DOMINGO
LIBRO

Ellas torcieron la historia

El decisivo rol de las mujeres en la Revolución Francesa.

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Por un mismo fin. La marcha sobre Versalles en octubre de 1789 donde ellas avanzaron desde París. Su entusiasmo y valentía logró contagiar a los hombres de Lafayette y la Guardia Nacional parisina. | cedoc

El 14 de julio de 1789 quedó signado como la fecha de inicio de la Revolución Francesa y de la reconfiguración política de Occidente, pero lo cierto es que el período duró años, que sufrió severos vaivenes y que comenzó mucho tiempo antes. Cualquier manual puede dar cuenta de esto, pero lo que rara vez se menciona en ellos, es el papel crucial que tuvieron las mujeres en aquellos años en que la forma de entender el poder cambió para siempre.

Desde aquel 14 de julio no pasaría un día sin que esta revolución en movimiento registrara novedades. Pero pocos acontecimientos fueron tan determinantes como los ocurridos entre el 5 y 6 de octubre, cuando tuvo lugar la Marcha hacia Versalles, también conocida como la Marcha de las Mujeres. Fue a partir de esta protesta que se logró destruir el aura de invencible que tenía la monarquía y marcar así, el comienzo de la resistencia del rey contra la corriente reformista y revolucionaria. Este acontecimiento fundante de la revolución estuvo organizado y protagonizado por mujeres de las clases populares, a tal punto que el famoso historiador Jules Michelet, en su libro Mujeres de la Revolución (1847), dijo: “Así como la revolución del 14 de julio pertenece a los hombres, la revolución del 6 de octubre, natural, legítima, necesaria, verdaderamente popular, pertenece exclusivamente a las mujeres”. Y escribió una frase digna de quedar en la historia de nuestras luchas: “Los hombres tomaron la Bastilla y las mujeres tomaron el poder real”.

Francia atravesaba una profunda crisis económica y cultural. A lo largo de ese año, la parte del presupuesto que representaba para una familia del pueblo acceder al pan llegó a alcanzar el 88%, de modo que solo les quedaba el 12% de los ingresos para los demás gastos. Por otra parte, la mentalidad de la población había comenzado a transformarse vertiginosamente al calor de nuevas ideas: la Ilustración no fue solo un movimiento cultural, también se vivió de manera inconsciente, era la expresión de una crisis de autoridad y fue parte de un discurso político mucho más amplio. Las ideas de Jean-Jacques Rousseau y el enciclopedismo, entre otras manifestaciones político-culturales, habían dejado de pertenecer exclusivamente a los filolósofos; antes de 1789, las nociones de igualdad, ciudadanía, nación, contrato social y voluntad general ya circulaban por la sociedad francesa, que comenzaba a cuestionar los poderes fundamentados en los principios arbitrarios.

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Unos meses antes de la Marcha hacia Versalles, el 14 de julio, el escenario político y social dio un vuelco determinante: una multitud tomó la prisión de la Bastilla y este acontecimiento inició la ola de levantamientos que hoy se recuerda como el comienzo de la revolución. La primavera y el verano de 1789 fueron testigos de las insurrecciones municipales que representaban un desmoronamiento sin precedentes de siglos de gobierno de la realeza. El golpe había sido dado y todo comenzaba para no volver atrás: la noche del 4 de agosto, la Asamblea Nacional abolió el feudalismo en el plano jurídico. En paralelo, hacia el mes de septiembre, la situación de crisis económica y alimentaria no se revertía, sino que empeoraba: el pueblo de París tenía hambre y ni siquiera se conseguía pan. El 1º de octubre, muchas mujeres de las clases populares, que habían llegado al punto de no poder alimentar a sus familias, se indignaron al conocer la noticia de que la Guardia de Corps –una tropa de la casa real– había ofrecido un gran banquete a los regimientos de Flandes, justamente a los militares que había llamado el rey para reforzar la defensa de la ciudad de Versalles, donde él y la reina vivían y en cuyas inmediaciones sesionaba la Asamblea Nacional. Se decía que, durante el brindis, los oficiales de ambos regimientos, saltando sobre sus sillas, habían aclamado al rey y a la reina y habían pisoteado la escarapela revolucionaria. Ese mismo día, un testigo escuchó a unas mujeres afirmar que aquellos guardias se arrepentirían del banquete que habían organizado.

Apenas tres días más tarde, un grupo de mujeres se reunió en la zona del Louvre y decidió que, al día siguiente, harían una protesta por el hambre y los precios altos y saldrían camino a Versalles en busca del rey Luis XVI para llevarlo a París; no era poca cosa: la residencia del rey en Versalles era la manifestación física del poder más imponente en Francia. En la madrugada del 5 de octubre, una gran cantidad de mujeres se congregaron en la plaza frente al Ayuntamiento de París, invadieron el edificio y se apoderaron de la pólvora y los cañones. Eran mujeres del pueblo, la mayoría comerciantes y trabajadoras, vendedoras del mercado parisino de Les Halles y obreras de los arrabales de Saint-Antoine. Con cuchillos de cocina, picos y otras armas improvisadas, salieron a protestar por la crisis económica y terminaron provocando una irreversible crisis política.

Mientras ellas se ponían en marcha, durante la mañana del lunes 5 de octubre, en la sesión de la Asamblea Nacional se discutió sobre si el rey aceptaría o no la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que había votado la Asamblea después de un arduo trabajo y que constituía el punto principal de la agenda revolucionaria, la antesala de la primera Constitución para una república. El día anterior, el rey había advertido que no estaba convencido de firmar esa declaración. Algunos diputados proponían ir a ver personalmente al rey para pedirle que la aceptara. Otros temían que el rey, envalentonado por la creciente presencia de tropas reales, pudiera incluso tomar la decisión de disolver la Asamblea.

En medio de las largas discusiones de los diputados, en esa Asamblea –integrada exclusivamente por varones–, se conoció la noticia de que siete mil mujeres avanzaban hacia Versalles con dos cañones que se habían robado. Nadie podía creerlo, pero mientras ellos permanecían con sus debates, las mujeres de París recorrían, bajo una lluvia torrencial, aquella distancia de poco más de veinte kilómetros. Horas después, el recinto de la Asamblea, donde no se permitía el ingreso de mujeres, quedó rebalsado por la irrupción de unas quinientas manifestantes, empapadas, hambrientas y exhaus- tas, que ocuparon sin pedir permiso algunas de las bancas, se sentaron al lado de los diputados y exigieron que se tomaran medidas urgentes para resolver la falta de pan.

Tras varias horas de ajetreo, la Asamblea promulgó, finalmente, un decreto con el fin de facilitar la circulación de granos y harina. Ya se estaba haciendo de noche cuando una mujer se acercó a un diputado y, mostrándole un cuchillo, le preguntó si los departamentos reales estaban tan bien vigilados como se decía.

Lejos de retornar a París, las mujeres permanecieron, convencidas y organizadas, en las inmediaciones de la Asamblea y del palacio a la espera de una respuesta concreta a su reclamo. El rey, que aquel día había salido a cazar, fue advertido de la delicada situación. Por una cuestión de honor, frente a la presencia de las manifestantes, no podía escapar, pero tampoco ordenar disparar contra una muchedumbre formada principalmente por mujeres. Entonces, dio la orden de cercar con barricadas el palacio de Versalles, pero pidió que no se empleasen las armas.

Durante la tarde, en las avenidas y las plazas de Versalles se había ido congregando mucha gente; pero, hacia la noche, se había dispersado o se había refugiado en las tabernas del pueblo para entrar en calor. Hacia las ocho de la noche llegó una orden del rey donde, sin decir nada de la Declaración, prometía vagamente la libre circulación de granos. Por su parte, los guardias de corps se mantenían en sus puestos, ubicados en un extremo del palacio con la misión de mantener el orden. Todo parecía tranquilo en esa zona hasta que, entre las cinco y las seis de la mañana del martes 6 de octubre, las manifestantes lograron introducirse en la residencia real a través de los pasajes interiores del jardín.

Un soldado de la Guardia Nacional declaró días más tarde que su escuadrón se había dirigido a las cinco de la mañana hacia la Plaza de Armas y que había visto llegar a una multitud de mujeres que, al verlos a ellos, habían dicho: “¡Aquí están los sinvergüenzas!”, los habían rodeado y obligado a disparar contra los guardias de corps mientras otras mujeres forzaban las rejas del palacio. Algunas invadieron las cocinas y las antecámaras, otras se precipitaron hacia los departamentos reales y empezaron a golpear la puerta de la habitación de la reina María Antonieta, que apenas tuvo tiempo de abandonar el lugar y correr desesperada al dormitorio del rey, que estaba emplazado en el cuerpo central del edificio.

La situación ya era absolutamente crítica. En ese contexto de caos, ellas aprovecharon para imponerse y exigieron que el rey, su familia y su corte, así como la Asamblea Nacional, se trasladaran a París y residieran desde entonces junto al pueblo. La reina, ahogada en sollozos, llegó a decir: “Quieren imponer que el rey y yo vayamos a París con las cabezas de nuestros guardias al frente clavadas en los picos”.

Hacia el mediodía, el rey ya se había rendido y la inmensa multitud acompañó a la familia real y a un grupo de cien diputados de regreso a París con los soldados de la Guardia Nacional al frente. Se dice que estas mujeres, vestidas con ropas harapientas, iban montadas en los cañones y riéndose alegremente; algunas, adornadas de la cabeza a los pies con las escarapelas tricolores de la revolución. Para ese momento, la masa rebelde había crecido y ya se contaba con decenas de miles en aquel viaje de vuelta que duró cerca de nueve horas. Una inédita sensación de victoria sobre el Antiguo Régimen inundaba al pueblo.

Frente a esta inmensa derrota política de la monarquía, el rey no solo prometió abastecer de pan a París, sino también aceptar las decisiones de la Asamblea Nacional y firmar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que fue el primer paso para lograr la Constitución. Ahora, la Asamblea Nacional veía garantizada su existencia y su éxito, un logro, a todas luces, alcanzado gracias a la valiente intervención de las mujeres. Pero, en lugar de agradecerles, los diputados de la Asamblea ordenaron una investigación acerca de los “delitos” cometidos del 5 al 6 de octubre. Más allá de esta injusticia –incluso de esta traición, por la cual muchas manifestantes debieron enfrentar cargos y cumplir penas–, la Marcha hacia Versalles fue un punto de inflexión para las mujeres, porque demostraron que no eran irrelevantes en la vida política, como se pensaba, sino que estaban a la vanguardia en audacia y eran capaces de hacer contribuciones decisivas a la causa de la revolución, que también era su causa. Tanto es así que, pocos días después de la marcha, apareció un documento titulado Petición de las Damas a la Asamblea Nacional. Este texto, dirigido a los políticos reformistas y revolucionarios, constituye una muestra de que las mujeres de la época tenían una clara conciencia de que debían acceder a los mismos derechos que los hombres:

“Ustedes decretaron generosamente la igualdad de derechos para todos los individuos; hicieron caminar al humilde habitante de las chozas en igualdad con los príncipes y dioses de la tierra […]. Los talentos, liberados de las tristes trabas de un nacimiento innoble, podrán desarrollarse ahora con confianza y el que los posea ya no estará forzado a mendigar con bajeza la aprobación de un imbécil protector, a adular a un ignorante o a tratar de monseñor a un fatuo […]. Y la tierra verá estupefacta nacer en su seno esta Edad de Oro, este tiempo afortunado que hasta ahora solo había existido en las descripciones de fábula de los poetas. ¡Ah, ilustres señores!, ¿nosotras seremos las únicas para las que siempre existirá la Edad de Hierro, esta edad desdichada que surgió con el origen del mundo y que, siglo tras siglo, llegó sin interrupción hasta nosotras? […] Ustedes han destruido el fantasma del despotismo, ustedes han pronunciado ese hermoso axioma digno de ser inscrito en todas las frentes y en todos los corazones: los franceses son un pueblo libre… ¡y todos los días siguen permitiendo que trece millones de esclavas lleven vergonzosamente las cadenas de trece millones de déspotas!”.

Este fragmento, precioso y elocuente, confirma que la opresión, en todos sus aspectos, había dejado de entenderse como un “dato natural” o una voluntad divina, y eso había dado paso a la idea de que todo podía cambiarse y mejorarse. Es por esto que la Revolución Francesa generó también una potente eclosión de reclamos que hoy llamamos feministas: las mujeres se expresaron como sujeto político colectivo y lucharon por ser reconocidas como libres e iguales en la nueva sociedad que estaba en construcción.

La universalidad, ¿restringida?

La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano es el documento fundacional de la Revolución Francesa y uno de los más importantes de la historia occidental, ya que sienta los principios  de la democracia liberal y, entre otras cosas, se tomó como modelo para la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. La declaración fue elaborada a lo largo de siete días por un pequeño grupo de destacados portavoces de la filosofía de la Ilustración radical, quienes discutieron arduamente hasta llegar a la versión final del texto. En una semana, Condorcet, Mirabeau, Sieyès, Volney y Brissot, entre otros pensadores y políticos, se pusieron de acuerdo en cuáles eran las bases sobre las cuales construir el “verdadero sistema del mundo social”. Era el conjunto de los principios cardinales para un nuevo orden con el que se consumaba la destrucción en toda regla del Antiguo Régimen. Y algo importante, que pocas veces ocurre, es que estos constituyentes redactaron la declaración para su país, pero eran conscientes de la influencia que tendría en todo el mundo; en ella se insiste en el carácter universal de los derechos proclamados, por su fundamento racional cuya validez se considera absoluta.

Curiosamente, el filósofo Nicolas de Condorcet había sido uno de los más tempranos defensores de la idea de que las mujeres también debían tener derecho a convertirse en ciudadanas de la nueva nación, y en 1790 teorizó sobre ello de manera rotunda y clara, afirmando que “o ningún miembro de la raza humana tiene derechos naturales o todos tienen los mismos”. Sin embargo, este trascendente documento que fue la Declaración era ambiguo respecto de si las mujeres podrían acceder a la ciudadanía: ¿la palabra hombres, utilizada como universal, iba a incluir a todas las personas o simplemente a los varones? Esa duda se despejó totalmente al promulgarse la Constitución de 1791, a la que la Declaración se incorporó como preámbulo: la primera Constitución de Francia instituyó solamente una ciudadanía masculina y restringida a los propietarios, ya que solo fueron reconocidos plenamente ciudadanos (“ciudadanos activos”) los varones que pagaban impuestos. Los varones que no pagaban impuestos fueron considerados de todas maneras ciudadanos (“ciudadanos pasivos”), aunque no podían ejercer ciertos derechos, como votar. Pero, en el caso de las mujeres, directamente, fuimos excluidas de la definición de la ciudadanía.

De esta manera, el primer racionalismo ilustrado e ideario liberal respecto de una potencial “universalidad” de los principios sobre los que se iba a construir la nueva sociedad fue severamente limitado, y derivó hacia la idea de que las mujeres, por “utilidad pública”, debían mantenerse en el ámbito doméstico y ser representadas en la esfera pública por un varón. Esta consideración de las mujeres como seres tratados como menores de edad con “responsables” varones a cargo no solo se instituyó, sino que se tomó como modelo a nivel mundial y fue el criterio utilizado en las legislaciones de muchos países.

Frente a aquella alevosa traición a las mujeres, el 14 de septiembre de 1791, Olympe de Gouges, quien había intervenido con fuerza en la política en los años previos, y estaba intensamente comprometida tanto con la causa de la revolución como con la lucha por los derechos de las mujeres, presentó un documento que se titulaba Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana.

El texto empieza con un breve y desafiante prefacio en el que Olympe interpela a los varones: “Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta”. Y denuncia el despotismo machista de los revolucionarios: “Extraño, ciego, hinchado con la ciencia y degenerado –en un siglo de ilustración y sabiduría– en la ignorancia más crasa, el hombre quiere ordenar como un déspota a un sexo que está en la plena posesión de sus facultades intelectuales”.

A menudo se dice que esta obra de De Gouges es un “calco” de la Declaración de los Derechos del Hombre, pero incluyendo a las mujeres. La afirmación es bastante injusta con la autora, ya que no se trata de un calco sino de una reescritura. Si se comparan ambos documentos, se ve que, en algunos artículos, ella se limita a agregar a las mujeres como sujetos de los derechos ya definidos, pero en otros crea nuevos derechos que les hacían falta a las mujeres. El primer y segundo artículo son casos en los que simplemente incorpora a las mujeres. Por ejemplo, el artículo II establece: “La finalidad  de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. Olympe lo reescribe así: “La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles de la mujer y el hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y, sobre todo, la resistencia a la opresión” (el destacado es mío).

El impulso creativo de la autora se observa, por ejemplo, en la reescritura del tercer artículo, donde amplía la definición del concepto de nación. El original dice: “El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación”; ella añade que “reside esencialmente en la nación, que no es sino la reunión de la mujer y el hombre”. Al artículo IV lo transforma por completo. Según el original: “La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no perjudique a otro: por eso, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos”. Olympe denuncia aquí la usurpación padecida por las mujeres: “El ejercicio de los derechos naturales de la mujer no tiene más límites que la perpetua tiranía a la que el hombre la somete”.

Fuerte y sarcástico, su texto aborda cada uno de los diecisiete artículos del preámbulo de la Constitución y pone en evidencia la omisión flagrante de las ciudadanas. En el artículo VI, que establece que todos los hombres son iguales ante la ley, Olympe agrega a las mujeres como iguales ante la ley, pero además añade que deben ser “igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos”, abogando así por el derecho de las mujeres a trabajar. También transforma y amplía el artículo. Allí donde decía: “Nadie debe ser molestado por sus opiniones, incluso religiosas, siempre que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley”, ella suma una frase de su coleto: “La mujer tiene derecho a subir al cadalso; debe tener igualmente el derecho de subir a la tribuna”, reclamando el derecho de las mujeres a participar en el debate político.

El artículo XI es el mayor ejemplo de la invención de un derecho que atañe a las mujeres: el derecho al reclamo por paternidad.

El original dice: “La libre comunicación de pensamientos y de opiniones es uno de los derechos más preciados del hombre”. La autora propone: “La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más preciados de la mujer, puesto que esta libertad garantiza la legitimidad de los padres con respecto a los hijos. Toda ciudadana puede decir libremente: ‘Yo soy madre de un hijo que os pertenece’, sin que un prejuicio bárbaro la obligue a disimular la verdad”. En este caso, Olympe convierte lo personal en político, dado que al parecer ella misma no había sido reconocida por su progenitor y conocía muy bien los problemas que debían enfrentar las muchas personas que habían nacido en una situación similar a la suya, así como las madres que no podían reclamarles nada a los padres biológicos de sus criaturas.

Por último, en el artículo XVI, que habla de la necesidad de una Constitución, Olympe afirma audazmente: “La Constitución es nula si la mayoría de los individuos que componen la nación no ha cooperado en su redacción”. Este es un punto notable, porque está invalidando la Constitución que acababa de promulgarse por el hecho de que los hombres no les habían permitido a las mujeres participar de la discusión sobre aquellas trascendentes definiciones.

El epílogo merece una mención aparte. Si en la introducción interpelaba a los hombres, aquí les habla directamente a las mujeres:

“¡Mujer, despierta!; las campanas de la razón se escuchan en todo el universo; reconoce tus derechos. […] El hombre esclavo ha multiplicado su fuerza y ha necesitado recurrir a la tuya para romper sus cadenas. Pero, una vez en libertad, se ha vuelto injusto con su compañera. ¡Oh, mujeres, mujeres!,¿cuándo dejarán de estar ciegas?, ¿qué ventajas obtuvieron de  la revolución?: un mayor desprecio, un desdén más marcado. […] ¿Qué te queda entonces? La convicción de las injusticias cometidas por los hombres. El reclamo de tu patrimonio, fundado en los sabios decretos de la naturaleza, ¿por qué habrías de temer por una empresa tan hermosa? Sean cuales fueren las barreras a las que tengas que enfrentarte, está en tu poder superarlas: solo tienes que desearlo”.

Este mensaje, que convoca a animarse a superar las barreras y luchar por “una empresa tan hermosa” como el feminismo, afirma que solo basta con desearlo. En estas líneas, Olympe de Gouges nos ha dejado el legado del deseo como motor de cambio. Y si bien, como era esperable, su declaración no fue tenida en cuenta por los políticos de la época, con el tiempo llegó a convertirse en un texto fundacional de la historia del feminismo, porque supo denunciar la farsa de una supuesta “universalidad” que excluía a la mitad de la población.

 

Título Biblioteca feminista

Autora: Florencia Abbate

Editorial: Planeta

 

Datos sobre la autora

Nació en 1976. Es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires e Investigadora del Conicet.

Ha publicado entre otros libros: El grito y Magic Resort, y el volumen de cuentos Felices hasta que amanezca.

Ha sido profesora de Literatura del siglo XIX en la carrera de Letras de la UBA, profesora visitante en la universidad Dartmouth College, y actualmente es profesora titular de Filosofía de Género en la carrera de Filosofía de la UCES.