DOMINGO
Qué pasó en los 48 días previos al golpe

El camino a la tragedia

En La farsa, Gabriela Saidon interpela la historia reciente, nos zambulle en esos dramáticos días finales, y se pregunta por qué esos meses de febrero y marzo de 1976 fueron borrados de los análisis. Sostiene que Isabel Perón no tenía esa ingenuidad con la que se la presentaba, sino que era una mujer ambiciosa que gobernó bajo la figura del estado de sitio, firmó decretos de muerte, clausuró diarios y buscó perpetuarse en el poder.

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Dictadura argentina. El 23 de marzo La Razón tituló con tres palabras en forma explícita: “Todo está dicho”. | Palacios

Los últimos cuarenta años de historia argentina no empiezan, como suele considerarse, el 24 de marzo de 1976. Hay que ubicar ese comienzo 48 días antes, el 4 de febrero, cuando, en un intento desesperado por seducir a los representantes del capital que Perón decía combatir, María Estela Martínez desplazó al ministro de Economía, el histórico peronista Antonio Cafiero, y lo reemplazó por el presidente del Banco Central, el abogado liberal Emilio Mondelli. De este modo, aquel oscuro funcionario que hoy ya nadie recuerda se  convirtió en el sexto titular de la cartera de Economía de Isabel, el último del gobierno peronista. Ese fue el comienzo del fin.

Junto con Mondelli asumió un funcionario de nombre ilustre y origen sindical: Miguel Unamuno, en la cartera de Trabajo, en reemplazo de otro que, como Cafiero, volvería a actuar en los 90, Carlos Ruckauf. La foto del día del desplazamiento muestra la risa cómplice de los dos ministros “renunciados”.

En los hechos de esos días, los términos de la Marcha Peronista se invertían, y era el capital el que combatía al gobierno de (Isabel) Perón. En la puja entre los diferentes sectores, empresarios, comerciantes y ganaderos tomarían una medida insólita: un lock out patronal, “con pago de jornales”, un anuncio demagógico frente a las intenciones de dar por tierra con la Ley de Contratos de Trabajo, al cerrar (lock) la capacidad de negociar aumentos y mejores condiciones, y así dejar a la gran masa del pueblo afuera (out).

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Una serie de decretos aniquilatorios y el accionar de la Triple A de Perón, Isabel y López Rega, habían desenrollado la alfombra roja para el desfile de las botas bajo otra marcha, la militar, que empezaba a subirle el volumen a la orquesta. El mismo 4 de febrero, en un gesto de patriotismo sobreactuado, la presidenta, con buenas relaciones con el comandante de la armada, Emilio Massera –de veladas ambiciones presidenciales–, dio la venia para que el destructor argentino Almirante Storni “advirtiera” a cañonazos al buque petrolero inglés Shackleton que no debía acercarse a las islas Malvinas, sin demasiados resultados: el barco de bandera inglesa logró su cometido y recaló en Puerto Stanley. Se cumplía un año desde que Isabel firmara el decreto secreto 261/75, que autorizaba a las Fuerzas Armadas a “aniquilar el accionar de la subversión” en Tucumán, dando pie al Operativo Independencia, con el que el ejército combatió a las células foquistas guerrilleras del ERP y Montoneros, y “de paso” reprimió a gremialistas no enmarcados en las dos poderosas centrales sindicales y a otros activistas, laboratorio y botón de muestra de lo que vendría. En la foto del anuncio de ese operativo, el 5 de febrero de 1975, se ve a Isabel sentada frente al micrófono, bien custodiada, con monseñor Pio Laghi (el cura colaboracionista de la dictadura) a su derecha, secundada por militares ubicados en distintas filas, entre los que se destacan, inconfundibles, un Massera de mirada penetrante, y Jorge Rafael Videla. Ambos parecen rezar.

En julio de ese año, López Rega la dejó sola, al huir a Madrid con el título de “embajador itinerante” que Isabel le había conferido. Para salvar su pellejo, abandonó el país después del golpe económico llamado Rodrigazo. Y se llevó a su custodia, a los temibles miembros de la Triple A, los policías Juan Ramón Morales, Rodolfo Almirón y Miguel Angel Rovira, que también custodiaban a Isabel en la quinta de Olivos. A partir de ese momento, la presidenta quedaba “en manos” de la policía, con el temor de ir presa.

Seis meses después de la huida del Brujo, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Videla, nombrado por la propia Isabel más allá de su voluntad, en un mensaje de Navidad, le dio un ultimátum al gobierno para enderezarse. Dicho de otra manera, y parafraseando al ingeniero Alvaro Alsogaray, “había que pasar el verano” en gateras, tiempo necesario para pactar con las fuerzas civiles y alinear a las fuerzas para que los preparativos del golpe estuvieran a punto de caramelo (...)

Hay relojes que atrasan. Otros que adelantan. La competencia estaba establecida: se trataba de ver qué diario registraba mejor esos cinco minutos finales para la nación incurable. Aunque La Tarde se había adelantado con su indudable “Golpe”, el vespertino de Timerman no era tan popular. El que pasó a la historia, en cambio, es La Razón, cuando, el 23 de marzo de 1976, tituló con las tres palabras más célebres del periodismo argentino: “Todo está dicho”, bajo la volanta: “Es inminente el final”.

El diario dirigido por Patricio Peralta Ramos tenía a Félix Laíño como secretario de Redacción. Laíño había llevado a La Razón a convertirse en el diario líder de la tarde, compitiendo con Crónica. Del riñón del catolicismo, promilitar, además de escribir varios libros, Laíño fue autor de la frase: “Los periodistas tenemos como única arma la palabra; no tenemos cañones, ni tanques, ni aviones para imponer ideas ni alentar sentimientos, solo disponemos de la palabra”. Y la palabra, como venimos viendo, puede ser un arma cargada, casi tan peligrosa como la boca de un fusil.

El domingo 21 de marzo, La Razón publicaba un editorial que da que pensar sobre el tiempo y los relojes, y preguntarse: ¿El golpe ocurrió efectivamente el 24 de marzo, o habría que adelantar un día las fechas de los calendarios?

La nota señalaba que al día siguiente, lunes 22, se cumplían los noventa días desde que Videla había pronunciado su mensaje de Nochebuena. De modo que, de acuerdo a los cálculos periodísticos, ya corría el minuto cuatro del presagio de Balbín. Solo faltaba un día para el golpe. El cálculo puede leerse como una “acción preventiva” por parte del vespertino, estilo “yo te avisé”, para el caso en que el golpe efectivamente se produjera al día siguiente.

Según el periodista Alberto Dearriba en su libro El golpe. Crónica del último asalto militar al poder (2006), la puesta en circulación de ese deadline para la democracia dañada fue obra de los servicios de inteligencia. Recordemos que Ceferino Reato asegura que la fecha del golpe fue fijada antes –y la relación es temporal y causal–, por el ataque de Montoneros al Regimiento de Infantería 29 en Formosa.

Videla nunca habló de plazos sino de relojes detenidos. En un radiograma enviado esa Nochebuena a las guarniciones y unidades del Ejército, instaba a actuar “rápidamente en función de las soluciones profundas y patrióticas que la situación exige”. La cifra redonda, noventa, tenía sentido. Si se hacen bien las cuentas, 24 de diciembre más noventa días da, como La Razón bien calculaba, 22 de marzo. Lo que derriba esa cifra arbitraria puesta para generar, en esos últimos segundos de vida democrática, ansiedad y expectativa. Los caballos en gateras pifaban y rascaban el suelo con sus patas delanteras. Ya los jinetes que los habían azuzado y ahora los mantenían a raya esperando la señal no podían contenerlos más. Falsa alarma, la de La Razón. El martes 23 los argentinos se levantaron, miraron por la ventana, el mismo cielo azul, el mismo sol, la misma vereda, la calle de tierra o la montaña, los mismos árboles, oyeron los mismos cantos de pájaros, los mismos rumores reiterados. La radio no transmitía ningún comunicado número 1. Todo seguía igual. En apariencia.

Los lectores de Clarín leyeron: “Inminencia de cambios en el país”. Los de La Opinión: “Al cabo de una jornada en que cundieron las versiones de un inminente golpe militar, la Presidente reunió al Gabinete en su despacho. Mañana se cumplen noventa días de la apelación de Videla”.

El diario se ocupaba de aclarar que el “malentendido” sobre la hora señalada era un simple error de cálculo: “Para algunos observadores el término de noventa días desde la alocución del general Videla se cumple mañana y para otros hoy. Estos, más meticulosos, señalan que este año es bisiesto”.

A contramano de las informaciones periodísticas que anunciaban la concreción inevitable del golpe, otras insistían con una reunión pendiente de la multisectorial, y el vicepresidente del PJ, Bittel, negaba: “No hay golpe, no creo que lo haya y confío en la sensatez de nuestras Fuerzas Armadas”. Donde, una vez más, es cuestión de eliminar el no de la frase y “aparece”, como por arte de magia, la verdad. Por las dudas, los legisladores en el Congreso, en un simbólico acto de vaciamiento previo, se apresuraban a retirar  documentación de los anaqueles y efectos personales. Ya a media mañana, en el recinto casi no quedaba nada, ni nadie. Lo mismo hacían los funcionarios y empleados de Casa de Gobierno en La Plata, mientras versiones no confirmadas hacían circular la posibilidad de que Vicente Calabró abandonara, finalmente, su cargo de gobernador (hecho que, inevitablemente, habría de ocurrir con el golpe, un día después).

Las agencias de noticias informaban sobre el avance de las tropas desde distintos puntos del país. Y circulaban los rumores de prontas intervenciones en las sedes centrales de los sindicatos claves de la economía nacional: metalúrgicos, textiles, mecánicos, transporte y petróleo. Pero el entorno negaba todo. A pesar de todos los rumores, Lorenzo Miguel se mostraba optimista. Cuando los periodistas le preguntaron si creía en el golpe, en un claro acto de verticalismo trasnochado, dijo: “Bueno, yo no lo creo. El pueblo tiene siempre la razón y los trabajadores están dispuestos a defender a Isabel. Todo el movimiento obrero apoya la figura presidencial.” (...).

Como si nada, el martes 23 al mediodía Isabel llegaba a la Casa Rosada desde Olivos a bordo de un helicóptero Sikorsky S-70 Black Hawk, de la Fuerza Aérea (un modelo que la mayor empresa estadounidense de helicópteros fabricaba para exportación), el mismo que la sacaría esa noche con otro destino.

En su última jornada en el cargo, por su despacho desfilaron funcionarios y distintos personajes vinculados a la política que querían saber qué pasaba, o buscar una protección inexistente, entre ellos las dos Normas: López Rega y Kennedy (involucrada en la masacre de Ezeiza), y Raúl Lastiri.  Mientras, había almorzado con Lorenzo Miguel, Rogelio Papagno y Miguel Unamuno. Esa tarde se enteró de que el ministro de Bienestar Social, Angel Demarco, no le había hecho llegar un mensaje de Videla que (improbablemente) hubiera evitado el golpe.

Por la tarde, convocó a los ministros de su gabinete. Esperaba, ansiosa, la respuesta que los militares tenían para darle a través de Deheza. La reunión se extendió hasta las 22.30, cuando el ministro de Defensa entró al despacho para anunciar que la definición de las Juntas se posponía un día más.

La carroza para Isabel, que esperaba en el helipuerto de la Casa Rosada, devendría calabaza en el aire, poco después de decolar. El helicóptero que la llevaría a la quinta de Olivos se desvió hacia Aeroparque con la excusa de un desperfecto técnico. Al aterrizar, Isabel supo que todo estaba perdido, los caballos volvían a ser ratones y no habría príncipe que se bajara del corcel para probarle el zapato de cristal. Ya era la madrugada de 24 de marzo.

Después de ser separada de su comitiva, compuesta por Julio González; el edecán naval, capitán de fragata Ernesto Diamante; el jefe de la custodia presidencial, suboficial retirado de la Policía Federal Rafael Luisi, y el oficial principal de la Policía Mariano Troncoso, Isabel fue llevada a trasbordar al avión, un Fokker que la depositó en la residencia del Messidor, Neuquén.

La mandataria depuesta se quejó de irse solo con lo puesto. Tenía frío y le faltaba la ropa, sus artículos personales y sus perros, Canela y Puchi, descendientes y clones simbólicos de aquellos dos históricos caniches de Perón, Monito y Tinolita. Se los llevaría a su nuevo destino la andaluza Rosarito, también histórica ama de llaves del General que Isabel había heredado, junto con la mansión en Puerta de Hierro, que tuvo que vender, y el otro 50% de la herencia de Evita que las hermanas reclamaban.

Isabel ya no tenía miedo de ir presa, como cuando López Rega la dejó sin la custodia de sus secuaces. Ahora temía por su vida:

—¿Me fusilarán? —le preguntó en Aeroparque al general Villarreal, a cargo del operativo del traslado.

Pero a Isabel no la fusilan. Desde Aeroparque la mandan, solo con lo puesto, a Neuquén. Cumplirá cinco años, tres meses y once días en prisión, del 24 de marzo de 1976 al 12 de julio de 1981, “el castigo más largo sufrido por un presidente constitucional argentino”, como lo señala María Sáenz Quesada en su biografía. Otros serán los que sostengan el látigo, otros empuñarán el hacha, otros verdugos, la horca.

¿Es posible sufrir en el paraíso? La residencia del Messidor es un castillo estilo francés con vistas al lago Nahuel Huapi, en los alrededores de Villa La Angostura, propiedad del gobierno de Neuquén desde 1964, que lo ofreció en distintas oportunidades para descanso presidencial. Allí había pasado algunas temporadas Onganía, y harían lo mismo Raúl Alfonsín y Carlos Menem, como cuenta en un artículo en Clarín el periodista Marcelo Helfgot. Pero Isabel no iba a pasarlo nada bien, recluida como una princesa abandonada por su príncipe azul y pasada de edad, en el piso más alto, sin calefacción y de espaldas al lago, vigilada por un nuevo entorno: el de 300 gendarmes dispuestos por la Junta militar para evitar que se fugara a Chile como figura de una posible contraofensiva justicialista (existe, claro, también, la paranoia militar). Allí se corrió el rumor de que tenía un romance con un custodio. No duró mucho en ese lugar. Fue trasladada a la Base Naval Juan Bautista Azopardo, de Azul, provincia de Buenos Aires, donde contaba con la protección de Massera, que amasaba su proyecto presidencialista.

En octubre de 1978, el jefe de la temible Armada la “derivó” al Ejército, que la trasladó a la quinta de San Vicente, la única de las propiedades heredadas de Perón que no le fueron confiscadas por los militares. Cuando en 1981 el “aperturista” Viola reemplazó a su antecesor Videla (el mismo que había dicho: “no esperamos más”), Isabel fue liberada y decidió volver a Madrid. Nunca, ni presa ni libre, dijo estar arrepentida. La mujer que siempre negó sus supuestas dotes para las artes esotéricas, que se declaró ferviente cristiana, jamás mostró remordimiento. Desde España, simplemente, declaró: “Soy solo una humilde mujer que si hubiera sabido su destino se hubiera preparado mejor”.

¿Tuvo la culpa Deheza que negó el golpe, Demarco que no le avisó? ¿No se lo habían escrito los comandantes ese destino, y dicho, y repetido?

A partir de ahora, el último acto de esta obra de teatro empezará a ser escrito para ella, un acto en el que el personaje que Isabel representa cambia el tono y pronuncia las frases en perfecto español, sumándole a la mujer chapada a la antigua, un toque extranjero, una nueva distancia. Lo escribe la Justicia y se expande hasta entrado el siglo XXI.