DOMINGO
LIBRO / El comienzo de la larga noche de la dictadura

El precipicio del ‘76

El 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas derrocaron a Isabel Perón y asumieron el control total de un Estado que ya se había vuelto criminal. En su búsqueda de iluminar los pliegues ocultos de nuestra historia, Ignacio Montes de Oca reconstruyó el clima de época y la actitud de los principales dirigentes sociales y políticos ante un golpe que no contó con el aporte de intelectuales de renombre para elaborar su propio “relato”.

Gobierno y prensa. Las nuevas autoridades militares: el teniente general Jorge R. Videla, el almirante Emilio E. Massera y el general Orlando Agosti. La repercusión de la prensa frente a la asunción d
| Cedoc Perfil

Luego de 166 años de cultura intolerante, la Argentina finalmente cayó en el precipicio del Proceso de Reorganización Nacional. En las primeras horas del 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas depusieron a la presidenta Isabel Perón y la reemplazaron por una junta presidida por el teniente general Jorge R. Videla y secundada por el almirante Emilio E. Massera y el brigadier general Orlando R. Agosti.

Mientras los soldados vaciaban las oficinas de la Casa Rosada, los grupos de tareas iniciaron una redada descomunal. Existen indicios suficientes sobre un plan de exterminio que databa de al menos dos años antes del golpe. Por separado y sin relación entre sí, tres entrevistados que pidieron no ser identificados –un militar de alto rango hoy retirado, un ex legislador que en esos días trabajaba en el Congreso Nacional y un periodista vinculado al peronismo– relataron al autor haber escuchado a militares y civiles hablar antes del 24 de marzo de 1976 de la idea de matar a por lo menos diez mil personas como forma de disciplinar a la sociedad.

Todo parece indicar que se comenzó a trabajar en el golpe a partir de la muerte de Perón. Por esta razón los grupos de tareas no salieron a buscar a sus víctimas al azar, sino que partieron de un listado de guerrilleros, figuras de la izquierda, militantes de fuerzas progresistas y en general de todos aquellos que podían ser caracterizados como “disfuncionales” al proyecto golpista.

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Uno de los primeros en ser asesinado fue el teniente coronel Bernardo Alberte, ex edecán de Perón durante el golpe de 1955 y uno de los militares justicialistas de mayor predicamento dentro del partido. En los momentos finales del gobierno de Isabel Perón, Alberte reclamó la detención del general Videla para evitar la sublevación que estaba en marcha. Apenas dos horas después de producido el golpe, un grupo de tareas fue a buscarlo a su casa de Avenida del Libertador y, tras golpearlo, lo mataron arrojándolo desde un sexto piso.

En los días siguientes el ritmo de la matanza se aceleró. Las patotas tenían un plan detallado sobre aquellos que debían asesinar, a cuáles debían entregar a los centros de tortura que ya funcionaban a pleno y cuáles tenían que mandar a las cárceles en calidad de presos visibles.
Pero el aspecto represivo fue apenas una parte del profundo proceso de cambio cultural que los golpistas se propusieron llevar adelante. Fue el último y más extremo intento por moldear el país de acuerdo al núcleo de anhelos que la derecha nacionalista argentina quería materializar desde hacía un siglo.

Los primeros días. El Proceso de Reorganización Nacional inició su gobierno con el Acta de Propósitos y Objetivos Básicos en la que se justificaba el derrocamiento del poder legítimo con la idea de defender la “vigencia de los valores de la moral cristiana, de la tradición nacional y de la dignidad del ser argentino”. El primer comunicado de la Junta advirtió: “Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las FF.AA. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones”.

El nuevo presidente de facto, el general Jorge R. Videla, pronunció el día del golpe un discurso en el que amenazó: “A partir de este momento, la responsabilidad asumida impone el ejercicio severo de la autoridad para erradicar definitivamente los vicios que afectan al país. Por ello, a la par que se continuará combatiendo sin tregua la delincuencia subversiva, abierta o encubierta...”.

Quedaba claro que las medidas extremas que estaban dispuestos a tomar iban a ser todavía más duras que las de los golpes anteriores. Su denominación reconocía la inspiración histórica en aquella campaña “civilizadora” de los liberales después de Caseros, montada sobre la idea de que el exterminio era una idea aceptable en el camino a la construcción de una nueva arquitectura nacional. De allí surgió la idea de denominar al golpe “Proceso de Reorganización Nacional” como sucesión, un siglo después, de la obra de los liberales de la “Organización Nacional” que de 1852 a 1880 supieron alternar las campañas brutales contra los caudillos rebeldes del interior con las ofensivas de exterminio a los indígenas. Y en el nombre quedaba implícita la promesa de un porvenir venturoso; si el proceso iniciado en Caseros había confluido en la potencia económica de 1880, aquel régimen también prometía un país poderoso al final del campo minado hacia donde conducía a su sociedad.

Queda claro que aquéllas eran excusas para llevar adelante un cambio sin precedentes en el país para adecuarlo a un modelo que se parecía al propuesto por el general Uriburu en 1930 y mucho más al planteado por el general Onganía y sus seguidores en 1966. Esa continuidad le da sentido a la serie de golpes militares y los ordena dentro de un proceso de búsqueda de hegemonía política de la derecha nacionalista, en lugar de colocarlos como meras interrupciones provocadas por su oposición al sistema democrático.

La fuerza sobre la cual se sustentaba el Proceso se basaba primordialmente en factores internos y no en una alianza con una potencia externa. Sucede que la potencia de fuego conjugada de las Fuerzas Armadas, policiales y de sus aliados civiles hacía innecesaria la búsqueda de asistencia externa y, por otra parte, no la necesitaban ya que no tenía enfrente a ningún adversario capaz de frenarlos. De hecho, tras las derrotas en Tucumán y en Monte Chingolo, la guerrilla ya no representaba un riesgo serio para la supervivencia del gobierno militar.

El gobierno de facto contó con la aprobación de una gran parte de la población civil. Una encuesta reservada encargada por los militares a poco de iniciarse el golpe mostró que tres de cada cuatro argentinos apoyaba o no repudiaba la interrupción de la democracia. Medida en términos electorales, parecía que los militares ostentaban un respaldo social superior al de sus adversarios tradicionales. Es tan usual como inútil negar el consenso que lograron las Fuerzas Armadas en los primeros tramos de su interrupción democrática.

Para los que aún estaban con algún ánimo de oponer alguna resistencia o protesta a los métodos del golpe se puso en vigencia la Ley 21.264 que en su segundo artículo avisaba que “el que atentare en cualquier forma contra los medios de transporte, de comunicación, usinas, instalaciones de gas o agua corriente u otros servicios públicos, será reprimido con reclusión por tiempo determinado o muerte...”.

Otra vez se ilegalizó a los partidos políticos, se disolvió el Congreso, se intervinieron los sindicatos y se redujo la actividad política a aquello que los militares hicieran o dejaran hacer. Probablemente inspirados en las propuestas corporativistas del Onganiato, propusieron una Argentina sin partidos o ideologías disidentes, alineada con la cultura tradicionalista y católica y dirigida verticalmente por un gobierno cívico-militar sin fecha de vencimiento que se atribuía la suma de las responsabilidades y virtudes del país. No se trataba de una oposición retórica con las ideas de sus adversarios, sino de una negación al debate.

Entre los dirigentes políticos, y salvo algunas excepciones, hubo pocas expresiones de condena al golpe. Incluso, muchos de ellos avalaron el derribo de Isabel Perón. La UCR emitió un comunicado a poco de asumir el gobierno de facto –firmado, entre otros, por Ricardo Balbín, Raúl R. Alfonsín, Arturo Illia, Eduardo Angeloz y Fernando De la Rúa– en donde justificaba al golpe a partir de los errores del peronismo y los ataques de la guerrilla. Incluso en 1978, cuando era evidente la matanza de opositores, Balbín manifestó a la prensa: “A mí no me arrancarán una sola palabra que pueda condenar al presidente de la República, no porque sea el mejor sino porque preside la República”.

Los principales dirigentes del peronismo fueron alojados en cárceles, aunque prácticamente ninguno de ellos pasó por los centros de detención. Fueron los casos de Antonio Cafiero, Carlos Menem, Jorge Triacca, Raúl Lastiri, Miguel Unamuno y otros, hasta alcanzar una cifra cercana al millar. Héctor Cámpora pidióasilo en la embajada mexicana, de donde salió tres años más tarde parar morir unos meses después en el exilio. Isabel Perón permaneció detenida hasta 1981 y luego decidió instalarse en España bajo protección del franquismo, como antes lo hiciera su
difunto esposo.

El resto del peronismo que no estaba vinculado con las organizaciones armadas o el sindicalismo combativo optó en su mayoría por la discreción. Muchos de ellos pasaron a colaborar con el nuevo régimen. La participación de civiles en la administración del golpe fue tan obvia como necesaria. Eran imprescindibles para nutrir todos los puestos que demanda la administración de un país tan vasto y complejo. Merced a ese acuerdo, los militares mantuvieron en sus cargos a 310 intendentes radicales, a 192 peronistas, 109 demoprogresistas, 94 desarrollistas, 78 de la Fuerza Federalista Popular, 16 demócratas cristianos y un solitario socialista que gobernaba la ciudad de Mar del Plata.

El apoyo al golpe se expresó también por el desfile de personalidades que acudieron a manifestar su respaldo al nuevo gobierno. Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato y Adolfo Bioy Casares fueron algunos de los que dieron claras muestras de apoyo que mezclaba convicciones personales y una inevitable referencia a su antiperonismo.

Tras el encuentro con Videla, Sabato lo calificó como “un hombre culto, modesto e inteligente... Me sorprende la amplitud de criterio y la cultura del presidente”, mientras que Borges dijo: “Le agradecí personalmente el golpe de Estado del 24 de marzo que salvó al país de la ignominia y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado la responsabilidad del gobierno”.

Sin embargo, el golpe de 1976 no tuvo intelectuales de renombre que les sirvieran para elaborar un corpus ideológico propio o que fuera útil para convencer a los ciudadanos para que apoyaran sus objetivos y propósitos.

Dada la identidad de objetivos con el Onganiato, es posible que toda la producción intelectual que acompañó a ese período fuera suficiente para que no se requiriera la asistencia de pensadores para planificar el nuevo golpe. Por otra parte, si la idea de los golpistas era aniquilar a sus enemigos, la imposición de la disciplina mediante una represión brutal iba a ser suficiente para explicar sus motivos y argumentos.

El único nombre que puede encontrarse y que poseía un perfil intelectual es el ex ministro de Justicia de Onganía, Jaime Pierriaux. El ex camarista, admirador del pensador español Ortega y Gasset y enemigo del sistema democrático recorrió el país dando cursos que intentaban explicar las razones del golpe, alguna vez acompañado por el general Videla. Fue además el encargado de trazar las líneas centrales de comunicación para los días posteriores al derrocamiento de Isabel Perón, tarea para la cual convocó a militares y civiles a reuniones de trabajo desde el
año 1973.


El filósofo tucumano Víctor Massuh también apoyó públicamente a la dictadura. Relacionado con la Fuerza Aérea, se definía a sí mismo como nacionalista y al terrorismo como “una enfermedad moral”. Fue designado embajador en la Unesco por el régimen de Videla.

Vale rescatar que ni Borges ni Sabato ni la mayoría de los que los alabaron en los primeros días trabajaron en alguna campaña de propaganda a favor del régimen. De hecho, Borges y Sabato firmaron en 1980 una de las primeras solicitadas que reclamó por la suerte de los desaparecidos. Otros intelectuales que habían mostrado su favor por el gobierno militar también cambiaron de parecer cuando comenzaron a notarse las consecuencias de la política represiva llevada adelante por los golpistas.