Y éste qué hace acá? ¿Qué quiere?
—Te quiere saludar, Cristina.
—Me parece que se equivocó de hotel…
Cristina de Kirchner rió sin entusiasmo con su propio chiste. Oscar Parrilli, encargado de informarle sobre la presencia de Daniel Scioli, la imitó. A unos metros, sin escuchar el diálogo, el vice los miraba de pie a la espera de una respuesta con un gesto de intriga tatuado en el rostro.
Para llegar al piso diecinueve del Hotel Intercontinental, el búnker donde los Kirchner festejaron su victoria sobre los Duhalde la noche del 23 de octubre de 2005, Scioli hizo una pequeña travesía: cruzó un tumulto de piqueteros que lo recelaban como a un infiltrado, sorteó dos cercos de custodios irascibles y se escabulló por la cocina para, a través del ascensor y las escaleras de servicio, llegar hasta la suite presidencial.
La ironía de Cristina transmitía desprecio y la íntima convicción de que el vice de su marido era un aliado de los Duhalde, derrotados en la elección legislativa donde los dos caudillos del peronismo se batieron a duelo por medio de sus esposas, Cristina y Chiche, en la provincia de Buenos Aires.
Los Kirchner demonizaron, en la campaña, a Duhalde, pero Scioli siguió otro libreto. Faltó al acto de lanzamiento en el Teatro Argentino, donde Cristina comparó a Duhalde con El Padrino y, en una cena de la ONG Conciencia, pidió un compromiso de los partidos para que la campaña no fuera una catarata de insultos.
Cristina recurría a un refrán de comadres para referirse a la fortuna de Scioli y al infortunio de Duhalde.
—Hay gente que nace con estrella y gente que nace estrellada.
Al vice de su marido lo conocía de los días en que ambos eran diputados y lo veía como un deportista devenido político, un paracaidista con discurso desideologizado que, por puro azar y buena suerte, había llegado a vicepresidente.
A Duhalde, en cambio, lo consideraba un político de raza, como ella o Kirchner. Con Néstor vivo, Cristina se desentendió del vínculo con Scioli. Tras la muerte de Kirchner, Scioli comprobó que todo sería distinto.
En medio del multitudinario velatorio en la Casa Rosada, perturbada y agotada, la Presidenta se tomaba pausas y se refugiaba en su despacho. “Si no soy candidata, Néstor no me lo perdona”, le había prometido la mañana anterior, cuando agonizaba en el piso de su habitación de El Calafate.
—Quedate tranquilo, yo te voy a hacer quedar bien —le susurró.
Scioli intentó recrear con Cristina el diálogo volátil, pero llano que tenía con Kirchner. Una tarde, sentados a solas en el sillón de estilo de tres cuerpos del despacho presidencial, le preguntó:
—Cristina, decime, ¿qué pensaba Néstor de mí?
—Valoraba tu lealtad, sobre todo eso, y tu voluntad.
Con frialdad le recortó una visión generosa de Kirchner, aunque la intimidad fue fugaz. A Cristina no le interesaba estrechar lazos con un dirigente al que no respetaba intelectualmente.
Pero el aislamiento y la ausencia de diálogo fueron un método que “la viuda” sistematizó con casi todo el entramado del poder, de gobernadores a ministros e intendentes, y de empresarios a sindicalistas. (…)
En junio la luz roja no paraba de titilar. Scioli necesitaba tres mil millones de pesos para pagar sueldos y aguinaldos a quinientos cincuenta mil estatales bonaerenses. Moyano acababa de anunciar el primer paro nacional contra el Gobierno.
Quien fue la pata gremial K se paraba en la vereda de enfrente. El silencio de Scioli enardeció a los kirchneristas que reclamaban lealtad. Cristina se lo hizo saber con un desplante. En una visita a la Universidad de Lanús, al bajar del helicóptero saludó a Pepe Pampuro, al intendente Darío Díaz Pérez y a Mariotto, pero salteó a Scioli.
En la desesperación, evaluó emitir patacones, al igual que Carlos Ruckauf en 2001. Ante el rumor, un grupo de diputados acosó a la ministra de Economía Batakis con ese interrogante.
—Si a alguien se le ocurre emitir patacones, ¿dónde los va a imprimir, en Ciccone? —silenció con picardía la ministra a los intrigantes.
Batakis no podía decir, o no sabía, todo. Secretamente se hicieron pruebas de impresión de billetes con medidas de seguridad y marca de agua en la Dirección de Impresiones del Estado y Boletín Oficial (Diebo), un área dependiente de Pérez.
Todas eran señales negativas cuando el 26 de junio, noventa y seis horas antes de que se agotara el tiempo para la liquidación de los sueldos y el aguinaldo, Cristina habló desde la Casa Rosada. Scioli estaba invitado, pero recibió el llamado que le sugirió no asistir. Se quedó en La Plata y miró el discurso en su despacho; con los cinco LCD de su oficina que multiplicaron la paliza televisada.
La Presidenta cuestionó la capacidad de gestión de Scioli y lo acusó de tener protección de los medios críticos con su gobierno. “Algunos tienen que aprender a gestionar”, dijo y avisó que su ministro de Economía, Hernán Lorenzino, revisaría las cuentas bonaerenses antes de girar fondos. La reunión sería dos días después, el jueves.
—¿Cuándo dijo que nos va a mandar la plata? ¿El jueves? —preguntó en voz alta el gobernador y miró a su interlocutor más cercano, Guido “Kibo” Carlotto, hijo de Estela de Carlotto y secretario de Derechos Humanos bonaerense, que prefirió callar.
El viernes, sobre la hora, la Nación envió mil millones de los dos mil ochocientos millones pedidos por Scioli, quien anunció el pago de los salarios y la cuotificación del aguinaldo en cuatro partes. Los gremios estallaron.
Una infidencia del intendente Díaz Pérez, de Lanús, agregó pólvora. En una reunión con militantes relató una charla con la Presidenta en Olivos. Díaz Pérez reprodujo supuestas críticas de Cristina a Scioli cuando Raúl Othacehé, intendente de Merlo, le pidió fondos para la inseguridad.
—¡No! ¡Pará! ¿Tenemos que poner trescientos millones de mangos para cubrir a este inútil? No, estamos perdidos.
—Que (Scioli) se vaya de la Provincia, que me la deje sola, que la gobierno yo y seguramente pasa algo —dijo Cristina según el relato del intendente de Lanús.
Díaz Pérez contó, además, una visita de Scioli a su distrito en medio de un episodio de inseguridad: la madre de una víctima lo puteó a él, pero a Scioli, parado a su lado, le expresó su admiración por sobreponerse a la pérdida del brazo.
—Cristina, este tipo está rodeado de amianto.
Como una confirmación de esa relevación, por cadena nacional desde General Rodríguez, la Presidenta volvió a maltratar a Scioli que estaba ahí sentado: detalló los ciento treinta mil millones de pesos enviados por la Nación a la Provincia y dijo que “gestionar no es sólo poner la cara”.
En el vuelo a La Plata, Alejandro Delgado Morales, su vocero, entendió que la oleada imponía una respuesta del gobernador.
—Daniel, algo vamos a tener que decir, ¿no? —opinó.
—¿Decir qué? Si ella dice lo que digo yo, ¿o no? —estalló. Nadie lo refutó.
Como un prodigio, Diego Maradona se convirtió en un árbitro inesperado. “Yo la banco a Cristina a morir, pero Scioli también es un amigo. Que se maten, que discutan. Si no quiere que (Scioli) sea presidente, que no sea presidente, pero si el tipo que laburó todo el año está esperando el aguinaldo y vos por pelearte con uno, con otro, sacás a hablar a ‘Craviotto’ (en referencia irónica a Mariotto, pero nombrando al ex jugador de fútbol Néstor Craviotto), después paga la gente”, dijo Maradona.
Sus palabras retumbaron en las paredes centenarias de la Casa de Gobierno junto a una encuesta que indicaba que el malhumor de los bonaerenses por la crisis financiera impactaba más sobre Cristina que sobre Scioli. En plena crisis citó al gobernador a la Casa Rosada y permitió que los periodistas accedieran brevemente a la audiencia.
—Bueno, chicos, gracias, gracias, parece que estuviéramos firmando la paz en Siria —bromeó la Presidenta, sin bromear.