DOMINGO
LIBRO

El debate sobre el lengu@je

Los géneros de nuestras palabras.

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En tiempos de grieta feroz, la filósofa Diana Cohen Agrest defiende la capacidad transformadora del disenso y despliega los dilemas éticos de nuestro presente, confrontando argumentos sin perder el equilibrio. | juan salatino

Comprender de qué hablamos cuando hablamos de lenguaje inclusivo implica, antes que nada, diferenciar el sexo biológico de la identidad de género. La palabra “género” fue utilizada por primera vez por John Money, psicólogo y médico neozelandés, en 1955, aludiendo “a los modos de comportamiento, forma de expresarse y moverse, y preferencia en los temas de conversación y juego que caracterizaban la identidad masculina y femenina”. La expresión fue difundida por las feministas de los años 70. 

Pero concentrémonos primero en la distinción mencionada: la biología clasifica en dos categorías a los seres humanos, varón y mujer, sobre la base de los genitales, las hormonas y los cromosomas. En cambio, el género depende de la autopercepción o de la autodesignación, de cómo se vivencie subjetivamente una persona. 

El sexo biológico y la identidad de género pueden coincidir, como en las personas calificadas recientemente de “cisgénero”. Además de las “personas binarias”, que son aquellas que se sienten o bien varón o bien mujer, hay quienes no se autoperciben ni como hombres ni como mujeres y se los llama “no binarios”. El término designa a personas “transgénero” y/o “intersexuales”, quienes se sienten y autodesignan con una identidad de género opuesta a su sexo biológico ni totalmente masculina ni totalmente femenina. Otros se vivencian de un género u otro según el momento y a ellos se los llama de “género fluido”. Por ejemplo, en algunas universidades de Estados Unidos, hubo alumnos que se inscribieron en un semestre como varones y en el siguiente como mujeres.  

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Mientras que la identidad de género se vincula con el modo de ser, la orientación sexual designa los gustos sexuales hacia otras personas, ya sea en lo físico como en lo emocional. Según su orientación, los heterosexuales se sienten atraídos por el otro sexo, los bisexuales por los dos sexos y los homosexuales por su mismo sexo. Pero, dado el tema que trataremos, es esencial tener en cuenta que el lenguaje inclusivo no tiene que ver con la orientación sexual, que designa hacia quiénes se siente la persona atraída, sino con la identidad de género, con cómo se vivencia subjetivamente esa persona. 

Curiosamente, tal como señala el escritor y periodista español Alex Grijelmo, a quien volveremos más de una vez, el término “género” en español es un anglicismo y, para peor, un resabio victoriano de la cultura puritana, en la cual mencionar la palabra “sexo” contravenía los buenos modales de la época. De allí que por ese entonces se empleara, a modo de eufemismo, “género”, término que hoy alude a la construcción social de los papeles (auto)asignados a varones y mujeres. Y, para aumentar aun más la confusión, ciertas teorías constructivistas radicales solo hablan de género -abarcando con este término al sexo y al género propiamente dicho-, pues sostienen que tanto uno como el otro son construcciones sociales. 

Si se adopta este enfoque, es fundamental distinguir entre el sexo biológico (rasgo biológico propio de los seres vivos), el género gramatical (categoría que se aplica a las palabras) y el género como constructo sociocultural (roles, comportamientos, actividades y atributos que una sociedad determinada en una época determinada considera apropiados para los seres humanos de cada sexo). Aunque hay dos sexos biológicos, masculino y femenino, si nos atenemos al lenguaje, hay tres géneros gramaticales: el masculino, el femenino y el neutro. Muestra de esta triple clasificación son los pronombres: hablamos de aquel, aquella y aquello. De cualquier forma, conviene tener presente que “las palabras tienen género (y no sexo), mientras que los seres vivos tienen sexo (y no género)”. 

Dado que el lenguaje en general es definido por la Real Academia Española (en adelante, RAE) como la “facultad del ser humano de expresarse y comunicarse con los demás a través del sonido articulado o de otros sistemas de signos”, en cambio, este tipo especial de lenguaje inclusivo en cuanto al género es el modo de expresión que evita las definiciones de género o sexo y abarca a mujeres, varones, personas transgénero e individuos no binarios por igual. De allí que, antes que nada, pasaremos revista a algunos de los términos que forman parte y nos ilustran sobre el léxico identitario. 

El término “género” se incorporó en la Declaración de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Beijing en 1995 con el auspicio de las Naciones Unidas, donde se congregaron cinco mil delegados de ciento ochenta y nueve Estados miembros de la ONU. En 2018, fue incorporado en el Diccionario de la RAE, definido como “grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, entendido este desde un punto de vista sociocultural en lugar de exclusivamente biológico”. 

Otro término receptado es “empoderar”. Recogido por el Diccionario panhispánico de dudas, dicho verbo es un anglicismo que proviene de empower, uno de cuyos sentidos es otorgar poder a un colectivo desfavorecido socioeconómicamente, en este caso, las mujeres y otros colectivos tomados genéricamente. 

El lenguaje inclusivo se suele valer de la composición o combinación de un término o un prefijo con otros: hetero-patriarcado, hetero-sexual, como tantos otros. En una de sus acepciones, la RAE define el patriarcado como “la organización social primitiva en la que la autoridad es ejercida por un varón jefe de cada familia, extendiéndose este poder a los parientes aun lejanos de un mismo linaje”. Y en cuanto a “heteropatriarcado”, la RAE señala que el prefijo “hetero-” aporta el sentido de “heterosexual”; así, esta palabra vendría a designar el “sistema de organización sociopolítica basado en la primacía de los varones heterosexuales”, un compuesto del término “patriarcado” precedido por un acortamiento de heterosexual. 

El “androcentrismo”, según la RAE, es aquella “visión del mundo y de las relaciones sociales centrada en el punto de vista masculino”. Pues bien, ¿en qué se diferencia el “androcentrismo” del “sexismo”? En palabras de Eulalia Lledó : 

“El sexismo es fundamentalmente una actitud que se caracteriza por el menosprecio y la desvalorización, por exceso o por defecto, de lo que somos o hacemos las mujeres […]. El androcentrismo, en contraste con el sexismo, no es tanto una actitud como un punto de vista. Consiste fundamentalmente en una determinada y parcial visión del mundo, en la consideración de que lo que han hecho los hombres es lo que ha hecho la humanidad o, al revés, que todo lo que ha realizado el género humano lo han realizado solo los hombres, es pensar que lo que es bueno para los hombres es bueno para la humanidad, es creer que la experiencia masculina incluye y es la medida de las experiencias humanas”. 

Otro de los términos que se reitera es “sororidad”, recogido por la RAE en tres acepciones: 1. Amistad o afecto entre mujeres. 2. Relación de solidaridad entre mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento. 3. En los Estados Unidos de América, asociación estudiantil femenina que habitualmente cuenta con una residencia especial. En español, es un “neologismo con el que se pretende expresar y favorecer la solidaridad entre mujeres”, tal como lo caracteriza Grijelmo, quien amplía el significado del término cuando aclara que: 

“A este sustantivo abstracto le acompaña el más concreto sororas. En inglés se usaba para designar los movimientos que promovían hace años las estudiantes en las universidades de Estados Unidos a fin de recoger donaciones benéficas mediante fiestas y otros actos. Aquellas sororities (o “sororidades”) pretendían diferenciarse, obviamente, de las mismas asociaciones formadas por varones, llamadas fraternities o frats”.

Finalmente, no está de más aclarar que se recomienda revisar la locución “violencia de género” corriente, por su ambigüedad y equivocidad. Pues la pregunta inmediata es: ¿de qué género se trata? ¿Qué género ejerce violencia sobre qué género? Y sustituir esta expresión por “violencia machista”.  

A mi juicio, es preferible conservar el sintagma -esto es, un grupo de palabras que constituyen una unidad sintáctica- “violencia de género” para designar otras violencias ejercidas, sin especificación de género (…)

No hay nada nuevo bajo el sol

La intervención denominada “lenguaje inclusivo” en cuanto al género se alzó contra “el sexismo codificado en la lengua”. Según sus defensores, a lo largo de milenios las lenguas fueron codificando un masculino genérico. En el marco de las teorías de género, se afirma que la lengua reprodujo el papel de los hombres o del macho de la especie en los animales no humanos. En el curso de miles de años, ellos acapararon absolutamente todos los espacios y decidieron la distribución de los bienes valiosos en el ordenamiento social. Esa supremacía de un género sobre otro tuvo como correlato una codificación lingüística ordenada por un código masculino neutro. Se habló entonces de “el animal”, cubriendo con ese término al macho y a la hembra indistintamente. 

Sin embargo, la historiografía de la lingüística feminista nos narra otra historia. Si procuramos examinar fundadamente esta problemática, debemos volvernos hacia muy atrás, hacia esa protolengua que fue el indoeuropeo. Datado desde el año 3000 a. C., fue la lengua madre de más de ciento cincuenta lenguas habladas en esa vasta región que es la actual Europa, la antigua región conocida como Gran Irán y el Asia meridional, incluida la India. En su origen, la lengua estaba formada por dos géneros: uno designaba a los seres animados (personas y animales) y otro a los inanimados (una roca), porque para ellos era una cuestión de vida o muerte distinguir todo aquello que se desplazara en el espacio y que pudiera llegar a ser una amenaza a su vida (un presunto enemigo, ya hombre, ya animal), por un lado, de lo que se mantenía inmóvil y presuntamente no desafiaba su supervivencia, por otro. 

Una vez más, conocidos los dos géneros de esta protolengua, y los motivos de su distinción, Grijelmo nos ilustra que: 

“A partir del genérico para seres animados que existió en el indoeuropeo, se añadió una marca para el femenino, un género marcado, mientras que el masculino se quedó con la marca cero (o morfema cero), un género no marcado. […] El masculino y el genérico se quedaron con ese morfema cero, que fue ocupado por una -a para el femenino […]. Por tanto, el masculino genérico no es fruto del patriarcado, sino de la visibilización de las mujeres y las hembras cuando se hicieron presentes en el idioma”. 

El lugar de la mujer fue cobrando relevancia en la crianza de su progenie o en la elaboración de los alimentos con las provisiones de la caza y de la pesca que le eran provistas por los varones. Mediante un sistema de alianzas, la formación de las familias dio lugar al reconocimiento de la mujer y, con ese cambio, a la aparición del masculino genérico que designaba a los varones. A diferencia de la interpretación del feminismo, según el cual el género masculino (el hombre) nació como un género específico y luego se fue ampliando hasta cubrir tanto a mujeres como a hombres, la historia nos enseña un derrotero distinto: el término “mánu-“, en esa protolengua, el indoeuropeo, designaba a la persona sin distinción de género, del que deriva, entre otras lenguas, el man inglés y el Mann alemán, que designa al hombre. Es notorio, entonces, que con el correr del tiempo adquirió un significado específico de género masculino. La secuencia temporal, entonces, no puede respaldar la afirmación de que un término específico de género (masculino) se amplió para abarcar a ambos géneros (masculino y femenino). No obstante, este itinerario corrió paralelo al uso de términos como él y hombre, a los que se les atribuyó una falsa neutralidad que perpetuó la creencia de que los hombres son el paradigma para la humanidad. 

Aunque existen asimetrías de género en la mayoría de los idiomas, si no en todos, pueden ser más o menos notorias según sea su estructura. Partiendo de la premisa de que las palabras contribuyen a perpetuar el sesgo de género, estas se clasificaron según tres categorías: lenguajes de género gramatical, lenguajes de género natural y lenguajes sin género. 

En primer lugar, son lenguajes de género gramatical el checo, el alemán, el francés, el italiano y, por supuesto, el español, porque cada sustantivo tiene un género gramatical (el mar, la ventana), y el género de los sustantivos de personas (padre, María) suele expresar el del referente, la idea u objeto material que está en la realidad y al cual nos remite la palabra. El enunciado que los incluya carga con el género de ese sustantivo. En estas lenguas, el pronombre masculino es empleado usualmente para referirse a hombres y mujeres. 

En alemán, los sustantivos masculinos sirven como etiquetas para grupos mixtos de género (por ejemplo, einige Lehrer, masculino plural, “algunos profesores” remite a un grupo de profesores y profesoras). El artículo determinado femenino es die y el masculino der. El artículo determinado plural para ambos géneros es igual al femenino, die. A diferencia del español, el alemán dispone además de un artículo de género neutro, el das, empleado para sustantivos que abarcan ambos géneros, así como para algunos objetos. Das Kind, por ejemplo, significa indistintamente el niño o la niña. Pero el artículo plural neutro de das Kind es die Kinder. Por lo tanto, las formas masculinas no solo designan a los varones, sino también a grupos mixtos o referentes cuyo género se desconoce o no se especifica. 

Al igual que con el español, el feminismo viene imponiendo un lenguaje inclusivo que rechaza este uso del idioma, reproduciendo las terminaciones femeninas como in o su plural, innen. Esta tendencia da lugar a la sustitución del plural genérico basado en el género masculino die Lehrer (los profesores) por la expresión die Lehrer und Lehrerinnen (los profesores y las profesoras). Para sumar más confusión, y con el fin de feminizar el sustantivo, otras formulaciones recientes, como Lehrer*innen o LehrerInnen, añaden un asterisco o una I mayúscula destinados a remarcar la presencia de los dos géneros. 

En segundo lugar, son lenguajes de género natural el inglés o el sueco, porque los sustantivos de personas suelen ser neutrales en cuanto al género (por ejemplo, neighbor, vecino o vecina en inglés) y los géneros que denotan se expresan con pronombres personales (he/she/it), los cuales son casi la única fuente de expresión de género. 

Finalmente, son lenguajes sin género el finlandés o el turco, pues no asignan género ni a los sustantivos ni a los pronombres personales. El género se expresa solo a través de atributos como “hombre / mujer” [maestra], o en palabras léxicas de género como “mujer” o “padre”. 

En conclusión, las asimetrías de género y lingüísticas de género (entre otras, las del español) son mucho más visibles en los lenguajes gramaticales de género que en los lenguajes de género natural o sin género. Denunciando la universalización del género masculino, los estudios de género sociolingüísticos se enfocaron en cambiar el lenguaje para cambiar la realidad. ¿En qué razones se basaron esas denuncias y cuáles fueron las respuestas recibidas? (…)

Reinas malvadas o huérfanas abandonadas 

Las feministas también han argumentado que términos como “él” y “hombre” contribuyen a hacer que las mujeres sean opacadas, cuando no a invisibilizar su existencia. Lo importante es la fuerza que tiene el lenguaje no solo para crear realidad, sino para representarlas. Resulta imposible pensar algo si no podemos nombrarlo. Por tanto, si nos remitimos a muchas narraciones tradicionales, las niñas solo pueden autorrepresentarse como princesas o reinas malvadas, o huérfanas abandonadas. Y “si no nos nombramos, no podemos ser, no podemos hacernos, no podemos pensarnos en un futuro. Así que no me parece tan disparatado emplear más el femenino”.

Ausencia de significante no es ausencia de significado 

El significante “mesa” (es decir, la palabra pronunciada o escrita) nos hace pensar en la imagen (el significado) de una tabla que puede ser de materiales diversos (madera, cristal, metal), con cuatro, tres, dos o incluso una sola pata que sostenga la totalidad de la estructura superior. La ideación que se activa cuando escuchamos o leemos el significante abarca los elementos que componen la mesa porque, de la diversidad de instanciaciones de mesa, de todas las mesas que observamos a lo largo de nuestra vida, por un proceso de abstracción tomamos las propiedades inherentes a todas las mesas, esto es, el concepto general “mesa”, aun cuando nos imaginemos una mesa particular, la mesa de mi casa: de madera laqueada de color blanco y con cuatro patas, detalles que no están en el significante, pero sí en la representación mental de la mesa. 

En otras palabras: del hecho de que omitamos los componentes de una mesa no se infiere que estén ausentes, es decir, “no se debe confundir ‘ausencia del género femenino’ en el significante con ‘invisibilidad de las mujeres’ en el significado”. 

La fuerza performativa del lenguaje 

La evidencia psicolingüística prueba que, cuando se piensa un pronombre o un adjetivo masculino, las leyes de asociación remiten a hombres y no a mujeres. Al utilizar el genérico masculino, las mujeres no son representadas por igual, pues en el imaginario, cuando se oye o se lee una palabra, el significante es asociado intuitivamente a un significado masculino: 

Si comienzas a escribir un libro sobre el hombre o a concebir una teoría sobre el hombre, no puedes evitar usar esa palabra. No puedes evitar usar el pronombre que sustituye a esa palabra y usarás el pronombre “el” como un simple hecho de conveniencia lingüística. Pero antes de que llegues a la mitad de ese primer capítulo, una imagen mental de esta criatura en desarrollo comenzará a formarse en tu mente. Será la imagen de un hombre y él será el héroe de la historia. 

Un dispositivo lingüístico para contrarrestar esta asimetría es ser consciente de que, a mayor uso del lenguaje inclusivo, mayores son las probabilidades de representarnos a mujeres. 

En el intento de mejorar la igualdad de género y la tolerancia hacia las comunidades de lesbianas, gays, bisexuales y transgénero (LGBT), se intentó responder mediante tres experimentos a gran escala en Suecia a la siguiente interrogación: ¿acaso los dispositivos lingüísticos como el uso de pronombres y palabras neutrales reducen los prejuicios que favorecen a los hombres sobre las mujeres, los gays, las lesbianas y las personas transgénero? La evidencia muestra que, en comparación con los pronombres masculinos, el uso de pronombres de género neutro disminuye la prominencia mental de los hombres. Pero no es necesario hacer megaestudios sociales: si pedimos a alguien que mencione un científico del siglo XX, la mayoría nombrará a Albert Einstein (1879-1955), quien fue laureado con el Premio Nobel de Física en 1921, y no a Marie Curie (1867-1934), quien lo fue en 1903 junto a su marido y Henri Becquerel (quien pudo ser determinante en la elección) y tuvo que esperar a 1911 para ser galardonada con el Premio Nobel de Química. Adviértase: pese a ganar dos Premios Nobel, probablemente se mencionará a Einstein.

 

Confusión del orden simbólico 

Al añadir palabras innecesarias, obligamos a una decodificación más compleja. El uso del lenguaje inclusivo no solo no empodera ni soluciona problemas, sino que los crea: en español, la concordancia en género y número del adjetivo con el sustantivo no es opcional (“la pequeña cabaña se alzaba junto al pequeño arbusto”), ni siquiera en los casos en que el sustantivo es invariable, como lo es el término “estudiante”. Y si se pretende usar el género neutro, la coherencia exigiría usarlo en toda la oración: “hay muches niñes buenes, les verdaderes maestres”, y no solo para el sustantivo. 

El empleo de signos como la arroba (@), que no es una letra, o como la x, para componer palabras supuestamente genéricas (como l@s argentin@s o lxs argentinxs), da como resultado algo impronunciable. No hay manera de pronunciar ese signo, salvo diciendo la palabra completa: arroba. El femenino genérico (en lugar del masculino) es factible en algunas ocasiones, pero imposible en otras: el problema no se presentará solo al hablar, sino incluso al leer. Porque, en toda lectura, se produce en nosotros un proceso de subvocalización, la voz interior que nos decimos en nuestro fuero íntimo pero que no está representada, creando un problema donde antes no se lo percibía. Antes de exigir semejante esfuerzo cognitivo tanto del emisor como del receptor del mensaje, comencemos por no confundir el lenguaje del activismo feminista con el lenguaje inclusivo genuino, que trasciende el discurso. 

Por último, cuando se emplea la lengua en la transmisión de conocimientos tal como se pretende hacer en los claustros universitarios y en el nivel escolar, emplear el lenguaje inclusivo carece de sentido. Dice el doctor en Filosofía de la Universidad de Heidelberg y autor del libro “Virtudes de la imposición teórica” Carlos Parajón: “Si se afirma la general sumisión del pensamiento a la manera corriente de hablar, es absurdo aguardar que su liberación consista en abandonar ciertas convenciones para someterse a otras”.

 

☛ Título: Elogio del disenso

☛ Autora: Diana Cohen Agrest

☛ Editorial: Siglo XXI Editores
 

Datos de la autora 

Doctora en Filosofía y magíster de Bioética. Docente e investigadora del Departamento de Filosofía de la UBA e investigadora de la UNAM. 

Colabora en medios gráficos de circulación nacional e internacional. Ha recibido el Premio UBA a la divulgación de contenidos educativos, el premio Lola Mora de la Dirección General de la Mujer y el Konex de Platino en ética.

Escribió, entre otros libros, “En qué piensan los que no piensan como yo” y “Ausencia perpetua”.