesario. Cómo podría este libro, en el cierre, ayudar en esa tarea que se reinventa en las aulas y escuelas cada día?
Las fuerzas de la docencia
En la batalla por controlar el futuro de la educación, los docentes serán todavía los agentes decisivos. Pero alrededor de ellos todo está cambiando. El mundo que habitan solo parece reconocible por los materiales físicos con los cuales están hechas las escuelas. Lo que ocurre en la mente y la vida de sus alumnos se ha modificado por completo. En este contexto, ¿qué respuestas hay que construir? La pregunta para los educadores de hoy y de mañana y para sus instituciones formadoras puede formularse así: ¿qué fuerzas debemos desarrollar para no quedar atrás, a la defensiva, en la retaguardia de las transformaciones que nos rodean? ¿Qué destrezas necesitamos desarrollar para redefinir la educación desde adentro del sistema? (...)
Tratamos las fuerzas de la nueva educación digital impulsadas por el mercado tecnoeducativo: digitalizar, diversificar, datificar, controlar, atraer/gamificar/atrapar, empoderar, colaborar y predecir y/o predestinar. Aquí se proponen seis grandes fuerzas que les permitirán a los docentes ser protagonistas, junto con los alumnos, del futuro de la educación. Este mapa construye un perfil de la docencia del siglo XXI que retoma trabajos previos (Perrenoud, 2011; Darling- Hammond y Bransford, 2007). Cada fuerza se presenta en una breve narrativa para ser discutida en los territorios pedagógicos: instituciones formadoras, salas de profesores, jornadas de trabajo, encuentros, foros y trabajos de equipos de educadores.
La fuerza de la apertura
¿Cómo deben enfrentarse los obstáculos? En un momento de tantas transformaciones no se puede andar con una armadura para defenderse de todo, que hace tan pesado el cuerpo que quien la lleva no puede moverse ni pensar. Hay que desarrollar una epistemología de la apertura. Los educadores necesitan hoy más que nunca constituirse como sujetos de la posibilidad. Hay que hacerse preguntas, iniciar conversaciones, alterar el orden de lo dado en la disposición del pensamiento pedagógico. La repetición, la réplica de los espejos del currículum en las aulas, que lleva el conocimiento de la clase expositiva a la mente de los alumnos y de ellos al examen, es un juego circular vencido bajo su propio peso histórico. La única forma de dar vida al conocimiento como algo que se disputa, se apropia, se interioriza es convertir a los docentes en actores capaces de alterar esos espejos.
Esto requiere construir la mirada del poder en el individuo y el colectivo. La fuerza de la apertura es la disposición a la reflexión sobre las prácticas, a no dejarlas quietas, a pensar caminos alternativos cuando uno está encajado y los alumnos miran para otro lado. Si no está acompañada por el contexto institucional, esta fuerza es difícil y elusiva, por eso tiene un carácter más colectivo que las restantes y requiere el apoyo constante de equipos directivos dispuestos a retroalimentarla.
La fuerza del saber disciplinar
¿De dónde salen las capacidades para enseñar? Antes que nada provienen del propio conocimiento y de la relación que establece el docente con él. Esta fuerza no puede ser desestimada. Para viajar a nuevas rutas pedagógicas siempre será mucho más eficaz quien posea mayores conocimientos disciplinares sobre los temas que va a enseñar. Detrás del saber disciplinar anida un trabajo, una continuidad en el estudio, las lecturas y el interés sobre aquello que se enseña. Este poder es el que facilita contagiar los deseos y los secretos del conocimiento. Es muy difícil enseñar algo que no prende en uno mismo y no tiene raíces asentadas.
Sobre todo en el nivel secundario, la especialidad de las áreas o disciplinas de enseñanza requiere el dominio de un umbral de conocimiento que permita al docente no depender en exceso del programa curricular como regulador único. Los docentes que sobrepasan un umbral disciplinar pueden tomar decisiones fundamentadas sobre la priorización de los contenidos, las secuencias y los caminos de aproximación al aprendizaje (Gardner, 2002). ¿Cómo se define ese umbral? Las teorías cognitivas nos indican que el saber disciplinar conforma un dominio que tiene ideas sustanciales interconectadas (Bruner, 1977; Wiggins y McTighe, 2005). El objetivo que hay que conquistar en el terreno de los conocimientos es lograr desarrollos cognitivos que provoquen procesos de cambio en las estructuras de pensamiento. Las fuerzas que emergen de este estado de conocimiento siempre son decisivas para la enseñanza.
La fuerza de las destrezas pedagógicas
¿Qué diferencia a un educador de un experto? Lo específico del docente es la posición que toma respecto de la transmisión: es un sujeto que arma lazos entre los estudiantes y el aprendizaje.
No basta con saber todo, si eso fuese posible, sino que además hay que desear transmitir lo que se sabe, hay que comprender cómo el conocimiento pasa de un lado a otro, entre libros, plataformas, aulas y sujetos. Por eso el educador necesita desarrollar sus destrezas pedagógicas: sus habilidades para organizar, animar y crear situaciones de enseñanza le permiten gestionar caminos y trayectos de aprendizaje diversos (Perrenoud, 2011).
En el capítulo 5, resaltamos cuatro grandes principios que podrían ser la base renovada de estas destrezas pedagógicas y que funcionan tanto para programar las máquinas como para pensar la formación docente: crear situaciones de indagación, actuar sobre la realidad, usar el poder del aprendizaje colaborativo y personalizar el aprendizaje. Estos principios tienen todavía un largo camino por recorrer en las aulas y los sistemas de América Latina.
La fuerza del espíritu científico
¿Cómo se comporta el docente ante lo desconocido? Para enfrentar lo desconocido usa el método científico: usa dosis de la investigación mientras está inmerso en la realidad. Esto lo posiciona como un agente singular: no es un científico porque no tiene el trabajo metódico de laboratorio y no es un artista porque se debe a las reglas del espíritu científico. Es un artesano bilingüe que conoce tanto los rudimentos del científico como las intuiciones de la práctica.
El educador es un profesional que construye un oficio en la práctica. La posición científica lo obliga a hacerse preguntas sobre la práctica: sistematizar el conocimiento, hacer hipótesis y contrastarlas, leer la producción académica para referir sus prácticas, mantenerse alejado de las modas y los estilos infundados y evitar guiarse por pura intuición. Desarrollar este poder del espíritu científico es, quizá, uno de los grandes desafíos de la formación docente, porque requiere instituciones que hablen un lenguaje centrado en las prácticas científicas de indagación y aproximación a la actividad profesional.
La fuerza de la empatía y la justicia social
¿Cómo mira el educador a sus alumnos? Esta pregunta encierra, quizá, otra más fundamental: ¿por qué alguien quiere ser educador? Las respuestas a ambas ponen en juego la fuerza de las creencias de justicia que todo educador debe recorrer de una u otra forma. Lo que subyace es el interrogante acerca de qué se merecen los alumnos, indisociable del sentido que define el trabajo de un docente como agente social.
A medida que la justicia depende cada vez más de variables circunstanciales dentro de una sociedad muy fragmentada, tener mayores dosis de compromiso social se convierte en un capital simbólico imposible de separar de la definición de lo que un educador es. Ante la caída de la frontera escolar se incrementa la posición de cada docente en la creación diaria de mayores dosis de justicia. Hay que buscar en cada alumno la historia que revela el sentido de la enseñanza. La postura que se requiere no es la de un docente compasivo, sino la de un profesional comprometido con las realidades, que parte de la posición fundacional del educador, del principio que quizá deba convertirse en el inicio de una deontología pedagógica: la convicción profunda de que todos pueden aprender. Como decía Juan Carlos Tedesco (2012), hoy la docencia requiere algo más que cumplir con las normas vigentes, requiere una disposición, una inclinación hacia la justicia social.
Los docentes como curadores
Hay una sexta fuerza para desarrollar: la fuerza de la curaduría. Parte de la siguiente pregunta: ¿qué tipo de mediación debemos ejercer en el mundo de los excesos simbólicos? Vivimos el tiempo de las plataformas, los algoritmos, el consumo multiplicado de pantallas y la producción de contenidos que alteran la realidad y ofrecen un mar infinito de sentidos para perderse. El educador se convierte en este contexto en algo muy distinto a su figura en el pasado. Ya no le alcanza con aplicar los contenidos obligatorios, reproducir la cultura “sagrada” vigente y expulsar la cultura “profana”. El educador debe ser cada vez más un curador, un mediador de la cultura.
Esta función tiene dos aspectos. Por un lado, el docente debe crear una membrana que proteja a los alumnos del exceso cognitivo que atraviesa buena parte de sus vidas. Debe aprender a descifrar el mundo en el cual viven para poder ayudarlos. Esta tarea no acaba nunca, pero tampoco hay que sobredimensionarla. No se trata de convertirse en un experto en todo: los eventos del mundo, los algoritmos digitales, los videojuegos que ocupan el tiempo de los alumnos. No hay que exigir que se abarque lo que por definición es desbordante. Pero sí es necesario construir un saber de frontera, un diálogo con la cultura. El docente debe formarse para prevenir los peligros más corrientes y abundantes que atraviesan la vida de sus alumnos, entre ellos, claro está, las cuestiones sociales: debe tener algún tipo de respuesta para las demandas fundamentales de las vidas frágiles y perturbadas por la vulneración de derechos y la falta de amparo. Y también debe afrontar la tarea de dar respuestas a la creciente vida digital que invade las formas de creación de las verdades, las creencias y las identidades.
El segundo aspecto de la función de mediador es la tarea de la curaduría educativa. En un mundo donde la riqueza simbólica está ampliamente disponible en internet, el educador tiene en sus manos un potencial nunca antes visto. Debe usarlo, y al hacerlo redefinirá su función y su identidad.
Ser un docente curador implica mirar lo que pasa “allá afuera” con el conocimiento que se debe enseñar, exige explorar las plataformas, los recursos digitales y el universo de los materiales multimedia que son la continuación de los libros que todo buen profesor lee para recomendar a sus estudiantes. Este trabajo cobrará una fuerza nunca antes vista: saber qué hay allá afuera pasará a ser parte de una de las mayores redefiniciones de lo que entendemos por derecho a la educación. Ya no bastará con enseñar lo establecido, sino que habrá que abrir las puertas a lo que se puede leer, hacer, aprender en las plataformas.
La curaduría implica explorar opciones que expandan el conocimiento. En cierto sentido es una tarea que va a contramano de buena parte del trabajo institucional de la escuela moderna. Si la escuela enseñaba a clausurar el conocimiento (en paquetes curriculares homogéneos, en exámenes, en notas, en certificados, en cierres del año, del cuatrimestre, de la unidad) deberá aprender a hacer algo distinto, que es abrir, derivar, encender. Claro que esto la escuela lo hizo siempre, pero ahora las proporciones deberán variar radicalmente: el educador en la escuela secundaria debe dedicarle mucho más espacio que antes a lo que abre a la incertidumbre prolífica de nuevos aprendizajes que a aquello que se encierra en lo formal y lo examinable para un certificado.
La metáfora de crear raíces de conocimiento y no ramas vencidas debe ser revivida en este sentido: el docente más poderoso será aquel que enseñe a seguir leyendo, y no a leer solo para “aprobar” el examen. Aprobar, cerrar ciclos, unidades y contenidos también será parte de este camino, claro está, pero hacer el trabajo que permita la ramificación, la expansión y la apropiación del aprendizaje implica viajes pedagógicos muy distintos a los tradicionales. Serán los viajes hacia la conquista de la atención, esa energía psíquica que promueve la voluntad del estudio y la concentración en aquello que afecta la vida de los estudiantes de manera profunda. La “curaduría” no vendrá solo del arte infatigable del afecto y la contención humana que los docentes prestan a los alumnos en sus heridas de la vida. Vendrá también de enseñarles a decodificar sentidos para que creen los propios. Estas travesías pedagógicas suponen riesgos, paradojas, dilemas y sorpresas. Crear estos caminos requerirá redefinir la formación y el trabajo de los docentes. Esto será quizá lo más desafiante que pueda hacerse en los próximos diez o quince años. El cambio no ocurrirá de “arriba hacia abajo”, porque no podrá hacerse sin contar con el convencimiento y la voluntad de los propios educadores, pero requerirá el acompañamiento de las políticas para la docencia.
Las políticas para potenciar la docencia
Para potenciar estas fuerzas en los docentes es necesario afrontar la otra cara de la nueva política educativa: las ya conocidas (aunque lejos de ser implementadas en muchos contextos) políticas para potenciar la docencia. Si la nueva política educativa digital fue recorrida en este libro para refrescar las opciones y abrir más oportunidades de justicia, es inevitable volver la mirada sobre aquello que hará posible que todo en el sistema educativo funcione mejor: los docentes.
En los años recientes, distintos estudios han situado la atención sobre el círculo integral de las políticas para la docencia (Rivas, 2015b; Vaillant, 2009; Unesco, 2012). América Latina necesita adoptar como prioridad la construcción de un camino de mejora de la formación, el reclutamiento, la carrera, el salario y las condiciones de trabajo de los profesores. Esto incluye también la creación de nuevos cargos especializados en la carrera docente, sin que esto implique dejar el aula: coordinadores de capacitación, de áreas disciplinares y referentes curriculares locales para realizar las tareas de curaduría y creación del conocimiento didáctico curricular dentro del sistema. La función directiva también es clave en este proceso y requiere una formación especializada y una carrera jerarquizada para ejercer cargos de mayor responsabilidad a medida que el sistema asume nuevas atribuciones.
Algunos países han avanzado más que otros en este terreno (Rivas, 2015a; Bruns y Luque, 2014), aunque las deudas sobrepasan por mucho lo que se ha logrado. Se requiere la convergencia de diferentes factores: mucha inversión para aumentar los magros salarios docentes de la región; una gran capacidad técnica para trabajar en los sentidos, los contenidos y las rutas profesionales; liderazgo y coordinación política para dialogar con los diversos actores y encontrar acuerdos de largo plazo, y tiempo para consolidar estos procesos sin caer una y otra vez en los recambios.
La visión de la docencia para el futuro que esbozamos en las páginas anteriores puede ser parte de una hoja de ruta de las políticas para la docencia. ¿Cómo podrían las instituciones formadoras cultivar estas capacidades: la apertura, el saber disciplinar y las destrezas pedagógicas, el espíritu científico y la empatía con los estudiantes como sujetos de derechos? ¿Cómo podrían formar docentes curadores de un mundo desbordado por una riqueza simbólica inaccesible a causa de su propio exceso?
No solo habrá que mejorar los salarios de un trabajo tan demandante y calificado como el que se propone, sino que también habrá que redefinir el orden del sistema educativo. Si todo sigue igual, los educadores se verán entreverados en reglas decimonónicas, arbitrariedades, falta de conectividad y recursos básicos, incentivos perversos y cajas cerradas de contenidos que deben repetirse una y otra vez en exámenes que se convierten en rituales de aprendizaje apagados en la vida de los estudiantes.
Las políticas integrales para la docencia constituyen un desafío inmenso porque requieren formar parte de una revisión completa de las reglas internas del sistema, como se planteó a lo largo del libro. Esto vuelve todavía más complejos los desafíos de la política educativa, pero también más necesaria la expansión del debate público para crear los caminos que permitan llevarla a cabo.
Todo está por escribirse
La escritura del futuro de la educación deberá atravesar la batalla de los significados. Esta batalla estará perdida sin la primera fuerza de los educadores del presente: una apertura epistemológica profunda, una voluntad de justicia que altere los límites de lo conocido para redefinir qué es eso que llamamos educación.
Datos sobre el autor
Es director de la Escuela de Educación de la Universidad de San Andrés, donde además es profesor e investigador.
Viajó por América Latina para estudiar las políticas educativas de los últimos quince años.
Es autor de libros sobre perspectivas comparadas y políticas de la educación.