—¿Qué espera de la nueva política estadounidense respecto de Cuba?
—Mucho. Espero que las cosas, económicamente, mejoren. Por el momento, ya se siente que empieza a bajar la tensión histórica que existe entre Estados Unidos y Cuba. Eso es importante, porque para nosotros ha sido una manera muy jodida de convivir. Lo que queda pendiente ahora es el tema del embargo, que es algo real y que afecta a otras empresas que quieren tener negocios en Cuba, a las relaciones financieras, al acceso a préstamos... Lo primero que necesita Cuba es que su economía interna funcione, pero para lograr eso precisa modernizar sus infraestructuras. En Cuba las carreteras son una mierda, las canalizaciones de agua son una mierda, el tren es un desastre, lo mismo que los aeropuertos. Todo lo que permite que una economía sea eficiente funciona mal allí. Y cuando todo eso se solucione vendrá lo más difícil: cambiar la mentalidad del cubano, que se acostumbró a vivir sin trabajar o a trabajar lo menos posible.
—¿Usted habrá tenido sus problemas con la censura, pero también ha sido muy premiado en su país. Allí le han concedido incluso el Premio Nacional de Literatura. ¿Cómo se explica que el gobierno cubano premie a un hereje confeso?
—He tenido problemas con la censura, por supuesto, pero los mayores problemas los he tenido con textos a priori sin importancia. Hace unos años una pequeña revista provincial me pidió un comentario sobre los Industriales, el equipo de béisbol de La Habana, que es como el Real Madrid aquí. Es el equipo que más seguidores tiene y al que más personas odian en Cuba. Y yo soy muy fan de ese equipo, pero en ese momento estaba muy enfadado con ellos y escribí una crónica donde los destruía. Y me la censuraron, no quisieron publicármela porque había en marcha toda una operación de rescate de la imagen del equipo. Eso demuestra que te pueden censurar por la cosa más nimia. De igual forma le digo que todos mis libros se han publicado en Cuba sin que se les cambie una palabra. Las ediciones no son muy grandes, la promoción no es la que se hace en España o en Francia, mi presencia en los medios no es frecuente, pero los libros están ahí. (...)
—¿Con la homosexualidad ha ocurrido como con el racismo? ¿Ha cambiado, oficialmente, su percepción?
—Sí, totalmente. La homosexualidad ya no es un problema en Cuba. Lo fue. Muchos escritores fueron marginados por su homosexualidad, incluido Virgilio Piñera, que fue uno de los grandes escritores cubanos del siglo XX. Lo del racismo es más complicado porque es un problema nacional no resuelto desde sus orígenes. Cuba no luchó por la independencia de España en el mismo momento que otras naciones latinoamericanas por su miedo al negro. Era un país en el que algo más del 50% de la población eran negros y mestizos. Y el ejemplo de Haití fue lo que inmovilizó a la burguesía y a la intelectualidad cubana, que eran quienes debían haber dirigido la lucha por la independencia como lo hicieron en el resto de América. Después de la independencia, a principios del siglo XX, hubo una guerra racial en Cuba, corta pero muy sangrienta. Y la discriminación del negro fue un problema que sólo empezó a solucionarse con las leyes revolucionarias. Pero en la calle todavía está presente, aunque cada vez de forma menos agresiva. Hoy, entre los jóvenes ya son muy frecuentes las parejas interraciales. Se va superando, aunque puedan quedar algunos prejuicios en el fondo.
—¿A qué se debe que ninguno de los cuentos tenga una temática políciaca?
—Siento, cada vez más, que el género del cuento me queda estrecho. Cada vez que se me ocurre una idea para trabajar ya viene con 300 páginas. Pero en este libro hay uno, La muerte pendular de Raimundo Manzanero, que es un juego basado en una pesquisa policíaca. Cultivo mucho menos el cuento ahora. Además, creo que es un milagro lograr un buen cuento policíaco.
—Borges y Bioy Casares eran grandes fans del cuento policíaco e hicieron varias antologías juntos.
—Sí, aunque ellos mismos no eran los mejores cultivando ese género. Los mejores creo que fueron los estadounidenses, los cuentos de Hammett y de Chandler. Pero muchas veces son cuentos de cuarenta o cincuenta páginas, así que se pueden considerar casi novelitas.
—Muchos de sus personajes en estos cuentos tienen que renunciar a algo: al amor, a un futuro soñado en la juventud, a conocer el mundo, a pequeñas cosas domésticas... ¿Ser cubano implica siempre algún tipo de renuncia?
—Por lo menos implica siempre un reto, porque la realidad cubana de los últimos sesenta años ha estado muy intervenida por la política y ha estado muy polarizada. De ahí que las decisiones del ciudadano tengan siempre consecuencias, mayores o menores. Algunos de estos cuentos hablan de la posibilidad de quedarse a vivir fuera de Cuba y eso, en el momento en el que los escribí [los años 80 y 90], significaba una renuncia total, era una salida sin regreso. Renunciabas a la ciudadanía, al país, por lo menos en el sentido civil o jurídico.
—Porque la cubanidad no se pierde.
—En absoluto. De hecho, te encuentras fuera de Cuba a cubanos que se han ido y que viven más en Cuba que cuando estaban allí. En un libro mío que se llama La novela de mi vida narro un momento de lo que fue la vida del poeta Eugenio Florit en Miami. Florit hizo de su casa una Cuba propia, y vivía encerrado en esa casa, donde todo lo que tenía era cubano: libros, banderas, objetos, todo. El se fue de Cuba, vivía en Miami, pero espiritual y hasta materialmente vivía en Cuba.
—En “La muerte feliz de Alborada” Almanza, la protagonista, sueña con cosas que disfrutaba antes, cosas muy simples como un pastelito, el café o la leche condensada, y cuya ausencia hace su vida cotidiana más infeliz. ¿Cómo ven las autoridades cubanas que usted haga un retrato del país a través de este tipo de pequeñas miserias?
—Bueno, nunca me llamaron la atención, pero creo que no les gusta demasiado. Tal vez preferirían que uno escribiera de otra forma, pero también creo que nuestra narrativa está enfocada fundamentalmente a eso, a mostrar la complicada vida que viven los cubanos. Hay un cuento de Francisco López Sacha que a mí me gusta mucho y que es la historia de un hombre que se levanta por la mañana con ganas de ir al baño y que al sentarse rompe sin querer la taza del inodoro. Y es la historia de cómo conseguir un váter nuevo. En el mundo moderno no podemos vivir sin inodoro, es algo básico y fácil de solucionar. Pero en Cuba conseguir una taza del inodoro se puede convertir en la tragedia de la vida de una persona. Hay mucha literatura escrita con estos elementos cotidianos que se fueron deteriorando o perdiendo y que hicieron nuestra vida más complicada, sobre todo en la década de 1990, cuando se llegó a extremos realmente dolorosos.
—¿Hoy siguen pasando esas cosas?
—No tanto. Aun así, el gobierno ha reconocido oficialmente que el salario no alcanza para vivir. Pero la gente vive. ¿Cómo? Buscando estrategias de supervivencia relacionadas con pequeñas corrupciones: el panadero que se guarda un poco de harina, el pintor que se lleva un galón de pintura y lo vende... De esa manera pueden llegar a fin de mes. Esas tramas nos afectan a todos de una u otra forma. A veces, incluso si tienes el dinero para adquirir una cosa, esa cosa no aparece en el momento en el que tú la necesitas, y eso ha creado en Cuba una dinámica de vida muy peculiar (…).
—¿Y también tuvo un encuentro fortuito con exiliados cubanos?
—He tenido muchos. Tengo muchos amigos que viven fuera de Cuba, en Italia, en Francia, pero sobre todo en España y en Estados Unidos. A veces les dedico todo el tiempo que tengo, pero otras veces, cuando vengo en plan promocional, tengo que esconderme de algunos porque sería imposible atender a todo el mundo. Y me duele hacerlo, porque creo que una de las grandes ganancias que tiene el hombre son las amistades, y yo soy muy fiel a mis amigos. Me gusta mucho encontrarme con ellos y celebrar sus éxitos y solidarizarme con sus derrotas. Porque dentro y fuera de Cuba hay de todo, éxitos y fracasos.
Fragmento de una entrevista publicada en www.elconfidencial.com