Nunca escuchamos a un ministro de Salud asumir su gestión con la premisa de convertir al sistema público sanitario argentino en uno como el alemán. Sobran halagos imprecisos al “modelo educativo finlandés”, pero jamás en la historia un ministro de Educación prometió una reforma con ese sello. Y lo mismo en muchas áreas del Estado. Pero con Canal 7, por algún misterioso motivo, pasa y darles algo distinto. La invocación a canales públicos europeos es un rezo laico que declama buena parte de las autoridades que se hacen cargo. Un interventor recordado por cortar manzanas —y darles algunos mordiscos— prometió hacer de ATC, como se llamó el canal entre 1979 y 1999, una Radiotelevisione Italiana o una Televisión Española. Cuando terminó el menemismo, el gobierno que lo sucedió vociferaba una diferencia institucional abismal, pero algunas de sus promesas coincidieron: proyectó imitar un modelo con controles republicanos desde los poderes Ejecutivo y Legislativo, y citó a los clásicos: TVE, RAI, BBC. Antes, mucho antes, en un debate parlamentario al borde de la década del sesenta, un diputado que sería vicepresidente defenestraba a la comisión reguladora de los medios estatales, creada por decreto por el presidente Arturo Frondizi, mientras citaba a la BBC como ejemplo de pluralismo e independencia.
Esa tendencia a citar referencias prestigiantes —sobre cuyo funcionamiento nadie pretende dar mayores detalles— es una característica llamativa de los relatos sobre el canal estatal argentino.
Y contrasta con la descripción del Canal 7 realmente existente: cuando se trata de contar el día a día adentro de los cuatro cubos plantados en Tagle y Figueroa Alcorta, los modelos europeos aspiracionales se estrellan contra un subsuelo y los calificativos de los mismos funcionarios son dantescos: el canal pasa a ser un «monstruo», «un animal», un «agujero negro»: «No se puede creer que exista un lugar así».
También, son muchos los dirigentes que cuando toman las riendas prefieren alejar la hoja de términos y condiciones que hace de esos medios públicos tan admirados lo que son.
Ninguno de ellos ignora la doble naturaleza que recorre a Canal 7: es una emisora de TV y también una empresa estatal cuyas cabezas y lineamientos se definen directamente en el Poder Ejecutivo de cada gobierno que llega a la Casa Rosada. Ese aspecto está impreso desde el mismísimo día de su lanzamiento, el 17 de octubre de 1951, en un acto multitudinario en el que reapareció Eva Perón para empezar a despedirse de su pueblo. La naturaleza política y la naturaleza mediática confluyen y se dan codazos en la pantalla y en el detrás de escena, en la elección de su star system y la de sus directivos, en la jerarquía que adquiere para un gobierno y en su presupuesto, en la decisión de lanzar o de levantar un programa. En el desgaste de estar volviendo a empezar siempre, con cada nueva gestión que desembarca, triunfante, queriendo (¡por fin!) domar a la bestia.
Con distinta forma y distintos personajes, esta historia está llena de repeticiones. Mientras que rara vez se mantuvo un mismo proyecto para el canal estatal frente a un cambio de gobierno, la rotación de directivos en un mismo mandato presidencial fue frenética: en 1971, cuando Canal 7 cumplía veinte años, ya habían pasado por su dirección cuarenta y nueve funcionarios. Los cambios de logo —más de una veintena en setenta años— y de nombre son otro síntoma de volantazos que terminan girando en una rotonda, o Rond Point, como se llamaba el legendario bar de la esquina del edificio donde se llevaron a cabo tantas negociaciones para la historia del canal (y del país).
El Siete se llamó LR3 Radio Belgrano Televisión –cuando nació como una extensión del imperio radiofónico fundado por Jaime Yankelevich y devenido en punta de lanza del sistema de medios radial que fue acopiando el peronismo— , luego LS 82 TV Canal 7, en 1979 inauguró su nombre Argentina Televisora Color (aunque recién transmitió a color un año después) y en 1996 esas siglas se expandieron hacia un ATeCé que hacía juego con UCeDé.
En el año 2000 volvió a ser Canal 7 — el gobierno de la Alianza quería sepultar lo que había sido el ATC de reminiscencias malvinenses y menemistas— , hasta que una propuesta de Televisión Pública en 2006 se convirtió primero en parte de la identidad de la marca hasta comerse al número siete. Hoy al canal lo conocemos — y también nos referimos a él— como TV Pública, aunque su naturaleza siga siendo mayormente estatal.
Los cambios abruptos entre gobierno y gobierno son estructurales y también domésticos: leyes que se vetan, áreas que se duplican para garantizar el verticalismo que pretende la administración de turno, conductores que llegan, otros que se van, logos que cambian, homenajes que están atornillados en las paredes en una gestión y que desaparecen en otra.
Pero así como hay repeticiones, también hay quiebres; saltos que dejan a la pantalla y a la institución ubicados en un lugar distinto del que estaban antes. Su fundación es uno de ellos: en el contexto de una relación expansiva del peronismo hacia los medios de comunicación, la novedosa televisión -iniciativa de Jaime Yankelevich que encontró más eco en Eva que en Juan Domingo-era puro proyecto: había pocos televisores y prácticamente no se lo veía como un instrumento de difusión potente como sí lo eran la radio o el cine. Es por eso que a Raúl Apold, uno de los cerebros de la difusión del peronismo en los medios de comunicación, no le interesó tanto. La única privatización de Canal 7 en su historia sucedió en 1954. Junto con Radio Belgrano, quedó en manos de Jorge Antonio, empresario vinculado al Gobierno quien quiso no solamente profesionalizar la pantalla sino, especialmente, promover el negocio de la importación de 50 mil televisores como para que la nueva tecnología pudiera ser masiva. Tras el golpe de 1955, el nuevo gobierno de facto denunció esa importación como un negociado más de la «segunda tiranía», reestatizó ese y otros medios y avanzó con la política oficial de la desperonización como principal propuesta de contenido mientras ponía su atención en promover el inicio de la televisión privada.
La dictadura iniciada en 1976 también representó un momento troncal, mientras que además del Siete, el resto de los canales de la ciudad de Buenos Aires llevaban ya dos años en manos estatales. El más oficial de todos los canales oficiales de una dictadura que intentaba controlar todas las versiones de sí misma heredó la nueva tecnología adquirida para el Mundial 78 y las instalaciones de Figueroa Alcorta y Tagle, edificadas para ser un centro de producción y no un canal de TV. Con todas las falencias que eso implicaba puertas adentro, el aire de renovación modernizante era evidente. Además, contrataron a uno de los hombres más encumbrados de la industria televisiva que en 1979 -el único año en el que estuvo al mando- armó una programación que por primera vez en su historia superó en rating a todo el resto de los canales. Entre los programas que nacieron en su gestión estaba 60 Minutos, que terminó convirtiéndose en el brazo periodístico más efusivo de la propaganda triunfalista de la guerra de Malvinas y en el escenario favorito de Ramón Camps para hostigar y amenazar a personas que denunciaban los crímenes de la dictadura en el exterior. Durante la guerra, ATC fue también la casa de la maratón para juntar fondos para Malvinas, otra iniciativa que recibió el sello de estafa en la memoria colectiva.
Con nuevo nombre, nuevo logo, nuevo edificio y una programación exitosa y también traumática, todo creado durante la dictadura, el alfonsinismo intentó, entre asambleas sindicales a las que asistían empleados armados, sabotajes en la pantalla y el estallido de bombas, imprimir algo de la apertura social de la primavera democrática.
Lo logró a medias, hasta que su propio invierno político y económico hizo caer ese y otros proyectos.
En la década del 90, ATC también dialogó con una época fundada conceptualmente por el Consenso de Washington: coqueteó con la privatización durante los dos mandatos de Carlos Saúl Menem y también con una pantalla que quería mostrarse comercial y competitiva. Pero el canal quedó asociado con otro lugar transitado de su tiempo: el uso de las instituciones públicas para los negocios privados y el descontrol administrativo.
El último hito de esta historia empezó en 2008, después de que el vicepresidente del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner votase en contra de un proyecto de retenciones a las exportaciones agropecuarias del Poder Ejecutivo en el marco de una crisis política vigorosa que provocó un dominó de cambios institucionales, políticos y discursivos. Los medios, y especialmente el Grupo Clarín, el más concentrado de la Argentina, se convirtieron en el antagonista más sostenido y Canal 7, ya con el nombre de TV Pública, en uno de los escenarios predilectos para articular y mostrar la posición del gobierno en esa confrontación. El canal no solamente tuvo una pantalla sin fisuras en su defensa de la administración nacional, sino que contó con el fútbol más popular, acciones de ambiciosa producción, una renovación tecnológica que lo dejaba en pie de igualdad o incluso por delante de la competencia privada, una vocación por revisar la historia más y menos reciente y un programa político, 6, 7, 8, que duró siete años -nunca en Canal 7 un programa así había durado tanto, protagonizó y por momentos guionó los términos de una de las caras de la polarización que caracterizó a la conversación pública en esos años.
Este libro se para ahí donde la doble naturaleza del canal se encuentra: donde las decisiones de política coyuntural, entendidas como designaciones, leyes, internas partidarias y también como ideas, se traducen en una propuesta de pantalla disponible para todo el país. Ese borde es poroso: aunque la imagen de la mano negra que escribe los guiones de la patria audiovisual es tentadora, los vínculos entre imágenes y poder se materializan de formas múltiples y diversas.
Así como no se propone trazar una descripción minuciosa de todos los contenidos que nutrieron a la pantalla de Canal 7, hay programas que sí pueden ser particularmente leídos por su tiempo: desde ficciones potentes en los años sesenta, con temáticas que intentaban filtrar los cambios que vivía la sociedad a pesar del corset que imponía el poder militar, hasta la parodia a empleadas públicas ineficientes y maltratadoras mientras buena parte de los servicios públicos se privatizaban; desde tiras hechas sin presupuesto en las que los protagonistas hablaban de abortos, embarazo adolescente o divorcio con la única escenografía de un sillón y una mesa ratona, hasta superproducciones atentas a revisar y crear imágenes y narrativas sobre la historia argentina.
La relación del canal con su época se lee delante y detrás de la pantalla. El hecho de que este libro se dedique a la doble naturaleza, política y mediática, de Canal 7 no significa que la televisión privada -y los medios privados en general- estén exentos de las interferencias de gobiernos, oposiciones y otros grupos de poder. Ese era un ideal que apareció en algunos periodistas televisivos en la década del 60, cuando surgieron los canales privados que empezaron a contratarlos, y que es fácil desmontar gracias a grandes trabajos de investigación como los dos tomos que componen la historia de Clarín, escritos por el periodista Martín Sivak, la biografía de Jacobo Timerman, de Graciela Mochkofsky, y tantos otros trabajos de análisis de la prensa privada, desde Regueros de tinta, de Sylvia Saítta, sobre el diario Crítica, hasta el reciente Progresistas fuimos todos, de Eduardo Minutella y María Noel Álvarez, sobre semanarios de fines de los 90, entre otros que están consignados en la bibliografía.
En Canal 7, sin embargo, la interferencia es una política pública, interpretada de distinto modo y asumida con más y menos desfachatez a lo largo de sus setenta años, si bien la sanción de la última Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual propuso algunas innovaciones que no se terminaron de consolidar en la práctica. Aun así, el canal estatal dialoga con el ecosistema privado. En 2021, cuando se imprime este libro, resulta obvio mirar el período kirchnerista en Canal 7 como una respuesta al conflicto latente y ubicuo entre el gobierno y el Grupo Clarín, cuya línea editorial opositora en todos sus medios fue contundente y también definió el tono de la época. Pero es menos obvio -o lo recordamos menos- ver cómo funcionaba este Triángulo de las Bermudas en la actitud diferenciada que tuvo el menemismo hacia el canal en sus dos mandatos, antes y después de su enemistad con el diario más leído del país y de declarar, en 1995, que le había ganado a la oposición y a los medios de comunicación. O leer retrospectivamente el levantamiento carapintada de 1987, evento que el gran diario argentino cubrió desapasionadamente al punto de que sus periodistas pidieron a la cúpula, sin éxito, que ese Viernes Santo el diario fuera publicado a pesar del asueto: ATC, en cambio, hizo una cobertura maratónica, épica y en vivo de cuatro días en defensa de la democracia.
No solo eso: la forma en la que el canal fue narrado desde revistas y diarios no siempre fue inocente. Especialmente en momentos sísmicos para la industria de los medios como la privatización de los canales a comienzos de los 90 y el inicio de los holdings: por esos días, con la inestimable ayuda de las gestiones oscuras de los interventores de turno, las revistas describían un circo decadente y sin rumbo. Casualmente, el canal era una competencia para sus flamantes socios audiovisuales.
Venía estudiando y trabajando en cuestiones vinculadas con los medios públicos cuando la trama del canal me abdujo: fue concretamente el día en que conocí el edificio y vi entrar bebés en sus cochecitos. cochecitos. Cuando pregunté el motivo, me contaron que adentro funcionaba un jardín de infantes para los hijos y las hijas de los empleados. Tuve la sensación de que ese lugar algo oculto y problemático encerraba una historia de los medios, del país y también del Estado. Empecé entonces mi investigación. El archivo audiovisual y el archivo estatal están especialmente dispersos e incompletos.
Para este libro revisé actas de directorio de Canal 7 del primer año de la dictadura de 1955, las de ATC entre 1979 y 1983 y las más recientes después de establecida Radio y Televisión Argentina Sociedad del Estado. En los archivos públicos -especialmente el Archivo General de la Nación, el Archivo de la Memoria, el área de Archivos y Colecciones particulares de la Biblioteca Nacional y la Biblioteca del Congreso de la Nación- y privados –colecciones de artistas, funcionarios o trabajadores que pasaron por el canal- encontré indicios del vínculo que cada gobierno, por acción u omisión, quiso entablar con su canal: desde informes de gestión o proyectos de ley hasta circulares confidenciales con informes de inteligencia sobre las autoridades designadas o una guía útil sobre qué programas y temáticas eran aceptables y cuáles no.
Realicé más de ciento cincuenta entrevistas a funcionarios, trabajadores, artistas, periodistas, personas que estuvieron unos meses o cuarenta años y que fueron aportando miradas, recuerdos y opiniones. Fueron un punto de partida y, a veces, ante la falta de un archivo televisivo completo y ordenado y las complejidades de encontrar documentación en una institución tan sinuosa, de llegada.
Para algunos períodos, la revisión de diarios y revistas fue la única manera de reconstruir las líneas internas que confrontaban por el destino del canal, así como el constante acompañamiento de las enciclopedias que se dedicaron a la titánica tarea de contar y analizar las grillas de la televisión argentina desde sus inicios, especialmente Estamos en el aire, escrita por Carlos Ulanovsky, Silvia Itkin y Pablo Sirvén, el resto de los libros de historia de medios de Ulanovsky y_Sirvén y los tomos de La magia de la televisión, a cargo de Jorge Nielsen. Del mismo modo, De la concentración a la convergencia, de Martín Becerra, y Mucho ruido y pocas leyes, editado por Guillermo Mastrini, junto con otros libros y artículos de los investigadores sobre estructura de propiedad y la intervención que los estados hacen y deshacen a la hora de regularla, fueron indispensables para situar las problemáticas del medio estatal en el contexto de un ecosistema privado concentrado. Televisión criolla, de Mirta Varela, me aportó una mirada lúcida y documentada sobre las primeras décadas de un electrodoméstico que ingresó en la vida cotidiana de las personas.Canal Siete, medio siglo perdido, que el periodista Leonardo Mindez publicó en 2001, fue una referencia sobre el cruce entre regulación y desarrollo del canal, a la vez que una lectura atenta a su dificultad para sostener un proyecto independiente en el tiempo. Otras investigaciones, consignadas en la bibliografía de este libro, fueron, también, fundamentales.
Eso se complementó con horas y horas de programas de televisión en las que aproveché la existencia del reciente Archivo Histórico de Radio y Televisión Argentina, de otras fuentes públicas y privadas y, obviamente, de YouTube.
Los empleados están agremiados principalmente en cuatro sindicatos: SAT (Sindicato Argentino de Televisión), SiPreBa (Sindicato de Prensa de Buenos Aires), SAL (Sociedad Argentina de Locutores) y APJ (Asociación de Personal Jerárquico), creado en 1988 y solo presente en Canal 7. Apenas en algunas situaciones especialmente críticas estos gremios caminaron juntos. No hay entrevistado –ni de parte de “la gestión” ni de los empleados- que no haya hecho mención al poder sindical en el canal y, en menor medida, a las peleas cotidianas entre los mismos sindicatos, especialmente el SAT y SiPreBa (que hoy agrupa a la mayor parte de los periodistas). Los más antiguos ya vieron pasar unos ocho recambios de gobierno, que se multiplican como panes y peces adentro de las cuatro paredes de Tagle: con la excepción del segundo gobierno de Cristina Kirchner, no hubo en la historia del canal un director ejecutivo que abarcara un mandato presidencial completo. Los trabajadores saben que, más allá de su entusiasmo y sus promesas, las autoridades están de paso.
Y a veces hasta lo dicen:
-¿Sabés a cuántos como vos vi pasar? -repiten ex gerentes, ex directores, ex asesores la frase que les han dicho y que suele funcionar como un cross a la mandíbula para bajar el copete inaugural.
La dinámica es muy propia del canal y de su naturaleza estatal. Es, además, el argumento implícito que subyace en las descripciones esperpénticas que se hace de Canal 7 desde la prensa privada y que suele acompañarse de la filtración de sueldos y la descripción de formas de trabajo muchas veces obsoletas definidas por viejos convenios que en el canal estatal se cumplen más que en ningún otro lado: las más habitualmente señaladas como inadmisibles por las autoridades son la cantidad de gente indispensable para conformar un móvil de exteriores, la inflexibilidad en la definición de tareas, la participación de los gremios en decisiones que creen que no les corresponden o la obligatoriedad de contar en la producción con recursos humanos cuyas tareas ya quedaron vetustas frente a cambios tecnológicos. Los trabajadores, por lo general y más allá de que la pelea toca bordes hostiles, interpretan con orgullo la frustración de los dirigentes transitorios: gracias a ellos, no pueden hacer lo que quieren.
Cuando las flamantes autoridades idealizan a medios públicos europeos no explican con precisión qué los convierte en instituciones a imitar. Tampoco señalan las crisis que todas esas grandes casas, hijas de los estados de bienestar, atraviesan en sus respectivos países, sumado a las críticas por sesgos y por presupuestos que tienen temporadas altas y desafiantes. Mucho menos abordan en profundidad los mecanismos que tienen estos medios –que no son solo canales de televisión- para brindar ciertas garantías de independencia gubernamental, que de ninguna manera es infalible.
En el caso de la BBC, su gobernanza, la elección de sus directivos y contralores y su forma de rendir cuentas es un tema cambiante, polémico, complejo, que cada tanto vuelve a convertirse en una discusión convocante incluso para la ciudadanía, que paga anualmente una licencia destinada a su manutención.
En Argentina, el pico de esa discusión fue la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que le dedicó artículos a crear una organización que tomara decisiones sobre los medios de gestión estatal con representación de las minorías del congreso, toda una innovación en una historia netamente definida por el Ejecutivo.
Sin embargo, la creación de Radio y Televisión Argentina y la participación de las minorías parlamentarias en el directorio coincidió con uno de los momentos de mayor compromiso y fervor oficialista de la pantalla en la historia democrática. Paradojas de las instituciones en Argentina: el gobierno de Mauricio Macri asumió repitiendo un discurso que bregaba por un mayor pluralismo en los medios estatales, al mismo tiempo que por decreto creó otra dependencia, con rango ministerial y línea directa con el Ejecutivo, para estar por encima de RTA. Institucionalmente, los medios de gestión estatal quedaron más gubernamentales que antes.
Más allá del patrón oro que embellece, vistos desde el Hemisferio Sur, a los medios públicos de las democracias liberales, hay muchas formas de ser un medio público y no solo la que está definida en ese modelo comunicacional. Lo público, como dice Nora Rabotnikof, que se ha dedicado a descifrar las múltiples ideas a su alrededor, también puede ser interpretado como lo que es para todos -lo que llega a todos- o lo que es visible para todos. Pero sobre Canal 7 pesa una sombra de enigma que se convierte con demasiada facilidad en un manto de sospecha. Al punto tal que cuando un mail anónimo enviado a la presidenta de RTA denuncia el retiro de grandes sumas de dinero en efectivo -luego se sabrá que fueron 11 millones de pesos- para una producción en curso, la noticia, denunciada por la misma autoridad a la que le llegó la información y cubierta con frenesí por los medios privados, pareció asimilarse rápidamente a una historia de negocios espurios que cuenta con algunos hits, como la autocontratación de un interventor que terminó procesado (y luego sobreseído), las contrataciones directas injustificadas y tantos otros etcéteras. Si el sesgo extra comete una injusticia cuando da a entender que de Canal 7 solo podemos esperar ese tipo de sobresaltos, la opacidad es una cualidad histórica con la que carga la TV Pública.
En el sitio web de RTA aparecen las compras y contrataciones pero no hay información sobre su presupuesto, escalas salariales, declaraciones juradas de funcionarios y otros elementos que evalúa la Agencia de Acceso a la Información Pública. Los concursos para los nuevos ingresos tampoco se difunden apropiadamente. Y sus actas de directorio son unos libros que podrían estar parcial o totalmente online pero parecen guardados bajo siete llaves. Para esta investigación, se realizaron reiterados pedidos oficiales para poder leerlas entre 2018 y 2019 que nunca fueron respondidos. En 2021, un último intento logró el objetivo.
Hacer una televisión pública a la vista de todos es, también, una cuenta pendiente.
***
Dos jóvenes se sacan una selfie en Figueroa Alcorta y Tagle y buscan el mejor ángulo. De fondo están los cuatro cubos que componen el edificio de la TV Pública. Construido en tiempo récord para el Mundial 78, cuenta con un detalle arquitectónico central: el plano inclinado que hace converger el edificio con la calle y que originalmente era el ingreso a una plaza pública, con un anfiteatro, al que asistían adultos y niños porteños. Pero las filtraciones de agua, entre otras cosas, convirtieron a esa terraza en un dolor de cabeza. Desde su inauguración, lleva más tiempo clausurada que abierta, como una mancha gigante de hormigón privada del uso público imaginado. La chica advierte que en su selfie está por salir el edificio.
-¡Esto no, que es una ruina!- dice, antes de girar el teléfono. Los escucha una mujer que trabaja como peluquera en el lugar hace 40 años. Les dice: “Este edificio no es una ruina, ¡debería ser un orgullo!”. Pero la pareja no se conmueve.
Con tristeza, la peinadora que domó las cabelleras de Raúl Alfonsín, Carlos Balá y Sandro, que transita la “Avenida del trabajo”, como se llama puertas adentro del edificio al enorme pasillo del que se ramifican talleres de escenografía, carpintería, utilería, estudios, paralela a la “Avenida Yankelevich”, el pasillo principal y más ambientado con memorabilia, y a “Florida”, donde están las oficinas; una mujer que no dudó en abrazar al edificio cuando el rumor de la privatización pasó de nutrir charlas de despachos a redactarse en un decreto, y que considera al canal su segundo hogar constata uno de los talones de Aquiles de ese monumento enigmático plantado en la zona más cara de la Capital Federal, del primer canal de la Argentina que acumula nombres, directivos y programas: la falta de apego del público con la institución.
No es un tema menor: el panorama concentrado de los medios convive con una producción que tiende a condensarse en cuatro o cinco plataformas transnacionales. Los medios públicos en todo el mundo están discutiendo -y la pandemia reflotó el debate- cuál es su valor, cuál es su distintivo y cuál puede ser el potencial de la intervención estatal en eso que vemos para informarnos, educarnos y entretenernos, en el living de nuestras casas o en los celulares.
Después de 70 años de historia, Canal 7, con su doble naturaleza a cuestas, enfrenta también ese desafío de cara al futuro: el desafío por su relevancia.
☛ Título Pantalla partida
☛ Autor Natalí Schejtman
☛ Editorial Planeta
Datos de la autora
Periodista, nació en 1982. Comenzó su carrera en las redacciones de las revistas Para ti y TXT, luego por el suplemento “Radar”, de Página/12 y el diario Perfil.
Fue productora de proyectos digitales de Canal Encuentro y escribió y sigue colaborando con distintos medios como Rolling Stone, La Nación, Anfibia y elDiarioAR, entre otros.
Forma parte del equipo de investigación del programa “Industrias culturales, medios y políticas de comunicación en la convergencia” de la Universidad Nacional de Quilmes.
Es la coordinadora nacional por Argentina de Input, una red mundial de televisiones públicas.