Cabe hablar de un verdadero “régimen somático” propio de las formas de vida infotecnológicas, que conlleva un modo de interpretación del cuerpo biológico en su doble faz: el molecular interno y el aparencial o externo, como sede parcial, pero cada vez más significativa de la subjetividad. Como algo modelable, operable, intervenible, modificable, en tanto obra a realizar de manera responsable. En definitiva, como lo que Foucault denominaba la “sustancia ética”, es decir, la materia –o la parte de sí mismo– sobre la cual el individuo ejercita su conducta y a la cual da forma para convertirse en un sujeto ético. Esta doble dimensión del cuerpo es, entonces, la materia del trabajo de autorregulación que realiza el individuo para tratar de equilibrar y orientar los imperativos éticos y estéticos de la creación de sí como una suerte de obra.
Es importante resistir la tentación a considerar la dimensión estética como un fenómeno de superficie y, por lo tanto, trivial. La relevancia del cuerpo-signo está conectada de manera íntima con las necesidades que la propia época activa, en términos de comunicabilidad de sí, de legibilidad en un mundo globalizado (mostrarme de manera rápidamente identificable ante los otros, señalar mi pertenencia a determinada tribu urbana o juvenil) e incluso de capitalización. En el capitalismo espectacular, el cuidado de la propia apariencia no es algo que podemos elegir no hacer: no prestarle atención a cómo nos presentamos ante los demás es, también, una decisión e involucra un mensaje.
En 2008, el teórico del arte alemán Boris Groys comentaba en una entrevista concedida al diario El País de Madrid esta instructiva anécdota:
Cuando Alexander Shaburov, un amigo artista, empezó su carrera en los años noventa, fue saludado con muy buenas críticas. Pero no tardaron en advertirle que tenía un problema muy grave: una mala dentadura. Sin embargo, tuvo suerte, y le concedieron una beca para que se arreglara los dientes. Y lo hizo. Y le ha ido bien. Hoy no se puede ser un buen artista si algo va mal a la hora de sonreír.
Por supuesto que no se trata solamente de lucir bien ante las cámaras. Tal como explica con gracia el mismo Groys en su artículo “La obligación del diseño de sí”, incluido en el volumen Volverse público (2014), el sujeto de los siglos XX y XXI, esto es, el sujeto posterior a la muerte de Dios –que había sido hasta ese momento el único “Observador del alma”–, se ve en la necesidad de expresar su interior a través de su exterior:
La única manifestación posible del alma empieza a ser la apariencia de la ropa que usa una persona, las cosas cotidianas que la rodean, los espacios que habita. Con la muerte de Dios, el diseño se volvió el medio del alma, la revelación del sujeto oculto dentro del cuerpo. Por eso el diseño adoptó una dimensión ética que no tenía antes. [...] El sujeto moderno tenía ahora una nueva obligación: la del autodiseño, la presentación estética como sujeto ético. [...] Al diseñarse a sí mismo y al entorno, uno declara de alguna manera su fe en ciertos valores, programas e ideologías. De acuerdo con este credo, uno es juzgado por la sociedad y este juicio puede ser, por cierto, negativo e incluso amenazar la vida y el bienestar de la persona involucrada.
De allí que, dice Groys, el diseño moderno transformó todo el espacio social en un ámbito de exhibición en el que los individuos aparecen como “artistas y obras de arte autoproducidas”. Basta pensar en el uso de un pañuelo de color para transmitir la pertenencia a uno u otro grupo en el debate por la despenalización del aborto para ver la fuerza política del diseño. Porque también hay intensas tensiones por el diseño en los movimientos políticos, en las que reaparece la antigua discusión sobre la convivencia compleja, laboriosa entre vanguardia política y vanguardia artística.
En este sentido, resulta muy provocativo e iluminador a la vez lo que comenta el crítico británico Mark Fisher en su artículo “Deseo postcapitalista”, de 2012. Para Fisher, uno de los mayores problemas de los movimientos alternativos y anticapitalistas de las grandes ciudades ya entrado el siglo XXI es su conservadurismo estético y formal, así como su ideal de retorno a un pasado mítico que –afirma– los deslibidiniza por completo. En vez de abrazar el “éxodo” de las formas visibles y semióticas de la mercancía, como proponen los ascetismos políticos de la imagen, que están más bien a la defensiva frente al capital y sus estrategias, Fisher sostiene que es necesario comprender el “cambio de régimen libidinal” que acompaña al pasaje de las sociedades disciplinarias a las de control. Y agrega: “concretamente, se intensifica el deseo por los bienes de consumo”. Pero frente a esto ya no puede oponérsele, dice, “la afirmación de la antigua disciplina de clase”, porque sencillamente ya no somos ese tipo de sujetos disciplinarios. No es que nos falte disciplina o voluntad, dice Fisher, sino que cambió totalmente el régimen de producción, la biosfera que habitamos está siendo tendencialmente reemplazada por la tecnosfera y, con estos (y otros) cambios, han variado también las subjetividades emergentes. De allí que tratar de volver atrás, “reducirnos al mínimo” o “desaparecer de la visibilidad pública”, como una suerte de principio de quiescencia budista, es una estrategia demasiado débil. Mucho más importante, sostiene, es buscar nuevos motivos libidinales, nuevas imágenes que les permitan a las personas vislumbrar un futuro utópico atractivo, alegre y vital, antes que, como lo decía Fredric Jameson, “hacer juicios moralizantes o practicar la nostalgia regresiva”.
De allí que los retos del autodiseño, de convertirse en una obra viviente, implican entonces un enorme esmero relacionado con comprender las “reglas del arte”: ¿qué puedo ser? (o en qué tribu me inscribo), ¿qué puedo innovar-transgredir-aportar? (o cuál es mi singularidad), son algunas de las muchas preguntas que nadie atento a estas señales de la época puede soslayar.
*Autora de Tecnoceno, editorial Taurus. (Fragmento)