DOMINGO
LIBRO

Fundamentalismo sanitario

El imposible aislamiento social que sufrimos.

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Este libro nace de una urgencia: enfrentar la resignación que, frente al covid-19, nos lleva a considerar al otro como una amenaza nos hace personas temerosas. | juan salatino

Uno tras otro, los gobernantes copian ideas, palabras y escritos. Todos parecen tener demasiada fe en lo que otros hacen para mostrarle a su población que ejercen el control de una situación que es en extremo complicada. Aquí y allá transcriben modelos y ordenanzas, tal vez porque repetir los actos de la mayoría suele ser un buen escudo contra los errores, los defectos y las negligencias propios. Así, se firmaron documentos y decretos por los que se estableció, en muchos países, la misma regla opresiva: dada la presencia del virus SARS-CoV-2 y como forma de evitar contagios, solo podían desarrollar su labor quienes eran considerados trabajadores esenciales. En Argentina en particular, poco se pensó sobre lo que esto significaba y se lo aplicó de manera draconiana. Como a la gran mayoría le pareció una idea obvia en su legitimidad, no se la cuestionó.

A veces sorprende que una celada tan antigua siga funcionando tan bien, como la trampa del queso que guía al ratón de un modo inequívoco hacia la muerte. No es otra cosa que el apetecible bocado que nos conduce a un cepo del cual es difícil salir. El queso atrae por su olor y sabor. Una idea que se juzga obvia atrae porque su certeza nos da la tranquilidad de saber qué hacer. El ratón sabe qué hacer. Va por el queso sin dudar, hasta que ¡zas! la trampilla lo decapita (…)

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La razón de por qué algo es esencial resulta compleja y relativa al contexto, y poco tiene de obvia. Sin embargo, tal como dijimos, muchos gobiernos se aferraron sin más a la perspectiva según la cual, para enfrentar el desafío planteado por la emergencia del SARS-CoV-2, solo podían trabajar aquellos cuyas labores se consideraban esenciales, y dieron por saldada cualquier discusión. Es interesante destacar que en Argentina, dentro de las actividades esenciales, estuvieron incluidos, por ejemplo, varios programas de televisión cuya lógica es el chismorreo y el griterío entre los participantes. Al mismo tiempo, se decidió que las ópticas debían permanecer cerradas. ¿Cómo iban a hacer todas aquellas personas que utilizan anteojos si se les rompían o si necesitaban nuevos?

Poco importa esta pregunta, porque se decidió que el asunto era una cuestión no esencial, y sanseacabó. Tal vez la consecuencia más significativa de este orden que define quién trabaja y quién no fuera de su domicilio sea la pérdida de la dignidad con la que vivir la vida. Porque el trabajo no es solo la forma de obtener el dinero para la subsistencia propia y familiar. Es además una perspectiva social, un modo de ser en una comunidad; son vínculos, afectos, peleas y conflictos. Lejos de perderse con el paso del tiempo, esta calificación acerca de qué es lo esencial y qué lo prescindible habrá de perdurar. Ser actor, ser músico, ser un empleado en un pequeño comercio, ser maestro, ser un vendedor ambulante ya no significará lo mismo que antes del decreto presidencial.

Detengámonos un momento y preguntémonos acerca de la eficacia y la pertinencia de que los negocios minoristas, los bares y los cafés, las escuelas y los jardines maternales, de una manera tan repentina y drástica, quedaran cerrados. Y de que las personas permanecieran encerradas como hámsteres en una jaula hogareña para protegerse del contagio.

Toda la lógica discursiva del confinamiento y de los trabajadores esenciales quedó desnuda, como vimos, tras la muerte de Maradona, cuando cientos de miles de personas se juntaron sin seguir ninguno de los cuidados fundamentales ordenados por decreto. Desde la retórica gubernamental, los números de contagiados y muertos deberían haberse incrementado de manera muy notoria con el correr de las semanas, y el sistema de salud tendría que haber colapsado. Pero tal cosa nunca sucedió.

Queda pendiente, entonces, una pregunta acerca de por qué no se pudieron sopesar las consecuencias de las medidas de prevención para el covid-19 con otros aspectos y riesgos de la vida en común (…)

Hay ideas obvias cuando se trata de enfrentar cuestiones difíciles e inesperadas; que definir lo esencial es complejo; que no se puede anunciar cada quince días qué es lo que se va a hacer sin tener un programa a largo plazo, y que, además, se deben lograr consensos, no simularlos, para tener un debate abierto sobre el programa de acción, sopesando y balanceando la mayor cantidad de cuestiones posibles.

Las ideas que parecen inexpugnables nos dan seguridad, pero actúan como el cebo del ratón al que se le hace creer que puede obtener su trozo de queso. Cuando nos sentimos a resguardo, salta la trampilla y quedamos atrapados por las graves consecuencias de las decisiones tomadas. Se han perdido trabajos, se han degradado otros, y todo ello con una enorme ineficacia a la hora de torcer o modificar el impacto del nuevo coronavirus en la población. Ese daño sobre la vida habrá de permanecer: ¿quién se hace responsable? (…)

A partir de este momento, se decreta que los maestros son superfluos, que la sabiduría humana producto del esfuerzo del pensamiento es inútil y que la reflexión concienzuda es, en definitiva, innecesaria. Ha llegado a nosotros un nuevo pedagogo, el único que merece ser escuchado, porque ha venido para iluminar la buena nueva. Es un educador que por fin nos revela el verdadero sentido de las cosas y descubre para los hombres y las mujeres de este tiempo la moral justa y el buen camino a seguir.

Nos habla en un lenguaje particular, pero no por ello su destreza como educador ha de ser cuestionada. Su método puede ser cruel, pero hemos de recordar aquello que tontamente hemos olvidado: que la letra con sangre entra. No queda otra posibilidad que el sarcasmo frente a lo que Bernard-Henri Levy calificó con precisión como sandez, como una profunda y despiadada tontería. Es la idea de que un coronavirus es un pedagogo o que ejerce una pedagogía que nos ilumina: “Que el virus nos habla, de que tiene un mensaje para nosotros y de que nada en este mundo aparece sin motivo o propósito”.

Una evolución sin sentido

El 20 de febrero de 1835, Charles Darwin estaba echado en el bosque, descansando en cercanías de Valdivia, cuando, sin aviso previo, toda la tierra tembló con furia. En su diario de viaje, dejó constancia de esta experiencia y del pánico que generó en los habitantes del lugar: “Un temblor de tierra subvierte en un momento las ideas más arraigadas; la tierra, el emblema mismo de la solidez, ha temblado bajo nuestros pies como una cáscara delgada aplicada sobre un fluido; el espacio de un segundo ha bastado para despertar en el espíritu un extraño sentimiento de inseguridad que no hubiesen podido producir varias horas de reflexión. En el bosque, como la brisa movía los árboles, solo sentí temblar la tierra, pero no vi los demás efectos. El capitán Fitz-Roy y algunos oficiales estaban en la ciudad al ocurrir la sacudida, y allí la escena fue más emocionante, porque aunque las casas, por ser de madera, no cayeron, oscilaron con brusco y violento vaivén, crujiendo las tablas y chocando unas con otras. La gente se precipitó a buscar la salida, dando gritos de suprema alarma. Todos estos pormenores concomitantes son los que engendran el horror del terremoto, sentido por cuantos lo han presenciado sufriendo sus efectos”.

Lo que aquí se describe está vinculado a una lección simple pero no por ello fácil de aprehender. El propio Charles Darwin cuenta sus sensaciones y reflexiones derivadas de una inesperada experiencia vivida en suelo chileno. Sin embargo, no le otorga a ese temblor de tierra la función de enseñarle. En ningún momento confunde su vivencia con la idea de que hay una naturaleza que se expresa y que tiene algo para decirle. Sabe que un terremoto es el producto de las fuerzas que rigen el movimiento de la corteza terrestre, y no un ejercicio pedagógico de la naturaleza para que los seres humanos se eduquen. Medio siglo más tarde, en su libro El origen de las especies, dará forma y fundamento a esta idea básica del pensamiento moderno: que el mundo natural no tiene finalidad alguna; que la vida, ni siquiera la humana, no se forjó guiada por un sentido. Así, de las leyes y las causas que se dan en la naturaleza no se puede derivar significado educativo alguno que marque el camino de nuestra existencia.

Antaño las “pestes” eran consideradas un llamado de atención por los pecados contra Dios, cuestión que hoy nos parece, al menos, cuestionable. Por ello, puede sorprender que encontremos en el presente personajes que, reivindicando valores referidos a la justicia, la igualdad o la problemática ambiental, supongan que un virus porta un sentido de enseñanza. Como se verá, hay quienes sostienen que es legítimo tomar una epidemia como una alerta contra lo que suponen son desvaríos que los hombres cometen contra la madre naturaleza.

En uno de sus últimos libros, el sociólogo Boaventura de Sousa Santos nos habla de la “intensa pedagogía del virus”. Según su perspectiva, el SARS-CoV-2 tendría una potencia educativa tan profunda como aquella derivada de los “sermones” que habrían dado en el pasado otras formas virales al causar epidemias que diezmaron poblaciones enteras. Frente a nuestros desatinos actuales debidos al capitalismo y al “neoliberalismo”, el covid-19 sería la mejor enseñanza.

Para profundizar en el significado de esta idea, hemos de analizar con cuidado uno de los párrafos más elocuentes de La cruel pedagogía del virus, libro al que hacemos referencia. Es un texto en el que se desnuda una brutal teodicea por la cual el mal ocurre en función de un bien más profundo que lo secunda. El covid-19 prevalecería hoy porque es portador de un mensaje y una acción que nos indican cuál es el buen camino a seguir. Por supuesto, en todo esto poco importan los sufrimientos que se decretan, porque hay una buena razón para que ello ocurra. Según de Sousa Santos: “Este es el modelo que hoy está llevando a la humanidad a una catástrofe ecológica. Ahora una de las características esenciales de este modelo es la explotación ilimitada de los recursos naturales. Esta explotación está violando fatalmente el lugar de la humanidad en el planeta Tierra. Esta violación se traduce en la muerte innecesaria de muchos seres vivos en la Madre Tierra, nuestro lugar común, tal como lo defienden los pueblos indígenas y campesinos de todo el mundo, hoy apoyados por los movimientos ecologistas y la teología ecológica; son el castigo que sufrimos por tal violación. No se trata de una venganza de la naturaleza. Es pura defensa propia. El planeta debe defenderse para garantizar la vida. La vida humana es una parte ínfima (0,01%) de la vida planetaria a defender”.

Si aceptamos como cierta la perspectiva que se nos ofrece en este escrito, entonces debemos someternos a sus significados y consecuencias. Por ello, hemos de ver con beneplácito la emergencia de una nueva enfermedad viral y hemos de aprobar con regocijo los males y las muertes que conlleva, porque es un indicio de que la Madre Tierra se defiende, de que la naturaleza le está ofreciendo protección a la vida. Es más, si miramos en profundidad, si sondeamos en el tiempo pasado, podemos entender y justificar, a través de una nueva lectura, muchos de los más severos padecimientos de la historia. Si un virus como el covid-19 es una forma de defensa de la naturaleza, ¿por qué no lo serían otros virus y otras dolencias infectocontagiosas? ¿Por qué no fenómenos catastróficos como un terremoto? Bajo la misma lógica con la que se habla de la actual pandemia, podríamos suponer que los españoles fueron enviados por la Madre Tierra con los virus de la viruela y el sarampión, como alguna forma de defensa que castigó a los pueblos de América. Aunque no lleguemos a comprender la razón y la falta por las cuales esto ocurrió, ello no anula el hecho de que lo podamos considerar un castigo de la divinidad planetaria.

Muchos buenos cristianos juzgaron que la peste negra era la sanción por los pecados cometidos, tal como sucede hoy con los buenistas del pensamiento correcto respecto de la problemática ambiental, con la diferencia de que hoy nos enorgullecemos de basar nuestras decisiones en el saber y la razón. Si merecemos el castigo, ¿por qué solo del covid-19? ¿Por qué no incluir a la malaria, el tifus, el dengue o el mal parasitario e infeccioso que fuese? ¿Por qué no considerar cada movimiento telúrico, tormenta o incendio? La gran extinción de finales del Mesozoico, solo por los azares vinculada a un meteorito, podría ser vista como un ajuste de cuentas de la diosa Tierra con unos feroces y despiadados carnívoros de afilados dientes, aunque ciertamente se llevó muchísimo más que eso. ¡Ah!, después de todo no tenemos por qué suponer que estas divinidades sean perfectas. Sabemos los estragos que puede producir el celo de una madre; no intentemos siquiera imaginar los que puede provocar la Madre Tierra.

Si abandonamos la ironía con la que desarrollamos nuestra argumentación, podemos entender el profundo antihumanismo yacente en el texto que justifica los más severos males que puedan padecer las personas en nombre del bienestar del mundo natural. Con un tono diferente, pero subsidiario de los argumentos dados por De Sousa Santos, la entonces viceministra de Educación de Argentina y hoy asesora presidencial, Adriana Puiggrós, escribía en su cuenta de Twitter, esa particular forma comunicativa que renuncia al pensamiento para ser solo propaganda: “El coronavirus infectó sociedades humanas enfermas de neoliberalismo. La destrucción ambiental llevada a cabo por el capitalismo financiero liberó el virus. El irrefrenable impulso de los dueños del capital produce una espiral que se retuerce engullendo a la sociedad. Numerosos autores han advertido que el tipo de tecnología modelada por la globalización neoliberal, fuera de control, mataría a la naturaleza, a la humanidad… y al humanismo. Los más optimistas enunciaron tímidamente rebeliones y utopías restituyentes (...) y mundos nuevos habitables por seres pacíficos. Pero no fue la humanidad sino la naturaleza quien se ha rebelado, y de la manera más temible. Hoy la ciencia y la tecnología luchan contra un monstruo natural inasible. Y en nuestro pecho anida una angustia básica, profunda”.

Aquí, el argumento de la venganza de la divinidad se troca por el del chivo expiatorio sobre un neoliberalismo que siempre está a mano para ser el responsable de todos los males que ocurren, aunque nunca quede claro cuál es el significado preciso con el que se lo nombra. Una de las primeras paradojas de estos tuits es la crítica a la tecnología modelada por la globalización neoliberal. Esa tecnología es la misma que silenciosamente horada la posibilidad de la democracia, pero es la que aprovechó el Ministerio de Educación de la Nación para sostener el aislamiento social simulando una escolaridad virtual que no hace otra cosa que desmembrar el mundo social de los niños y jóvenes reduciéndolo a las pantallas iluminadas en sus habitaciones, por supuesto cuando hay pantallas y cuando hay habitaciones… Pero a pesar de esto, no abandona en su argumentación el animismo de suponer una rebelión de la naturaleza. Por mucho que reclame por el humanismo, su argumentación está emparentada con los fundamentos de la ecología profunda que, aunque plagada de contradicciones, jamás reniega de su desprecio por la condición humana. En este punto, es interesante considerar la reflexión de Luc Ferry, no para coincidir, sino para ahondar en el pensamiento y poder tomar posición sobre lo que nos sucede hoy con las políticas referidas al covid-19, que nos obligan a un imposible y doloroso aislamiento social sostenido en un fundamentalismo sanitario: “El ideal de la ecología profunda sería un mundo en el que las épocas perdidas y los horizontes lejanos tendrían la precedencia sobre el presente. No es casual, por lo tanto, que no deje de dudar entre los motivos románticos de la revolución conservadora y aquellos, progresistas, de la revolución anticapitalista. En ambos casos, es la misma obsesión por acabar con el humanismo que se afirma a veces de modo neurótico, al punto que se puede decir legítimamente que la ecología profunda hunde alguna de sus raíces en el nazismo y alza sus ramas hasta las esferas más extremas del izquierdismo cultural”.

Charles Darwin nos legó una idea fundamental para comprender la historia de la vida en la Tierra y reflexionar sobre nuestra existencia. Por su obra, sabemos que las formas vivas no han permanecido estáticas en el tiempo, cambiando de modos distintos y a velocidades muy disímiles; tanto que algunas perduran por cientos de millones de años con apenas algunas modificaciones. Pero lo más significativo es que este desarrollo marcado por la supervivencia y la extinción no está signado por ninguna finalidad ni por el más sutil y evanescente sentido. No es una línea de progreso, no conlleva un aumento de la complejidad, no implica un incremento de la diversidad ni de la eficacia. Los testimonios pasados de la vida en la Tierra indican que el proceso evolutivo no se dirige a ningún punto en particular. De hecho, los seres humanos somos un accidente de una azarosa historia. Por mucho que con el género Homo haya emergido una propiedad que podemos llamar conciencia, al menos en un grado único en el mundo animal, ello no significa superioridad alguna, ni orientación ni dirección o tendencia en el devenir de la vida sobre el planeta. Esta es la gran revolución intelectual que es difícil de aprehender y comprender, porque nos desespera la concepción de un universo sin sentido alguno.

Por esa razón, frente al terror del vacío, se piensa el mundo de manera animista, y por ello “la naturaleza se rebela”, según Adriana Puiggrós, o “se defiende”, según Boaventura de Sousa Santos. Bajo esta perspectiva se impone un maestro que solo es un veneno (tal el significado de la palabra virus) que se replica y enferma y que no puede decir nada, porque somos nosotros los que hablamos y damos sentido. Pero es a la sombra de este nuevo “pedagogo” que se enuncia un evangelio para salvar la vida pero que, de forma inevitable, destruye la existencia. En su nombre, se nos confina, se nos aterroriza y se nos aísla. Lo que en algún momento pareció una exageración literaria de George Orwell en los lemas que encabezan su Ministerio de la Verdad en la novela 1984 se ha vuelto una realidad tangible de nuestro mundo.

La muerte de Sócrates

En síntesis, como la actual es una época en la que declamamos la tolerancia y la bondad, ya no le damos cicuta al gran maestro Sócrates acusándolo de corromper a los jóvenes, sino que lo reemplazamos por un virus mientras declaramos la defensa de toda la vida en la Tierra escupiendo al Baal del neoliberalismo.

Que usted esté encerrado, presa del pánico al contagio; que usted pierda su trabajo; que el sentido de su vida, no ese trascendente que enuncian los defensores del planeta, sino el construido con la labor de sus manos y su mente, se disuelva en la nada; que sus hijos carezcan de cualquier perspectiva y que apenas puedan habitar el presente; que la vida se haya transformado en un pantano estéril plagado de angustias, esos serían solo daños colaterales de una gran lección.

 

☛ Título Obediencia imposible: la trampa de la autoridad

☛ Autor  Eduardo Wolovelsky

☛ Editorial Libros del Zorzal, 2021
 

Datos sobre el autor 

Eduardo Wolovelsky es biólogo por la Universidad de Buenos Aires (UBA), docente y escritor.

Ocupó cargos de dirección en publicaciones relacionadas con los campos de la ciencia, la tecnología y la educación. 

Coordina, en el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires, el Proyecto Nautilus de comunicación y reflexión sobre la ciencia. 

Es director de la revista Nautilus, Relatos para Pensar la Ciencia.