Sebastián Forza caminaba de una punta a la otra de la oficina. No levantaba la mirada del suelo, ni tampoco hablaba. Estaba inquieto. Su amigo y futuro testaferro, Pablo Florentín, le clavó los ojos y lo interrogó.
—¿Qué te pasa?
—Nada, boludo. Hay que poner un montón de guita a un funcionario y a un asesor hijo de puta para no tener más problemas con causas de los medicamentos. Tengo dos días para conseguirla –dijo Forza, preocupado.
Sebastián le contó la misma historia a su esposa Solange a fines de 2007. Y quedó plasmada en la causa judicial que investiga el triple crimen. Le contó a Bellone que había ido a ver a Martín Lanatta y éste le dijo que “lo estaban caminando” y que si “ponía una plata, él le aseguraba que no lo iban a seguir más”. Juntó 200 mil dólares y los llevó a una oficina, conducido por Lanatta, donde los esperaba un sujeto apodado “el Morsa”. La misma anécdota fue relatada por uno de los empleados en la droguería. Forza necesitaba frenar una investigación contra SeaCamp y tenía dos días para recaudar el dinero. El empleado dijo, además, que Lanatta oficiaba como intermediario entre las partes.
Lanatta le había prometido a Forza la apertura de puertas en los municipios del Conurbano bonaerense para la comercialización de medicamentos, y le solicitó que armara una serie de carpetas de presentación de la droguería.
A cambio, “le pidió un favor: que le consiguiera efedrina y le arme el negocio. Sebastián contestó que sí, pero que necesitaba tiempo”. Era diciembre de 2007. Forza y Lanatta parecían tener una buena relación, y “Pepe Portación” incluso visitaba la droguería, acompañado de un amigo de nombre Víctor. Al menos una vez por semana se cruzaban en la empresa o en el bar favorito de Lanatta, frente al Renar.
Con el transcurso de los meses, Lanatta entró en la lista de negocios rotos. Sebastián nunca cumplió su parte del trato de la efedrina y, entre marzo y abril de 2008, el instructor de tiro protagonizó una escena de gángsteres en pleno barrio de Recoleta. Se habían citado en el bar Cinema, en la avenida Santa Fe y Callao. Sebastián mandó a Julio César Pose y a un empleado de confianza como intermediarios para encauzar la negociación. La tensión iba en aumento porque Sebastián no llegaba a la cita.
Lanatta, otro sujeto de nombre Máximo y una mujer rubia querían saber si Sebastián había conseguido “eso” y aventuraban sus armas en una escapada fugaz a los ojos de todos los comensales.
—Me cagaste –le dio la bienvenida a Forza sin preámbulos.
—No, no, esperá, aguantá.
—Nos vamos.
—Te portaste mal, nene –resumió el tal Máximo.
Se fueron. En la puerta de la confitería un patrullero los esperaba a los dos hombres y a la rubia para conducirlos hacia la Comisaría, luego de que alguien en el bar denunciara que estaban armados. “Se los llevaron. Una llamada a Dios y quedaron en libertad. Está bien ser devoto del Señor en estos días”, dice Pose, quien presenció aquella escena. “Yo no sabía con quién me estaba midiendo”, agrega.
—No le pude conseguir la efedrina –se justificó Forza ante uno de sus empleados de confianza, mientras Lanatta era subido al patrullero.
A esa altura, Lanatta dejó de atenderle el teléfono y Forza comenzó una campaña desesperada por ubicarlo. Recién a mediados de mayo, “Pepe Portación” le devolvió una llamada con una alerta a su Nextel. “Está todo bien”, le dijo. “Nos tenemos que juntar a hablar”.
Los hermanos Lanatta
El prontuario de Martín Lanatta tiene cuatro páginas. Contiene historias insólitas, cargadas de violencia, amenazas reiteradas con armas de fuego y riñas a puñetazos en las calles del sur del conurbano bonaerense.
El 7 de enero de 2008 protagonizó una pelea pública que incluyó una mediación judicial. Lanatta no se presentó. La riña empezó cuando un grupo de adolescentes colocó clavos y piedras con forma de punta sobre uno de los accesos centrales en el barrio en el que vivía el instructor de tiro, en Quilmes.
Los adolescentes buscaban destruir las cubiertas de los automóviles que circulaban por la zona. Un vecino, Rubén Amado, observó a los menores, los corrió a los gritos y los jóvenes huyeron por una de las calles laterales.
Lanatta, que manejaba a gran velocidad un cuatriciclo color rojo rumbo a su casa, vio a Amado agachado sobre el asfalto, recogiendo los elementos cortantes.
—¿Qué hacés? –le gritó mientras presionaba bruscamente el freno.
—Levanto esto que pusieron esos pibes… –quiso explicar el vecino.
No pudo terminar la frase porque Lanatta sacó su pistola “cuadradita” de la cintura y le apuntó. “Te voy a pegar un tiro en la cabeza”, dijo sin rodeos. Amado se puso pálido.
Volvió espantado a su casa. “Lanatta era terrible, un tipo pesado y jodido. Nadie le hacía nada porque era amigo de Aníbal Fernández.”
Dos meses más tarde, el gestor del Renar fue denunciado también en la UFI Nº 5 de Quilmes por haber amenazado de muerte a una vecina y a su hijo menor de 17 años en un conflicto callejero. “Por dos pesos levanto la denuncia y encontrás a estos pendejos de mierda en una zanja”, le espetó a la mujer que había salido de su casa para evitar una riña callejera, luego de que le dijera que iba a denunciarlo.
Ocho años antes, en julio de 2000, Jonathan Alvarez Luna, un ex empleado de la talabartería que regenteaban los hermanos Cristian y Martín Lanatta, ya había denunciado sus conductas violentas. Alvarez contó que un día, cuando salía de su casa, lo interceptaron y comenzaron a pegarle trompadas y patadas en el suelo mientras uno de ellos le gritaba. “Donde te vea solo te voy a agarrar y te voy a hacer boleta.” “Miliquito botón, no te metas porque te vamos a hacer mierda.”
El último episodio registrado ocurrió durante la trágica semana que desaparecieron los tres empresarios. Luis Alberto Silvestri había comprado en febrero una pistola estadounidense de polímero marca Glock calibre 40 milímetros y había contratado a Martín Lanatta para gestionar la inscripción en el Renar. Pero los papeles estaban demorados y el instructor de tiro no respondía las alertas de Nextel, ni los mensajes telefónicos. Cansado de las evasivas, Silvestri agarró su auto y condujo hasta a la casa de Martín.
Eran las ocho de la noche del 10 de agosto de 2008. Lanatta, parado en la vereda, ni siquiera escuchó lo que tenía para decirle. Irritado, extrajo de su cintura una pistola y le pegó un durísimo golpe en la quijada a su cliente. Tomó el arma y se la colocó en la boca a Silvestri. “Gatilló, pero el proyectil no se disparó.” “Andate porque te voy matar… andate ya”, contó Silvestri que le dijo.
“Es un tipo nervioso y violento”, contó un viejo amigo suyo que se distanció cuando comenzó a detectar irregularidades en sus negocios. “Una vez discutió con la mujer, le pegó, sacó un arma y se la puso en la cabeza”, narró un testigo. Su ex pareja, María Eugenia Perret, lo denunció en el Juzgado Correccional Nº 2 de Quilmes por amenazas y lesiones. “Si vos me denunciás, yo a vos te mato y me llevo el nene. Voy a matarte a vos y a toda tu familia. Vos sabés que yo vengo y hago una masacre”, le habría dicho Lanatta a la pareja con la que convivió casi siete años.
Cristian, de 39 años, es el mayor de los hermanos Lanatta. Heredó de su padre la pasión por los fierros, la velocidad y la mecánica. Su fanatismo lo llevó a hacerse cargo del taller cuando su papá sufrió en 1990 una hemiplejia que lo dejó imposibilitado de trabajar.
Cristian era más humilde que su hermano Martín. No manejaba automóviles alemanes ni poderosas camionetas 4x4. Menos lo obsesionaban los relojes Rolex. Su debilidad eran los automóviles de carrera, lo que lo llevó a entablar relación con otro mecánico de la zona: Marcelo Schillaci.
En el modesto taller de Quilmes, Cristian organizaba, casi todos los viernes, asados para agasajar a sus amigos y clientes. A esos encuentros gastronómicos, en los que se hablaba de autos de carrera, mujeres y armas de fuego, asistían su hermano Martín y otros dos hermanos dueños también de una reputación temible en la zona sur: Víctor, alias “Facha”, y Marcelo Schillaci.
El 3 de septiembre de 2008, Cristian cayó preso en la ciudad de Bolívar. Lo atraparon cuando ingresaba con un arma de fuego en una casa de la calle Sarmiento al 1000. Esa mañana, Víctor Schillaci había compartido con Cristian una serie de pruebas de velocidad en el autódromo 9 de Julio. Al mediodía, el Facha regresó a Berazategui para realizar unos trámites. “Cristian iba a cobrar un pagaré por la suma de 44 mil pesos. Le iban a entregar un auto en parte de pago. Pero al día siguiente me enteré de que lo habían detenido”, relató Schillaci en la Justicia. Cristian estuvo detenido en el penal de Sierra Chica por los delitos de robo calificado y privación ilegítima de la libertad. Un juez de Bolívar le concedió en junio el beneficio de la prisión domiciliaria hasta el comienzo del juicio oral. El 11 de julio de 2011 fue baleado en una pierna en un confuso episodio ocurrido en la puerta de su casa. La agresión es investigada por la fiscalía de Quilmes. (...)
Investigar hacia arriba
La fiscalía de Mercedes logró determinar que el instructor de tiro, Martín Lanatta, fue el encargado de ejecutar un plan cuidadosamente elaborado: el asesinato de Forza, Ferrón y Bina. Y tuvo –según los investigadores– la indispensable colaboración de su hermano Cristian y de los dos hermanos Schillaci, Víctor y Marcelo, con pesados antecedentes criminales.
Concluyó también que la celada sucedió el jueves 7 de agosto de 2008 entre las 13 y las 20.
“Hay identificada una cadena media en la responsabilidad del triple crimen. Tenemos al organizador y al ejecutor, pero hubo mucha más gente involucrada, por debajo de la cadena media, y por arriba. Es decir, sabemos que participaron más cómplices en el secuestro y la ejecución, y creemos que Pérez Corradi podría estar involucrado en el crimen. Pero también creemos que hay un eslabón superior a [Pérez] Corradi, por encima de él. Y ése es el gran interrogante de este caso”, alerta uno de los investigadores de la causa judicial. “La forma en que fueron asesinados responde a un intento de copiar las técnicas mexicanas de ejecución. Pero fueron mal copiadas. Le dieron un tinte mexicano para despistarnos, pero cometieron errores como el del bolsero del teléfono. Creemos también que si el crimen hubiese sido perpetrado por un cartel de droga no hubiésemos hallado las cabezas de las víctimas, como se acostumbra en ciudades cartelizadas de México. Igualmente, los mexicanos no son ajenos a este caso. Martínez Espinosa pudo haber sabido que iban a morir”, agregó la fuente que entiende en el caso.
El abogado de la familia Ferrón sugiere que “dejar impune el triple crimen es dejar impune un crimen de bandera. Tres personas desaparecieron de la faz de la Tierra y sus captores tuvieron el poder para tenerlos días dando vueltas. A alguien le tendría que preocupar, más allá de las familias de las víctimas, que los autores de este crimen estén sueltos. Que tamaños asesinos anden sueltos. Son una empresa criminal y nos pueden matar a cualquiera de nosotros. Pueden matar a la Presidenta. Si quedan impunes son los mejores sicarios para matar a cualquiera de nosotros”, dice Pierri.
“Casi todos los testigos ocultan algo. Saben más de lo que dicen, y lo que saben los involucra o los puede afectar en su integridad física o comercial”, explica otro investigador que intervino en el caso.
No eran improvisados, matones de poca monta ni simples asesinos. Ejecutaron un plan casi perfecto. Son los protagonistas ocultos de una de las escenas más macabras y enigmáticas de las páginas policiales de la Argentina. Un crimen cuasi perfecto que encierra intensos vínculos con narcos mexicanos, contactos en las altas esferas del poder político y policial, y la búsqueda frenética de tres jóvenes por enriquecerse rápidamente y a cualquier precio.