DOMINGO
LIBROS

Fidel, héroe y villano

Cientos de libros han abordado la figura y la influencia global de Fidel Castro. Aquí, una pequeña selección de cuatro de ellos, con miradas bien dispares. Su intimidad, con ojos de admiración o de desprecio, su arrolladora personalidad y su impulso a la violencia política regional de los años setenta.

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Foto. Una mujer rinde homenaje al paso de los restos del comandante de la Revolución. Su legado complejo dividió a la sociedad cubana y trascendió la pequeña isla. | Cedoc Perfil
El último caballero español*
Descubrí así un Fidel íntimo, casi tímido, muy bien educado y afable, que presta atención a cada interlocutor y habla sin afectación. Con modales y gestos de una cortesía un poco anticuada que le vale, a veces, el calificativo de “último caballero español”. Siempre atento a los demás, y en particular a sus colaboradores, a sus escoltas, y sin emplear nunca una palabra más alta que la otra. Nunca le oí dar una orden. Pero ejerce una autoridad absoluta en su entorno. Por su aplastante personalidad.

Donde está él, sólo se oye una voz: la suya. El es quien toma todas las decisiones, pequeñas o grandes. Aunque consulta con las autoridades políticas que dirigen el Partido y el Estado, y se muestra muy respetuoso con los procedimientos de toma de decisión colectiva, en última instancia es él quien toma la decisión final. No hay nadie, desde la muerte de Che Guevara, en el círculo de poder en el que se mueve, que tenga un calibre intelectual comparable con el suyo. En ese sentido, da la impresión de ser un hombre solo. Sin amigo íntimo ni socio intelectual de su talla.

También es un hombre que vive, por lo que pude apreciar, de manera modesta, austera, casi espartana: lujo inexistente, mobiliario sobrio, comida sana, frugal, macrobiótica. Hábitos de monje-soldado. La mayoría de sus enemigos admiten que figura entre los pocos jefes de Estado que no se han aprovechado de sus funciones para enriquecerse.
Apenas duerme cuatro horas y, de vez en cuando, una o dos horas más en cualquier momento del día. Su jornada de trabajo, siete días a la semana, suele terminar a las cinco o las seis de la madrugada, cuando despunta el día. Más de una vez interrumpió nuestra conversación a las dos o las tres de la madrugada para ir a participar, cansado pero sonriente, en una “reunión importante”… Es también un gran madrugador. Viajes, desplazamientos, reuniones, visitas e intervenciones se encadenan sin tregua, a un ritmo intenso. Sus asistentes –todos jóvenes, de unos treinta años, y brillantes–, al final de la jornada, acaban molidos. Se duermen de pie, agotados, incapaces de seguir el ritmo de este infatigable señor de 80 años.

Fidel reclama notas, informes, cables, noticias de la prensa nacional y extranjera, estadísticas, resúmenes de emisiones de televisión o de radio, resultados de encuestas de opinión nacionales… Continuamente hace y recibe llamadas con el móvil de su asistente personal, Carlitos Valenciaga. De una curiosidad infinita, no cesa de pensar, de cavilar, de animar a su equipo de asesores. Siempre alerta, en acción, “conspirando” a la cabeza de un pequeño estado mayor –el grupo que constituyen sus asistentas y asistentes–, librando una batalla nueva. Rehacer la Revolución una y otra vez. Nada más contrario a él que el dogma, el precepto, la regla, el sistema, la verdad revelada. Es el antidogmático por antonomasia. Un transgresor instintivo y, aunque parezca obvio decirlo, un rebelde permanente.

Ver a Fidel Castro en acción resulta apasionante. Es contemplar la política en marcha. Siempre con ideas, pensando lo impensable, imaginando lo inimaginable. Con una creatividad que hay que calificar de genial. En este sentido podría decirse de él que es un creador político, como otros son creadores en el campo de la pintura o de la música.
Incapaz de concebir una idea que no sea descomunal, su atrevimiento mental es espectacular. Una vez discutido y aprobado un proyecto, ningún obstáculo lo detiene.

“La intendencia seguirá”, decía el general De Gaulle. Fidel piensa igual. Dicho y hecho. Cree con pasión en lo que está haciendo. Su entusiasmo mueve las voluntades. Debe de ser eso el carisma. Las palabras se transforman en realidades. Dice a menudo: “Son las ideas las que transforman el mundo, como las herramientas transforman la materia”.

Antes de su accidente de salud del 26 de julio de 2006, Fidel Castro era, a pesar de su edad, un hombre dotado de un físico impresionante, de elevada estatura (1,85 m), atlético y robusto. Sobre los numerosos visitantes que recibe, a menudo extranjeros, el comandante cubano ejerce una poderosa atracción, y sabe utilizar, como los grandes actores, su innegable seducción.

Brillante y barroco, tiene una necesidad visceral de comunicar con el público. No ignora que una de sus cualidades principales es la palabra, con la que convence y persuade. Sabe como nadie captar la atención de un auditorio, mantenerlo subyugado, electrizarlo, entusiasmarlo y provocar tempestades de aplausos. No hay espectáculo comparable con el del Fidel Castro orador. Siempre de pie, balancea el cuerpo, palmea el micrófono, hace retumbar su voz, marca largos silencios, fija los ojos en la multitud, agita los brazos como un desbravador, alza su dedo índice y apunta al público de pronto amansado.

Vida oculta detrás del mito**
Nada es corriente en Fidel Castro. Se trata de alguien único, especial, aparte. Un rasgo peculiar, entre tantos otros, lo distingue de todos sus compatriotas:
¡no sabe bailar la salsa! No le interesa, no le gusta. El Comandante tampoco escucha música. Ni cubana, ni clásica, ni mucho menos norteamericana. También eso lo diferencia de los cubanos “normales”. En cambio, su afición a la infidelidad conyugal, verdadero deporte nacional, es típicamente cubana. Sin ser un mujeriego ni un amante compulsivo, como tantos políticos de todo el mundo, no deja de ser “Fidel el infiel”. En los juegos amorosos y de seducción jamás se ha tropezado con la menor dificultad, ni resistencia, ni frustración.
Ciertamente, Fidel no es uno de esos dictadores omnipotentes que organizan orgías. Pero tampoco es un santo.

Casado por primera vez con Mirta Díaz-Balart, de la alta burguesía, y en segundas nupcias con la enseñante Dalia Soto del Valle, engañó a la primera con la bellísima habanera Naty Revuelta y a la segunda con la camarada Celia Sánchez, su secretaria particular, confidente y perro guardián durante treinta años. A esos trofeos de caza hay que añadir otras amantes: Juana Vera, alias “Juanita”, su intérprete oficial anglófona y coronel del servicio de información (en la actualidad trabaja para Raúl); Gladys, la azafata de la aviación cubana que participaba en los desplazamientos al extranjero, al igual que Pilar, alias “Pili”, otra intérprete, en este caso francófona. Y sin duda tuvo otras aventuras, anteriores a la incorporación a mi puesto, de las que no tengo constancia.

De todo eso los cubanos sólo tienen una muy vaga idea. Durante décadas, la vida privada del Líder Máximo fue uno de los secretos mejor guardados de Cuba, del que sólo una ínfima parte llegó a conocimiento del público. En efecto, contrariamente a su hermano Raúl, el número 1 cubano ha puesto siempre un cuidado casi patológico en mantener ocultos todos o casi todos los elementos de su vida personal. ¿El motivo? Considera que exponer su existencia, exhibirla a plena luz, carece de objeto, incluso supone un peligro potencial, un punto vulnerable. He ahí por qué, con excepción de los primeros años, cavó un foso entre su vida pública y su vida privada. Semejante culto al secreto le viene sin duda de los años de clandestinidad, en los que, como en los movimientos de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, compartimentar las informaciones era vital para la supervivencia.
Por increíble que pueda parecer, los cubanos no conocieron la existencia –ni descubrieron el rostro– de Dalia Soto del Valle, la mujer de su vida desde 1961, hasta el año 2006, momento en que Fidel, gravemente debilitado, tuvo que ser hospitalizado y se decidió a confiar las riendas del poder a Raúl. A lo largo de cuatro décadas, Fidel siempre fue acompañado de una “primera dama”, si bien simbólica. En efecto, en las grandes ocasiones (fiesta nacional, visita de un jefe de Estado extranjero, etc.), era Vilma Espín (1930-2007), la esposa de Raúl y presidenta de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), quien aparecía públicamente en la tribuna al lado de Fidel, desempeñando así el papel subliminal de primera dama.

Igualmente, durante casi el mismo período, nadie o casi nadie supo que en los años 60 y 70 ¡Dalia había dado no menos de cinco hijos al Líder Máximo! Increíble pero cierto: ni siquiera los cuatro hijos de Raúl Castro, mantenidos a distancia, tuvieron ocasión de conocer a sus propios primos hermanos antes de alcanzar la edad adulta. Por espacio de casi veinte años, esos parientes próximos vivieron a pocos kilómetros los unos de los otros sin cruzarse jamás. En cuanto al gran público, sólo conoció la identidad de los cinco hijos varones de Fidel a partir de los años 2000, eso sí, sin precisiones concernientes a su actividad profesional o su personalidad.

Por mi parte, los conozco a todos muy bien. Por haber frecuentado a la familia durante 17 años, no sólo estoy en condiciones de establecer el árbol genealógico detallado de la dinastía y de apreciar las cualidades y los defectos de cada uno de sus miembros… sino también de revelar algunos secretos y definir la manera en que Fidel desempeña (bastante mal) su papel de padre. Huelga decir que todo esto resultaría meramente anecdótico de no ser porque permite arrojar nueva luz sobre la personalidad de uno de los personajes públicos más relevantes de la segunda mitad del siglo xx.

“Lo digo de manera clara: no somos comunistas”***
En abril de 1959, el hombre que habría de terminar con la prensa libre en Cuba viajó a los Estados Unidos invitado por la American Society of Newspaper Editors. El 15 de ese mes llegaba a Washington DC en plan de relaciones públicas durante dos semanas, acompañadode asesores económicos. En medio de tantas actividades y declaraciones, llamó la atención cuando afirmó en forma terminante: “Digo de manera clara y definitiva que no somos comunistas. Están abiertas las puertas para inversiones privadas que contribuyan al desarrollo de Cuba”.
“Es absolutamente imposible que progresemos si no nos entendemos con los Estados Unidos”. Un año más tarde reconocería, con tono de burlesco cinismo, haber mentido, engañado, “por razones tácticas”.

En la capital de los Estados Unidos, el presidente Eisenhower no lo recibió porque se encontraba muy molesto por los juicios públicos y los fusilamientos televisados que se desarrollaban en La Habana. Además, todavía su gobierno no tenía una línea política hacia Cuba y no quiso arriesgar. Castro se encontró con el vicepresidente, Richard Nixon, el domingo 19, en una oficina del Capitolio, y ofició de traductor el entonces teniente coronel Vernon Walters. El militar y más tarde alto funcionario de la CIA relató más tarde que en un momento Castro se puso muy nervioso, diciendo:
—No comprendo por qué en este país me critican por fusilar a los criminales de guerra.
—Oiga –le respondió Nixon–, si usted detiene a gente a las once de la mañana, la juzga al mediodía y la fusila a las dos de la tarde, tiene que esperar forzosamente que lo critiquen.
—La opinión pública cubana aprueba estas ejecuciones –opinó Castro, nervioso.
Y Nixon, sin perder la compostura, dijo:
—La opinión pública alemana apoyó a Hitler casi hasta el último instante, y eso no significa que los actos de Hitler queden así justificados. Hay que pensar en la justicia.
—Me acusan de genocidio, cuando en realidad estoy fusilando a miserables fascistas. Es absurdo.
A lo que Nixon respondió:
—Recientemente usted procesó a un grupo de aviadores que habían servido en las fuerzas armadas de Batista, acusándolos de genocidio debido a que habían bombardeado a sus fuerzas en la Sierra Maestra. El tribunal los absolvió. Usted anuló la sentencia, convocó otro tribunal que los condenó a muerte, y usted los fusiló. Mientras usted haga cosas de este tipo, debe esperar que lo critiquen, si no en Cuba, por lo menos en nuestro país.

Nada positivo salió de las más de dos horas de diálogo. El vicepresidente, después, comentó que el dirigente cubano estaba manejado por los comunistas. Nixon, que se preparaba para ser candidato presidencial del Partido Republicano al año siguiente, ya tenía un ligero conocimiento de América Latina.
Luego, Walters acompañó al comandante Castro al Departamento de Estado, y más tarde a un programa de televisión –Meet the Press–, donde también le preguntaron acerca del “paredón”. Ahí afirmó que las elecciones presidenciales se habrían de realizar tras cuatro años. Antes había sostenido un plazo de dos años. La medida dilatoria fue acompañada por la consigna “¡Revolución primero, elecciones después!”.

“Soy el doctor Castro, Fidel. Soy Cuba”****
Estaba muy cerca y realmente me gustó lo que vi, me cautivó su rostro.
Saludé con la mano y pregunté:
—¿Qué queréis?
Contestó el hombre alto.
—Quiero subir al barco, mirar.
Yo hablaba algo de español y él algo de inglés, pero en aquel momento inicial nos comunicábamos sobre todo por signos.
El fue el primero en subir por la escalerilla, y observé que llevaba un puro en la mano y algunos más en el bolsillo de la camisa, aunque lo que yo quería realmente era ver sus ojos. Nunca olvidaré la primera vez que observé de cerca esa mirada penetrante, ese bello rostro, esa sonrisa picaresca y seductora, y puedo decir que ya en ese instante empecé a flirtear con él. Yo tenía 19 años. El, según sabría después, 32.
Se presentó en inglés.
—Soy el doctor Castro, Fidel. Soy Cuba. Vengo a visitar su gran barco.
—Bienvenido, estás en Alemania –contesté, intentando convertir el navío en un territorio neutral que no despertara recelos.
—El agua es Cuba, Cuba es mía –replicó.
Los pasajeros estaban obviamente inquietos y atemorizados por las armas que llevaban los barbudos, así que decidí intentar que se desprendieran de ellas para calmar al pasaje.
—Quitaos las armas, no os hacen falta aquí –les dije.
No hizo falta discutir más y Castro alineó en la cubierta a todos sus hombres, que dejaron sus fusiles en el suelo apoyados contra una pared, una imagen que inmortalizó el fotógrafo de a bordo, que tomó la primera instantánea de una serie que acabaría registrando las siguientes horas. Aunque los barbudos habían dejado las armas, Fidel seguía portando una pistola, y le insté a que también la dejara. Se negó con un simple “no te preocupes”. Luego preguntó por el capitán y yo, con un arrojo que aún al día de hoy me sorprende, le contesté:
—Está durmiendo. Yo soy ahora el capitán.
Me ofrecí entonces a enseñarle el barco y fuimos hasta el ascensor, que estaba lleno de gente. Una vez adentro, Fidel tocó mi mano y en ese momento una descarga de electricidad me recorrió entera. Me miró y me preguntó cuál era mi nombre.
—Ilona Marita Lorenz –le dije, con repentina timidez.
—Marita alemanita –replicó. Fue la primera vez de muchas en que me llamaría cariñosamente así, “alemanita”. Me apretó la mano y la dejó ir antes de que nadie le viera.
Desde ese primer encuentro me quedó claro que ejercía una gran atracción sobre la gente, sobre todo el mundo. Yo no era una excepción, y decidí no dejarlo ir ni separarme de él. Paseamos muy cerca el uno del otro y le quise mostrar las entrañas del barco, la sala de máquinas, donde el ingeniero se quedó perplejo de verme con ese grupo de cubanos con vestimenta militar. Calentando motores para el viaje de regreso que debía comenzar en unas horas, los pistones se movían en su mecánicamente rítmica coreografía y Fidel hizo un comentario diciendo que le recordaban a unos bailarines de mambo. Fueron de las pocas palabras que pude escucharle porque el ruido era ensordecedor, pero no hacía falta que él me hablara ni a mí decir nada. Había vuelto a poner su mano sobre la mía en una de las barandillas desde las que observábamos la sala, y para mí eso había sido más mágico que cualquier palabra.