DOMINGO
LIBRO

El show de la corrupción

Una lucha justa que puede destruir un país.

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El jurista brasileño Walfrido Warde explica por qué el Lava Jato que lanzó Sérgio Moro produjo un daño terrible a la economía del país y no afectó el núcleo duro de la corrupción. | juan salatino

El combate brasileño a la corrupción (bancorrupt), en términos futbolísticos, es un arquero exigente, pero jamás una barrera no traspasable. Ese combate resultó ser una fábrica de supercorruptos, tal como el combate a las drogas, lo que, en una mala comparación, dio vida y engordó a grandes traficantes y a “narcoestados”.

Pienso que la disciplina jurídica del combate contra la corrupción se ha convertido, entre nosotros, en una barrera selectiva de entrada de corruptos en el mercado de la corrupción, y que de ese modo arrastre a las empresas -como si esto fuera posible- a relaciones aún más patológicas con el Estado.

 Un exitoso combate contra la corrupción presupone la adopción de una estrategia jurídico-institucional, que debe basarse en cuatro pilares:

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◆ Determinación del ámbito de la delincuencia.

◆ Detección de la delincuencia.

◆ Sistema de puniciones.

◆ Vías de y de incentivos a la colaboración (lenidad).

Los cuatro pilares deben ser igualmente fuertes y bien construidos, bajo pena de corroer la estructura, con consecuencias desastrosas.

La aparición de las leyes 12.850 (de Organización Criminal - Delación Premiada) y 12.846 (Anticorrupción - Lenidad), ambas del año 2013, todavía en el primer mandato de la presidenta Dilma Rousseff, determinó una verdadera y parcialmente positiva revolución en dos de los cuatro pilares: en el equipamiento de los instrumentos de detección de la delincuencia y para la construcción de un severo sistema de puniciones. 

La Ley de Organización Criminal, nuestra versión de la Ley Antimafia estadounidense (la RICO, Racketeer Influenced and Corrupt Organizations Act), le otorgó a la Policía y al Ministerio Público instrumentos poderosísimos de recolección de pruebas, que el gran público solo conocía de las películas de Hollywood. Me refiero al tema de la colaboración premiada, a la captación ambiental de señales eletromagnéticas, ópticas o acústicas, a la acción controlada, al acceso del registro de llamadas telefónicas y telemáticas, a las interceptaciones telefónicas y telemáticas, a la infiltración de agentes policiales en supuestas organizaciones delictivas, etcétera. Estas nuevas herramientas ampliaron ¬–no cabe duda– la capacidad de detección de la delincuencia. 

La Ley Anticorrupción incrementó el sistema de puniciones ya existente, previsto en el Código Penal, en la Ley de Licitaciones, en la Ley de Improbidad Administrativa, en la Ley Antitrust, en la regulación de la Comisión de Valores Mobiliarios y del Banco Central del Brasil. Colocó en el centro de imputación de responsabilidad, no solo a las personas jurídicas que cometieron el acto, sino también a todas aquellas que se beneficien de aquel. La Ley Anticorrupción también reclutó a las organizaciones empresariales para que detecten y denuncien el ilícito, al recompensarlas -en la hipótesis de adopción de planes de integridad (compliance)- con promesas, por medio de acuerdos de lenidad. 

Pero el fortalecimiento de solo dos de los cuatro pilares debería, en principio, desequilibrar la estructura. Y fue precisamente lo que sucedió. 

El refuerzo de los mecanismos de detección de la corrupción, sin una clara y objetiva determinación del ámbito de delincuencia, ha dado ocasión a una casuística y, sobre todo, a una subjetiva caracterización de lo que es la corrupción. 

Me explicaré.

El juzgamiento de la Acción Directa de Inconstitucionalidad (ADIN) 4650 prohibió el financiamiento empresarial de las campañas. Con anterioridad, las sociedades empresariales, algunas de ellas compañías abiertas de gran porte, estaban autorizadas a hacer donaciones empresariales para los candidatos en cualquier contienda electoral. 

No resulta extraño que, en algunos casos, las empresas donen cientos de millones de reales para todos los candidatos que participan de la misma contienda -para no cometer errores-.Donaron abiertamente a candidatos que serían, una vez electos, no solo determinantes para la

contratación de los donantes por la Administración pública, sino para que fuesen agraciados por aquella, con los beneficios más variados. 

La empresa -a diferencia de lo que algunos han afirmado- no tiene ideología. “Dona”, es evidente, jamás por amor al arte, sino para sacar provecho económico del apoyo, de la mano de la más franca política del “toma y daca”. 

Y que no se diga que todo el mundo sabía, pero que no existían las pruebas. ¡Mentira! La sociedad comercial no contrae, ni puede contraer, obligaciones de mero favor. La empresa es una máquina de intercambios económicos -preferentemente desiguales y ventajosos- en los mercados. La empresa solo hace política cuando la política da dinero. 

¿Se necesitaba de otro tipo de prueba? Es claro que no. 

El hecho es que esa era una práctica corriente, ampliamente aceptada, contra la cual yo era una voz aislada en el 2007, con el artículo La empresa pluridimensional. Empresa política y lobby.

Fue solo en el ámbito de las colaboraciones premiadas, ya en medio de la Operación Lava Jato, que algunos delatores, casi siempre los que estaban presos, o aterrorizados por esa posibilidad, afirmaron que las donaciones oficiales habían sido realizadas con dinero proveniente de contratos sobrefacturados o que esas donaciones habían sido, en verdad, una coima para obtener contratos con la Administración. Es cierto que lo era. Ya lo eran antes y siempre lo han sido. 

 ¿Y qué es lo que sería una donación para todos los candidatos a presidente? ¿O para gobernador? ¿O para los más de cien candidatos a diputado? ¿Y para todos los candidatos a senador?

 ¿Y qué más podría ser una “donación” a aquellos que se convertirían -no por coincidencia-, una vez electos, en los responsables de contratar a los donantes, crear leyes a su favor, obtener autorizaciones estatales para su bien, etcétera? ¡Era pagar a cambio de un beneficio!

Pero antes se podía. Nadie dice que no se podía. Siempre se puede. Se puede por mucho tiempo. Y la permisión frecuente nos permite creer en legalidad. Para bien de la verdad, un permiso estatal reiterado en el tiempo es prueba de legalidad. 

Algunos dirán que esa “pequeña” incoherencia es una cosa del pasado, muerta y sepultada por jueces y fiscales corajudos, nuestros héroes de última hora. 

Nada podría estar más equivocado.

Todavía rige entre nosotros una permisiva “disciplina” jurídica de las donaciones de personas físicas; nadie podrá negar que, en un país de tantas desigualdades, unas “pueden” más que otras. Las donaciones de personas físicas, que no distinguen propiamente los ricos de los pobres, para imponer limitaciones suficientes a los primeros, son capaces de reproducir las mismas e indeseables consecuencias que llevaron a la prohibición de las donaciones empresariales. Se arriesgan a atribuir al voto de los ricos más importancia que al del ciudadano común. 

Si no fuera por eso, existiría mucha gente que querría resucitar esa proscripta donación empresarial, para convencer al Supremo Tribunal Federal de que su interpretación del art. 9º de la Constitución Federal, manifestada hace poco tiempo, a través de la decisión de la referida ADIN 4650, estaba equivocada.

¿Y si la “disciplina” del llamado lobby preelectoral es todo ese desorden, qué se podrá decir del lobby poselectoral?

El lobby poselectoral, que se caracteriza por la actuación de grupos de presión sobre el Parlamento para regular que sus legítimos intereses prevalezcan en el proceso de perfeccionamiento de las leyes del país, tarea hoy que se encargan los denominados Frentes Parlamentarios.

Los Frentes Parlamentarios son bancadas multipartidarias, que se organizan como entidades paralegislativas, para estudiar proyectos de ley en favor de determinados sectores de la sociedad civil.

No existe ninguna regla de actuación para esos frentes, salvo alguna aislada, un acto de la Mesa de la Cámara de Diputados, que prohíbe su financiamiento con dinero público. Esto significa que deben ser financiadas con dinero privado.

Por lo tanto, en la 55ª Legislatura, actualmente existen cientos de frentes parlamentarios, como, por ejemplo, el Frente de la Agricultura, o del Automovilismo, o de los Derechos de los Autistas, los que posibilitan la movilización de parlamentarios en un país de dimensiones continentales, la realización de estudios, de encuentros, de cenas, de congresos y de publicidad, con dinero privado.

¿Qué significa esto? Es evidente que son personas o grupos de interés que pagan para que los “representantes del pueblo” los representen mejor que al resto del pueblo. ¿Y esto se puede hacer? No lo sabría decir. Lo que sé es que actualmente estas prácticas son ampliamente toleradas.

 Y lo digo apenas para probar esta cuestión. No lo sabíamos y continuamos sin saberlo, en concreto, cuáles relaciones entre Estado y empresa caracterizan la corrupción y cuáles de ellas son producto de la democracia, es decir, un presupuesto de la democracia.

No es casual que la mayor democracia del mundo, la estadounidense, discipline al lobby por no menos de tres disposiciones legales, que permiten, bajo pesadas reglas de transparencia y de compliance, el lobby preelectoral -con financiamiento empresarial de campaña- y el lobby poselectoral, que se establece por un sinnúmero de estudios y profesionales que forman parte de la billonaria industria de los servicios. Así, lo que circunstancialmente hemos llamado “corrupción”, otros, con una serie de reglas y de buenas maneras, lo denominan “ejercicio de la democracia”. 

Dejar ese “cable pelado”, es decir, darle la espalda a una adecuada regulación del lobby, sería permitir que el intérprete de la norma jurídica -el juez- y, antes que este, el fiscal de la ley -el Ministerio Público- diga, casuística y subjetivamente, lo que es la corrupción y quién es el corrupto o el corruptor. Y eso, en un Estado democrático de derecho, resulta intolerable. Nadie, ninguno de nosotros, debería –aunque la pimienta arda en los ojos de los enemigos (por ahora)– aceptar ese tipo de incertidumbre.

Además, esa grave deficiencia en la determinación del ámbito de la delincuencia, que acabo de denunciar, contamina y amenaza con declarar inútiles todos los avances en la detección del ilícito. Esto resulta ser así porque la detección no puede ser consecuencialista -que elige al culpable y después se esfuerza en probar su culpa–, bajo pena de degenerarse en un régimen de excepción. En efecto, cuando el policía bueno planta pruebas contra un traficante, puede hasta poner en la cárcel a un malhechor, pero inutiliza todo el modelo de recolección de pruebas, que se corroe por la falta de confianza. 

No todos los policías son eficientes y honestos, ni todos los jueces son justos. Lo que garantiza la eficiencia, la honestidad y el sentido de la justicia son las conductas y los límites impuestos por la ley a esos agentes del Estado.

Por otro lado, las vías de disminución calculada de puniciones, representadas por los denominados “acuerdos de lenidad”, tal como los propone la Ley Anticorrupción, no representan una vía de continuidad para las empresas. 

Una vez más, ya tuve la oportunidad de afirmar que esa deficiencia responde a la destrucción injustificada del capitalismo y de los contenidos nacionales, a la pérdida de millones de puestos de trabajo, a lo que llamo “combate inconsecuente de la corrupción”.

La lenidad es un camino de supervivencia para las empresas que practicaron actos de corrupción o que de ellos se beneficiaron. Y, como ya dije, una solución de continuidad, para preservar empleos, contratos y todo tipo de interés legítimo que gira en torno a una empresa, aun cuando esté involucrada con la corrupción. También es un incentivo. La lenidad pone en línea los intereses de la empresa con los del Estado. Aquellas empresas que quieren sobrevivir deben cooperar, deben revelar, sin reservas, todos los actos ilícitos que cometieron, de los que tengan prueba, así como cuáles fueron sus autores y partícipes.

Se trata de un mecanismo pragmático, cuya utilidad es evidente. Resguarda el papel punitivo y disciplinador del Estado, amplía su capacidad de investigación -siempre que estimule la cooperación del particular- y, al mismo tiempo, preserva las empresas y la economía del país. La gravedad de la sanción se atenúa por la lenidad mediante la colaboración. 

El problema es que la punición de la corrupción, protagonizada por el Ministerio Público, funciona bien, pero la lenidad, frente a lo que parece ser una indefinición de competencias institucionales, no. Las empresas no saben con quién hablar. Muchos acuerdos, por los cuales las empresas prometieron colaboración y asumieron el deber de pagar indemnización y multas al Estado, han sido celebrados con el Ministerio Público.

Estos acuerdos no tienen en cuenta que, en el ámbito federal, por ejemplo, la Ley Anticorrupción atribuye al Ministério da Transparência e Controladoria-Geral da União [Ministerio de Transparencia y Controladuría General de la Unión] (CGU) la competencia para celebrar los acuerdos de lenidad. Tampoco observan, con frecuencia, las atribuciones de otros importantes órganos del Estado, como la Advocacia-Geral da União [Abogacía General de la Unión de Estados Federados del Brasil, organismo similar a la Procuración del Tesoro de la Nación argentina] (AGU) y del Tribunal de Contas da União [Tribunal de Cuentas de la Unión] (TCU), así como, eventualmente, también del Conselho Administrativo de Defesa Econômica [Consejo Administrativo de Defensa Económica] (CADE), de la Comissão de Valores Mobiliários [Comisión de Valores Mobiliarios, organismo similar a la Comisión Nacional de Valores (CNV) de la República Argentina] (CVM) y del Banco Central do Brasil [Banco del Brasil, similar al Banco de la Nación Argentina] (Bacen).

El resultado es que la presión disminuye por un lado, pero aumenta por el otro. La empresa que celebra el acuerdo con el Ministerio Público no se libera de la pesada mano del Estado; puede, independientemente de ese acuerdo, ser declarada inidónea por la CGU o por el TCU. La indemnización y la multa pueden ser corregidas y aumentadas. Cuando la empresa cree que se libró de una acción de “improbidad admministrativa” o de cualquier otra medida judicial propuesta por el Ministerio Público, descubre que ese no es el entendimiento de la AGU, que también es competente para incoar esas demandas. Puede también considerarse que está saldada con alguno o bien con la totalidad de dichos órganos, y ser condenada por práctica anticompetitiva por el CADE, o por infringir la regulación del sistema financiero o del mercado de capitales por el Bacen y por la CVM, respectivamente.

Sin que haya seguridad sobre los beneficios de la cooperación, no puede haber lenidad. En ese contexto de profunda indefinición, las empresas colaboran, pero al final, todavía se ven envueltas en los mismos problemas. 

Aquí, lo insoluble se resume en la búsqueda interminable del “encargado de la otra ventanilla”. En pro de la seguridad y de la justicia, es indispensable la articulación entre los órganos de la Administración pública, para que el combate a la corrupción no se transforme en una disputa por competencias, tampoco en una peregrinación de gabinetes, con el temor de que lo que se arregló con uno, no se compadezca con los demás. 

El impasse pone en riesgo –no me canso de decirlo- la extinción del capitalismo nacional, pero, antes de eso, daña gravemente el modelo de privatización de la detección del ilícito.

En efecto, la lenidad es un incentivo para la creación de planes de integridad efectivos. Lo que llamamos “compliance” nada más resulta ser un conjunto de reglas y estructuras organizacionales de las que deben hacer uso las empresas, para detectar actos de corrupción y colaborar con los organismos estatales de control, en la medida en que pretendan que se suavice la rigurosidad del sistema de sanciones. 

 Se trata de una técnica -basada en incentivos- de multiplicación de los ojos y los oídos del Estado, por medio, repito, de la privatización parcial de los agentes de control. Es como si cada empresa y cada uno de sus administradores y empleados fuese un fiscal de la ley, listo para denunciar ilícitos.

Si el incentivo no existe, la conducta que el incentivo pretende fomentar será inexistente o se resumirá a una formalidad inútil. De allí la amplia difusión de los “planes de integridad de papel” o de “compliance para cubrir las apariencias”. Por lo tanto, existe mucha cosa que está errada en nuestro modelo de combate a la corrupción. ¿Pero por qué esas equivocaciones son, como ya lo afirmé, instrumento de una permeabilidad selectiva?

La respuesta es intuitiva.

La caracterización casuística y subjetiva de los ilícitos conlleva a la parálisis de los honestos. Los serios no quieren arriesgar siquiera un segundo de cárcel. Y, por lo tanto, se mantendrán a kilómetros de distancia de cualquier relación económica con el Estado.

Es que la escasez de agentes económicos en un determinado mercado tiende a aumentar los lucros. Un incentivo más a aquellos sin ningún escrúpulo. La falta de escrúpulos se correlaciona con la ganancia. Con los honestos afuera, con miedo a todo -porque sin una definición exacta todo puede ser delito-, las ratas harán su festín.

Eso, desde ya, significa una invitación para que los malhechores de todo tipo participen, por ejemplo, de concurrencias para contratos administrativos y concesiones públicas. Peor aún, representa un deterioro todavía mayor del ambiente político y de los políticos. Y eso, bajo un modelo roto de combate a la corrupción, determinará un enflaquecimiento sistemático y mortal del capitalismo nacional.

En la selva, todo bicho que sangra es comido.

Estamos, en verdad, promoviendo un capitalismo liliputiense, de empresas con solo seis pulgadas, sea económica o moralmente. Por el bien de la verdad, si mantenemos el estado de cosas ya descriptas, será el ocaso de nuestro capitalismo.

 Y hay gente feliz, que grita de regocijo por cada ahorcamiento, que tiembla de excitación frente a los chorros de sangre que tiñen los lazos, cada vez más estrechos, entre la corrupción, que aquí se combate a la brasileña -por medio del bancorrupt- y el fortalecimiento del crimen organizado. (…)

Si el combate a la corrupción se convirtió en el deseo número uno de las brasileñas y de los brasileños, la verdad es que ese combate impactó de manera desigual a las clases política y empresarial. De los veinte políticos presos por la Lava Jato y sus favorecidos, desde el año 2015, únicamente nueve continuaban presos a fines del año 2017. Y no se intimidaron, no parecen amedrentados por el juicio implacable del pueblo, porque nada menos que diecinueve reos en procesos penales derivados de las investigaciones de la Operación Lava Jato son candidatos a las elecciones en disputa en el año 2018.

Ese número contrasta con las decenas de empresarios brasileños -controladores y administradores de empresas brasileñas involucradas en la corrupción-, que se encuentran en esa condición, ya sea en el contexto de la prisión preventiva, o bien en cumplimiento de las más diversas penas de restricción de la libertad a las que han sido condenados. Lo referido también contrasta con el hecho de que, hasta ahora, ningún administrador extranjero fue preso, a pesar de que las empresas extranjeras han estado metidas en el problema.

La prisión de los controladores y de los altos administradores naturalmente empuja a las empresas relacionadas con ellos a una profunda crisis reputacional, jurídica y también económico-financiera. 

Cuando esas empresas ejercen, por ejemplo, un papel importante en el desarrollo de proyectos esenciales de infraestructura, en la generación de riquezas y de puestos de trabajo, todos los sectores económicos que se relacionan con ellas padecen las consecuencias, junto con la economía del país entero. 

 El impacto de la Operación Lava Jato en el producto bruto interno ha sido estimado a partir de un importante trabajo de la GO Consultoria. Un impacto negativo que, como lo explicó la materia de O Globo al que se refiere el estudio, contabilizó “las pérdidas en el valor bruto de la producción, en los empleos, en los salarios y en la generación de impuestos”.

Pero resulta evidente que esas pérdidas serán compensadas por el producto del delito ¡punido e impedido por la Lava Jato!¿No es así?

Nada podría ser menos verdadero. En razón de verdad, lo que se recuperó efectivamente es una migaja, una fracción insignificante de lo que se perdió (...).

Algunos dirán, plenos de certeza, sacando pecho, como ya lo he oído cientos de veces, que es mejor sufrir ahora que sufrir para siempre, que necesitábamos acabar con ese mal, con ese descalabro, con esa enfermedad brasileña, con esa manía de robar. 

Es un verdadero autoengaño.

No actuamos sobre las causas. La represión a la corrupción no es, ni debe ser, el único modo de combatirla.

Nosotros cortamos en la carne en vano. Es así lo que hicimos porque matamos empresas valiosísimas, estratégicas, competentes -a pesar de corruptas-, brasileñas y de gran utilidad para la consecución de importantes objetivos sociales. 

Lo hicimos erradamente por dos motivos: porque era posible depurarlas, pero también porque su muerte ni de lejos significa el fin de la corrupción.

 

☛ Título El espectáculo de la corrupción

☛ Autor Walfrido Warde

☛ Editorial Astrea
 

Datos sobre el autor 

Doctor en Derecho por la Universidad de San Pablo, tiene un máster en leyes de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York. 

Especialista en litigios corporativos, fue investigador del Instituto Max Planck de Alemania. 

Es presidente de IREE (Instituto para la reforma de las relaciones entre Estado y Empresa.

Ha escrito más de una decena de libros técnicos, con destaque para su obra Derecho societario aplicado.