DOMINGO
LIBRO / El cambio climático, mitos y culpables

Furia de la naturaleza

En Esto lo cambia todo, Naomi Klein sostiene que el cambio climático es una alarma para la civilización: un mensaje poderoso que nos llega en forma de incendios, inundaciones, temporales y sequías. Para afrontarlo, se trata de aprovechar las crisis para realizar un cambio desde los distintos sectores políticos y la ciudadanía. La periodista atribuye las causas no sólo al calentamiento global, sino también al capitalismo.

| Cedoc Perfil
Sequías e inundaciones dan pie a toda clase de oportunidades de negocios, además de a una demanda creciente de hombres armados. Entre 2008 y 2010, se registraron al menos 261 patentes relacionadas con el cultivo de variedades agrícolas “preparadas para el clima”: semillas supuestamente capaces de resistir condiciones meteorológicas extremas. De esas patentes, cerca del 80% estaban controladas por tan sólo seis gigantes de la agricultura industrial, Monsanto y Syngenta entre ellos. Mientras tanto, el huracán (o “supertormenta”) Sandy ha dejado tras de sí una lluvia de millones de dólares para los promotores inmobiliarios de Nueva Jersey en concepto de subvenciones para la construcción de viviendas en zonas ligeramente dañadas por su paso, pero ha dejado tras de sí lo que continúa siendo una pesadilla para los residentes en viviendas públicas gravemente afectadas por ese episodio meteorológico, en una reedición bastante aproximada de lo sucedido en Nueva Orleans tras el paso del huracán Katrina.
Nada de esto nos viene de nuevo. La búsqueda de vías ingeniosas y originales de privatización de bienes comunales y de rentabilización de los desastres es algo para lo que nuestro sistema actual está hecho mejor que para ninguna otra cosa; cuando se le deja actuar sin traba alguna, no es capaz de nada más. La doctrina del shock, sin embargo, no es la única forma que las sociedades tienen de reaccionar ante las crisis. Todos hemos sido testigos de ello recientemente, cuando el colapso financiero que se inició en Wall Street en 2008 dejó sentir sus efectos en todo el mundo. Un súbito aumento de los precios de los alimentos contribuyó a generar las condiciones que propiciaron la Primavera Arabe. Las políticas de austeridad han inspirado movimientos ciudadanos de masas en lugares como Grecia, España, Chile, Estados Unidos o Quebec. Muchos de nosotros estamos aprendiendo bastante bien a hacer frente a quienes desean sacar partido de las crisis para saquear el sector público. De todos modos, todas estas protestas y manifestaciones han mostrado asimismo que no basta simplemente con decir “no”. Si los movimientos de oposición quieren ser algo más que estrellas fugaces que se consumen cual fogonazos en el cielo nocturno, tendrán que propugnar un proyecto bastante integral de lo que debería implantarse en lugar de nuestro deteriorado sistema, así como estrategias políticas serias para alcanzar esos objetivos. (...)
Estoy convencida de que el cambio climático representa una oportunidad histórica de una escala todavía mayor. En el marco de un proyecto dirigido a reducir nuestras emisiones a los niveles recomendados por muchos científicos, tendríamos una vez más la posibilidad de promover políticas que mejoren espectacularmente la vida de las personas, que estrechen el hueco que separa a ricos de pobres, que generen un número extraordinario de buenos empleos y que den un nuevo ímpetu a la democracia desde la base hasta la cima. Lejos de consistir en la expresión máxima perfeccionada de la doctrina del shock (una fiebre de nuevas apropiaciones indebidas de recursos y de medidas represoras), la sacudida que provoque el cambio climático puede ser un “shock del pueblo”, una conmoción desde abajo. Puede dispersar el poder entre los muchos, en vez de consolidarlo entre los pocos, y puede expandir radicalmente los activos comunales, en lugar de subastarlos a pedazos. Y si los expertos del shock derechista explotan las emergencias (ya sean éstas reales o fabricadas) para imponer políticas que nos vuelvan más propensos aún a las crisis, las transformaciones a las que me referiré en estas páginas harían justamente lo contrario: abordarían la raíz misma de por qué nos estamos enfrentando a todas estas crisis en serie, para empezar, y nos dejarían un clima más habitable que aquel hacia el que nos encaminamos y una economía mucho más justa que aquella en la que nos movemos ahora mismo.
Pero ninguna de esas transformaciones será posible (pues nunca nos convenceremos de que el cambio climático puede, a su vez, cambiarnos) si antes no dejamos de mirar para otro lado. “Llevan negociando desde que nací”. Eso dijo la estudiante universitaria Anjali Appadurai mirando desde el estrado a los negociadores de los gobiernos nacionales reunidos en la conferencia de las Naciones Unidas sobre el clima de 2011, celebrada en Durban (Sudáfrica). Y no exageraba. Hace más de dos décadas que los gobiernos del mundo hablan en torno a cómo evitar el cambio climático. Comenzaron a negociar precisamente el mismo año en que nació Anjali (que en 2011 tenía 21 años). Y a pesar de ello, como ella bien señaló en su memorable discurso ante el pleno de la convención, pronunciado en representación de todas las organizaciones juveniles no gubernamentales allí presentes, “en todo este tiempo, [esos negociadores] han incumplido compromisos, se han quedado lejos de los sucesivos objetivos fijados y han quebrantado promesas”. En realidad, el organismo intergubernamental que tiene encomendada la misión de prevenir que se alcancen en el mundo niveles “peligrosos” de cambio climático no sólo no ha realizado progresos durante sus más de veinte años de trabajo (y más de noventa reuniones negociadoras oficiales desde que se adoptó el acuerdo para su creación), sino que ha presidido un proceso de recaída casi ininterrumpida. Nuestros gobiernos malgastaron años maquillando cifras y peleándose por posibles fechas de inicio, pidiendo una y otra vez prórrogas o ampliación de plazos como los estudiantes que piden que les dejen entregar un poco más tarde el trabajo que aún no han terminado.
El catastrófico resultado de tanto ofuscamiento y procrastinación es hoy innegable. Los datos preliminares muestran que, en 2013, las emisiones globales de dióxido de carbono fueron 61% más altas que en 1990, cuando comenzaron de verdad las negociaciones para la firma de un tratado sobre el clima. John Reilly, economista del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), lo ha resumido a la perfección: “Cuanto más hablamos de la necesidad de controlar las emisiones, más crecen éstas”. En el fondo, lo único que aumenta más rápidamente que nuestras emisiones es la producción de palabras de quienes prometen reducirlas. Entretanto, la cumbre anual de las Naciones Unidas sobre el clima, que continúa siendo la mayor esperanza de conseguir un avance político en el terreno de la acción climática, ya no parece tanto un foro de negociación seria como una muy costosa (en dinero y en emisiones carbónicas) sesión de terapia de grupo: un lugar para que los representantes de los países más vulnerables del mundo aireen sus agravios y su indignación, mientras los representantes (de perfil más bien bajo) de las naciones principalmente responsables de la tragedia de aquéllos apenas si se atreven a mirarlos a la cara. Ese ha sido el ambiente reinante desde el fracaso de la tan cacareada Cumbre de las Naciones Unidas sobre el Clima de 2009 en Copenhague. (…)
No sabemos a ciencia cierta cómo sería un mundo 4 °C más cálido, pero incluso en el mejor de los casos imaginables, se trataría muy probablemente de un escenario calamitoso. Un calentamiento de 4 °C podría significar una elevación del nivel global de la superficie oceánica de uno o, incluso, dos metros de aquí al año 2100 (y, de rebote, garantizaría unos cuantos metros adicionales como mínimo para los siglos siguientes). Eso sumergiría bajo las aguas unas cuantas naciones isleñas, como Maldivas y Tuvalu, e inundaría numerosas zonas costeras de no pocos países, desde Ecuador y Brasil hasta los Países Bajos, incluyendo buena parte de California y del Estados Unidos nororiental, así como enormes franjas de terreno del sur y el sureste de Asia. Algunas de las grandes ciudades que correrían un riesgo serio de inundación serían Boston, Nueva York, el área metropolitana de Los Angeles, Vancouver, Londres, Bombay, Hong Kong o Shanghai. Al mismo tiempo, las brutales olas de calor que pueden matar a decenas de miles de personas (incluso en los países ricos) terminarían convirtiéndose en incidentes veraniegos comunes y corrientes en todos los continentes a excepción de la Antártida. El calor haría también que se produjeran pérdidas espectaculares en las cosechas de cultivos básicos para la alimentación mundial (existe la posibilidad de que la producción de trigo indio y maíz estadounidense se desplomara hasta 60%), justo en un momento en el que se dispararía su demanda debido al crecimiento de la población y al aumento de la demanda de carne. Y como los cultivos se enfrentarían no sólo al estrés térmico, sino también a incidentes extremos como sequías, inundaciones o brotes de plagas de gran alcance, las pérdidas bien podrían terminar siendo más graves de lo predicho por los modelos. Si añadimos a tan funesta mezcla huracanes ruinosos, incendios descontrolados, pesquerías diezmadas, interrupciones generalizadas del suministro de agua, extinciones y enfermedades viajeras, cuesta ciertamente imaginar qué quedaría sobre lo que sustentar una sociedad pacífica y ordenada (suponiendo que tal cosa haya existido alguna vez).
Tampoco hay que olvidar que éstos son los escenarios de futuro optimistas: aquellos en los que el calentamiento se estabiliza más o menos en torno a una subida de 4 °C y no alcanza puntos de inflexión más allá de los cuales podría desencadenarse un ascenso térmico descontrolado. Basándonos en los modelos más recientes, cada vez es menos hipotético afirmar que esos 4 °C adicionales podrían provocar una serie de espirales de retroalimentación sumamente peligrosas: un Artico que estaría normalmente deshelado en septiembre, por ejemplo o, según un estudio reciente, una vegetación que habría alcanzado niveles de saturación excesivos para funcionar como un “sumidero” fiable, pues acabaría emitiendo más carbono que el que almacena por otro lado. A partir de ese momento, renunciaríamos a prácticamente cualquier esperanza de predecir los efectos. Y ese proceso puede dar comienzo antes de lo previsto. (...)
Estas diversas proyecciones representan para nosotros una muy urgente señal de alerta. Es como si todas las alarmas de nuestra casa estuvieran disparándose a la vez en este mismo instante y que, seguidamente, lo hicieran todas las alarmas de nuestra calle (primero una, inmediatamente después otra, justo a continuación otra más, y así sucesivamente). Lo que vienen a significar, sencillamente, es que el cambio climático se ha convertido en una crisis existencial para la especie humana. El único precedente histórico de una situación tan amplia y profundamente crítica se vivió durante la Guerra Fría: me refiero al miedo (entonces muy extendido) a un holocausto nuclear que volviera inhabitable gran parte del planeta. Pero ésa era (y continúa siendo, no lo olvidemos) una amenaza, una pequeña posibilidad en caso de una espiral descontrolada en la geopolítica internacional