Hemos entrado en una era de confrontaciones nuevas y permanentes, aunque imperceptibles para el profano? El temor a una invasión militar “a la antigua”, en lo que respecta a Europa Occidental, se ha desvanecido en parte. Los refugios antinucleares de los años de la Guerra Fría no obsesionan tanto a la gente. Pero el clima de una concordia general, en “un mundo feliz”, cuyo advenimiento se esperaba para principios de los años 1990, no se produjo. Renació la competencia, con jugadores diferentes y otras reglas de juego, más suavizadas.
¿Podemos imaginar qué habría provocado, hace solo veinte o treinta años, la noticia de una injerencia rusa en las elecciones presidenciales norteamericanas? ¿O en un referéndum crucial sobre la pertenencia del Reino Unido a Europa? La primera situación fue objeto de una investigación oficial en 2019 dirigida por el fiscal especial de los Estados Unidos Robert Mueller, y la segunda, de un informe parlamentario británico. Sin provocar ningún sismo político. En este informe sobre las interferencias rusas en el Reino Unido, el Comité de Inteligencia y Seguridad del Parlamento de Londres calificó incluso ese tipo de práctica como “nueva normalidad”.
Dirigentes políticos que defienden la causa de una potencia extranjera, partidos que piden ayuda financiera del exterior, Estados miembros de la Unión Europea que bloquean textos desfavorables hacia una capital extranjera, delegaciones parlamentarias o líderes de opinión invitados regularmente con todos los gastos pagos a diversos países, cadenas de televisión internacionales que se dirigen a públicos específicos más allá de sus fronteras para desacreditar con libertad a las autoridades políticas de esos públicos... Estas son solo algunas de las manifestaciones más visibles de un fenómeno que se volvió habitual, que supera en sutileza prácticas que antes se definían con las cómodas expresiones de propaganda o lobbying.
La influencia se impuso tanto en los asuntos mundiales como en nuestra cotidianeidad política y social. Moviliza cada vez más recursos de parte de muchos actores. Tiene sus estrategos, sus agentes, sus técnicas, sus vectores. Tiene sus escenarios y circuitos privilegiados, en los que se producen enfrentamientos para conseguir posiciones de poder y lograr objetivos precisos.
Se la puede denunciar como una manipulación inaceptable, señalar con el dedo a sus patrocinadores y acusar de traición a los que aceptan ese juego. También se puede tomar nota del hecho de que esa competencia internacional por las mentes se convirtió en una práctica corriente, como el lobbying se volvió la norma en el Congreso estadounidense. Y hay que prepararse para ello, en vez de denunciar a los que se adelantaron.
Omnipresente influencia
¿Cuál es el punto en común entre fenómenos tan diversos como la “norteamericanización del mundo”, los “pandas huggers” (que abrazan la política china), “Chináfrica” (sólida presencia económica de China en el continente africano), la “Putinmanía” y las “redes” turcas, emiratíes, sauditas o cataríes?
El K-pop (música pop coreana de éxito internacional y, sobre todo, asiático), el Cool Japan (conjunto de producciones culturales japonesas que incluyen los mangas y los dibujos animados) y la francofonía. Las fundaciones alemanas, la red de Alianzas Francesas, el British Council, los Institutos Confucio. Los programas de invitación Young Leaders en los Estados Unidos o el Programa de Invitación a Personalidades del Futuro en Francia, las visitas de personalidades al futuro emplazamiento arqueológico y turístico de Al-Ula en Arabia Saudita o los encuentros organizados con los think tanks y parlamentarios israelíes. Una invitación a participar en el Xiangshan Forum de Pekín o el Shangri-La Dialogue de Singapur, dos grandes foros anuales de análisis geopolítico y de seguridad en Asia. Los intercambios universitarios acompañados por becas de estudios o los programas de movilidad profesional. La batalla por las normas jurídicas e industriales, las inversiones directas en el exterior y las participaciones minuciosamente elegidas. Una serie televisiva francesa, Le bureau des légendes, que muestra las hazañas de la Dirección General de Seguridad Exterior (DGSE) de Francia, los suplicios psicológico-políticos de una agente de la Agencia Central de Inteligencia (Central Intelligence Agency, CIA) con un fondo de lucha antiterrorista, Homeland, los grandes momentos del Imperio Otomano, Payitaht Abdülhamid, Capital: Abdülhamid, por el nombre del sultán otomano. Un blockbuster chino, Wolf Warrior II, el salvamento heroico de poblaciones africanas por parte de un Rambo proveniente de China. El financiamiento de mezquitas y la formación de imanes desde el Golfo, la instalación de escuelas turcas en África. La candidatura al Parlamento Federal australiano de un hombre de negocios binacional sospechoso de ser financiado por Pekín, que luego es encontrado sin vida en un hotel (el caso llamado Bo “Nick” Zhao, en 2019). El nombramiento de un excanciller alemán, Gerhard Schröder, como presidente del consejo de administración de la petrolera estatal rusa Rosneft en 2017 o la aparición de un ex primer ministro francés, Jean-Pierre Raffarin, en un programa de la televisión oficial china (China Global Television Network, CGTN).
El panorama se presenta muy fragmentado, y será necesario poner orden en él. Pero, en todos los ejemplos anteriores, se impone un punto en común: se trata de convencer, de seducir, de encontrar difusores. ¿Para hacer qué, convencer a quién, producir o impedir qué cambios? Esa es toda la cuestión.
Después de todo, la influencia está lejos de ser un fenómeno que empieza con las relaciones internacionales. Nos hemos acostumbrado a ella con la publicidad, que se inmiscuye tanto en nuestras pantallas y nuestras calles como en la disposición de los estantes de nuestros supermercados. Estamos familiarizados con ese mecanismo, aceptado en otros terrenos, mediante el cual terceros interesados tratan de influir en nuestro comportamiento para obtener beneficios. ¿Quién no sufrió la presencia de las cookies?, esos microprogramas insertados sin nuestra autorización en nuestras computadoras para observar nuestros hábitos de consumo e impulsarnos a consumir más o más rápido? ¿Quién no vio esos libros o manuales sobre la venta o la administración que explican cómo presentar un producto, cómo dirigir mejor un equipo ganando la confianza de los miembros para mejorar el rendimiento o, más generalmente, cómo ejercer una persuasión psicológica sobre los demás en la vida cotidiana?
Pero aquí hablamos de estrategias de Estado tendientes a modificar la relación de fuerzas políticas internacionales, difundiendo modelos de sociedad que permiten controlar a otros países o prosperar en ellos sin obstáculos. Ya no se trata de vender una gaseosa vistiéndola con un verde azulado brillante de gotitas frescas en una campaña de afiches que acompaña el calor de verano, sino de una competencia de poder que puede resultar más eficaz que una invasión militar o la organización de un golpe de Estado. Sin embargo, como la cultura, la creencia, el interés, el poder o muchos otros conceptos espinosos de ciencia política, la influencia está en todas partes, sin que nadie pueda definirla con exactitud.
Indefinible influencia
“Cuando los tipos de ciento treinta kilos dicen ciertas cosas, los de sesenta kilos los escuchan”. Esta frase, escrita por Michel Audiard, que Jean-Paul Belmondo le dice a Andréa Parisy en la película francesa Cent mille dollars au soleil (1964), podría resolver definitivamente la cuestión de la influencia.
Se es un influidor cuando el otro nos escucha porque tiene interés en hacerlo. Es la sencilla lección que podríamos aprender de esa fuente poco académica y que no es del todo falsa. Volveremos sobre esto.
Pero el asunto es más complejo. Considerar que la influencia procedería solo del peso político, económico o militar de un actor, es decir, de su fuerza, de su poder teórico, de sus capacidades declaradas, nos llevaría a una época anterior. Una época en la que las dos superpotencias, la estadounidense y la soviética, podían desencadenar o detener un proceso por su inmensa superioridad estratégica, por ser cogestores del mundo que emergió de la Segunda Guerra Mundial. Lo hicieron, por ejemplo, al ejercer sus presiones unificadas sobre Francia y Gran Bretaña, que eran, sin embargo, aliadas de los Estados Unidos, obligadas a detener la operación militar lanzada contra Suez en 1956 con Israel para derrocar al dirigente egipcio Gamal Abdel Nasser. Una época en la que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) impuso su modelo político, económico e incluso cultural (el “realismo socialista”), así como la enseñanza del idioma ruso a su “extranjero cercano”, es decir, a las repúblicas socialistas centroeuropeas, y más lejos: Cuba, Vietnam y, luego, Angola y Mozambique.
Una época en la que el grande vencía casi sistemáticamente al pequeño, antes de que, después de la derrota francesa en Dien Bien Phu, Vietnam, para los Estados Unidos, y Afganistán, para la Unión Soviética, ofrecieran un adelanto de los conflictos llamados “asimétricos”. Conflictos que se generalizarían más tarde, acompañados por una guerra de palabras, una competencia por ganar “los corazones y las mentes” en una aldea global en la que la actualidad mundial se vive en directo, a veces, escrita por simples ciudadanos. Una época en la que el Estado patrón lograba imponerle una conducta al Estado cliente al que abastecía y cuya seguridad garantizaba. En la guerra de Kuwait, que se produjo en 1991 tras la invasión de las tropas de Saddam Husein a ese país, Washington aun logró disuadir a Israel de lanzar su propio ataque contra Irak, que habría incendiado el mundo árabe y dislocado la coalición montada por los Estados Unidos.
¿La influencia le habrá ganado finalmente a la fuerza? Los estudios que demuestran los límites del poder militar de Estado ya dijeron mucho sobre el tema. Stalin podía burlarse todavía de la acción del papa Pío XII ante Roosevelt y preguntar: “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”. Pero, en su final, la URSS ya no estaba de humor para burlarse del aura del papa Juan Pablo II en Europa Central, en particular en Polonia, su país de origen. El efecto fulgurante del “¡No tengan miedo!”, que lanzó el Sumo Pontífice en 1978, entendido como un estímulo por las multitudes que se oponían al comunismo, quedó grabado en las memorias. A lo largo de estos numerosos ejemplos, se tiene la sensación de una fuerza que rodea, y, a veces, suplanta, a las jerarquías y los instrumentos clásicos del poder. Pero ¿cómo identificarlos mejor?, ¿cómo definirlos con mayor precisión?
El concepto de “influencia” tiene, a menudo, una connotación peyorativa, al menos, por tres razones. Su ejercicio en las relaciones internacionales es visto, ante todo, como una violación de la soberanía, cuando una potencia exterior interviene en los asuntos internos de otro Estado para manipular a sus actores y obtener ventajas. También puede ser entendido como una dominación y, por lo tanto, como un orden injusto, a imagen de las “esferas de influencia” que marcaron la Guerra Fría. Esto recuerda la doctrina soviética de “soberanía limitada” (llamada doctrina Brézhnev), que, después de aplastar la Primavera de Praga en 1968, pretendió controlar desde Moscú los márgenes de maniobra políticos de los “Estados hermanos” socialistas de Europa Oriental. Por último, la influencia suele ser, a menudo, sinónimo de agenda oculta, que implica, de parte del influidor, una acción clandestina o inconfesable y, de parte del influido, un grado inevitable de cooperación, que puede ir desde la debilidad ingenua hasta la traición asumida. A juicio de muchos observadores, flirtea en la práctica con la información y las técnicas de compra de lealtades. La famosa tipología llamada Money-Ideology-Coercion/Compromise-Ego (MICE) recapitula así las motivaciones por las cuales, a través de las técnicas de información humana y de influencia, un individuo puede ser llevado a servir a una potencia extranjera.
Pero la influencia tiene también sus defensores, que ven en ella una dinámica con efectos positivos. En primer lugar, como sustituto del conflicto armado: por solapada que sea, la competencia por la influencia, desde una perspectiva liberal, es un modo de diálogo pacífico competitivo en el que “gana el mejor”, algo que es, de lejos, preferible al enfrentamiento militar que obstaculiza los intercambios, aniquila las inversiones pasadas e hipoteca definitivamente el futuro. Además, la influencia exterior puede ser beneficiosa si permite estabilizar una situación o favorecer el progreso, sea a escala de una región, sea incluso a escala del sistema internacional en su conjunto. La intervención y la influencia exteriores pueden ser pedidas por un Estado que busca seguridad frente a otras amenazas internas o externas. Los “llamados al imperio” hacen que la influencia sea una práctica aceptada e incluso deseada, y esto la acerca a las problemáticas de la hegemonía.
Durante mucho tiempo, se consideró que a Arabia Saudita, Kuwait o Jordania en el Cercano Oriente, a Japón, Corea del Sur o Taiwán en Asia, como a muchos países de Europa, no les molestaba ver una influencia norteamericana tan fuerte en sus engranajes políticos y sociales, aun cuando no lo admitieran públicamente en los discursos oficiales. Esta influencia estabilizadora también puede ejercerse a escala regional. Entonces, se la califica como estabilidad hegemónica y se la busca por sus efectos económicos o de seguridad, como la de los Estados Unidos en Europa Occidental con el Plan Marshall al terminar la Segunda Guerra Mundial. Esa pax americana constituye un ejemplo interesante de influencia considerada como positiva, ejercida por un Estado que tiene, al mismo tiempo, la capacidad de crear normas internacionales y la voluntad y los medios para hacerlas respetar gracias a una superioridad económica, militar y tecnológica. A veces, hasta extender sus beneficios a escala mundial. El poder estructural de los Estados Unidos, tal como lo describe Susan Strange en su obra de referencia States and Markets, le imprimió al mundo una marca liberal tanto en los terrenos de la seguridad, de la producción industrial, del sistema bancario o de crédito como en el ámbito del entretenimiento, la cultura y la información.
Variantes de la influencia
Ese abismo entre la multiplicación de las marcas de la influencia en formas y escalas variadas, por un lado, y, por el otro, la dificultad para definirla con rigor es, precisamente, lo que nos lleva a abordar uno de los fenómenos más esenciales de las futuras relaciones internacionales. La influencia no tiene, estrictamente hablando, un manual o instrucciones para su uso. Pero los cambios recientes y profundos de la política mundial imponen una nueva reflexión.
Después del sueño incumplido de un mundo pacífico y multilateral, guiado por el liberalismo de un Occidente triunfante, hubo, en los años 2000 y 2010, un resurgimiento de gigantes con ambiciones nuevamente asumidas, como Rusia y, sobre todo, China. También aumentó, a lo largo de todos estos años, la diseminación del poder, que permite que cada vez más actores, estatales o no, desplieguen sus estrategias para hacer oír sus voces, defender sus intereses e incluso presentarse como modelos, difundiendo normas e ideas, con la ayuda de las nuevas tecnologías de la información, capaces de llegar a una gran parte de los ciudadanos del planeta. Ese pluralismo se ejerce, desde entonces, en un contexto de gran tensión, en el cual el multilateralismo regulado varía para dar lugar a rivalidades expuestas, que François Heisbourg compara con la antigua piratería marina, y en las cuales se buscan apoyos, agentes, informantes y comunicadores. La Organización Mundial del Comercio no parece tener ya un control sobre la rivalidad comercial entre los Estados Unidos y China, y las instancias encargadas del derecho internacional tampoco logran regular las rivalidades políticas o territoriales. Ahora la lucha se desarrolla en otro terreno.
Ese terreno es el de la influencia, e intentaremos descifrarlo aquí. En primer lugar, aclarando el concepto mismo. En relaciones internacionales, ese término no se confunde con el soft power y merece ser analizado a la luz de nuevas pistas para entender mejor las estrategias de Estado que se resumen en la expresión de diplomacias de influencia y tratan de apoyarse en agentes no estatales.
Luego, habrá que dedicarse a establecer una tipología de las prácticas. Aunque el término soft power fue formulado por un autor estadounidense (Joseph S. Nye) para designar, fundamentalmente, las prácticas de su país, la práctica de la influencia no es un monopolio de las democracias norteamericanas o europeas.
Se distinguen tres modelos. El primero muestra una variante liberal y democrática, que tiende a estructurar el sistema internacional difundiendo sus valores. El segundo ofrece una variante más autoritaria: para oponerse al éxito de los valores occidentales, desarrolla ofensivas desestabilizadoras y revela ambiciones de reestructuración regionales. Existe, además, una tercera variante, proselitista, por ejemplo, en el Golfo, que se basa tanto en solidaridades comunitarias como en redes financieras. El análisis de estos mecanismos permitirá hablar del lugar y de las formas que podrían tener las prácticas de la influencia en el mundo de mañana y averiguar si Europa, y Francia en particular, está en condiciones de responder a ese desafío. (…)
☛ Título: Guerras de influencia
☛ Autor: Frédéric Charillon
☛ Editorial: El Ateneo
Datos sobre el autor
Frédéric Charillon nació en Francia. Es profesor en Ciencias Políticas en la Universidad de Clermont-Auvergne, coordinador de la enseñanza de Asuntos Internacionales en la Escuela Nacional de Administración (ENA) y asesor de Diplomacia y Defensa en la Escuela Superior de Ciencias Económicas y Comerciales de Francia (Essec, por sus siglas en francés).
Dicta clases en el Instituto de Estudios Políticos de París y en la Universidad Euromediterránea de Fez, Marruecos.
Cofundó y dirigió el Instituto de Investigaciones Estratégicas de la Escuela Militar. Realizó numerosos trabajos de investigación y artículos de divulgación.