DOMINGO
Libro

Grandes entre los grandes

Por qué son íconos de la historia mundial.

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En Personalidad y poder, de editorial Crítica, el historiador británico Ian Kershaw propone diferentes ensayos interpretativos sobre la manera en que algunas personalidades políticamente insólitas obtuvieron y ejercieron el poder, desde los que operaron a gran escala. | Juan Salatino

En qué medida determinaron las acciones de los líderes políticos el turbulento curso del siglo XX? ¿Fueron esos dirigentes los que “ahormaron” el siglo XX europeo? ¿O fueron los acontecimientos de esos años los que los moldearon a ellos? Todas estas preguntas forman parte de una interrogante de mayor amplitud: ¿qué importancia cabe atribuir a los individuos en la configuración de la historia? ¿Alteran fundamentalmente su rumbo? ¿O todo cuanto pueden hacer es desviar la marea, en el mejor de los casos, y canalizarla por cauces tan nuevos como temporales? Muchas veces presuponemos de manera instintiva y tácita que los dirigentes políticos han tenido una responsabilidad más o menos personal –y única, parece llegar a afirmarse implícitamente en algunas ocasiones–, en la determinación de la senda histórica que se tomó en un momento dado.

Ahora bien, ¿cómo y por qué se encontraron en situación de realizar las acciones que efectuaron? ¿A qué limitaciones se enfrentaron? ¿A qué presiones se vieron sometidos? ¿Qué apoyos u oposiciones condicionaron sus actos? ¿Cuáles son los contextos en que prosperan los líderes de un determinado sistema político, pese a las grandes diferencias que los separan? ¿Y qué relevancia cabe atribuir en todo esto al papel de la personalidad? ¿En qué grado vienen estas cuestiones a teñir, e incluso a determinar, el sesgo de las decisiones políticas más críticas? ¿Hasta qué punto es lícito afirmar que los líderes políticos son, mediante las decisiones que toman libremente, el auténtico motor de los cambios que acaban por encarnar? Todas estas interrogantes incumben por igual a todos los dirigentes significativos, sean demócratas o autoritarios.

La cuestión del impacto individual del cambio histórico ha preocupado con mucha frecuencia, y repetidamente, a los historiadores. Aunque, en realidad, la inquietud no se ha circunscrito exclusivamente a los historiadores: León Tolstói dedicó un gran número de páginas de su épica Guerra y paz (publicada por primera vez en un solo volumen en 1869) a reflexionar filosóficamente sobre el papel de la voluntad individual en la configuración de los acontecimientos históricos. De hecho, al resaltar el rol del “destino”, este autor intenta refutar la idea de que sean justamente los “grandes hombres” quienes determinen esos sucesos.

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De forma indirecta, este enigma ha permanecido estrechamente unido al eje mismo de la investigación histórica, y ello desde que el estudio de esta materia adquirió rango de disciplina profesional en el siglo XIX. Sin embargo, pese a que muchas veces se la haya planteado con visos de asunto teorético o filosófico, es raro observar que se la afronte por vías empíricas y directas.

En la década de 1970, el historiador alemán Imanuel Geiss reflexionó desde un punto de vista general sobre el papel de la personalidad, pero tuvo que estudiarla en el contexto de una Alemania en la que se había desarrollado una fuerte aversión a los análisis personalizados de la historia. Dicha aversión era en parte una reacción a la anterior tradición de los textos históricos alemanes, que habían elevado muy llamativamente el papel de ciertos individuos poderosos, y muchas veces visionarios, en el modelado del destino germano. No obstante, se trataba sobre todo de una reacción frente a la catastrófica historia reciente de Alemania, que muy a menudo, ya fuera en forma implícita, cuando no explícita, se tenía por obra de un solo hombre: Adolf Hitler. La concatenación del culto al liderazgo presente en el Tercer Reich, que atribuía todos los “logros” a la “grandeza” del líder, seguido de la inversión de la tendencia, tras la derrota de 1945, que determinó la aparición de la más viva disposición a culpar personalmente a Hitler de todo el desastre que se había abatido sobre Alemania, dio como resultado, ya en los años sesenta del siglo pasado, una denigración casi completa del rol de la personalidad en la historia. Esta fue la tónica dominante tanto en la Alemania Occidental, donde acabaron por preponderar las formas de la historia estructuralista, como en la Alemania Oriental –y aquí, además, en una versión extrema, dado el énfasis del marxismo-leninismo en la absoluta primacía de lo económico–. Geiss intentó avanzar por una senda intermedia entre la exageración y el rechazo del papel del individuo. Sin embargo, no fue capaz de ir mucho más allá de unas cuantas abstracciones que además no destacan especialmente por su lucidez.

“La personalidad significativa”, señala, “no hace la historia, pero tiende más bien a conseguir que se reconozca mejor en el medio de la individualidad... En el mejor de los casos, una gran personalidad deja su particular sello personal en la época” que le toca vivir. Por tanto, la cuestión del papel de una (gran) personalidad en la historia, añade, nos lleva a transitar, “inevitablemente, desde el tema de las posibilidades y limitaciones de la acción social, es decir, colectiva, al asunto de la libertad y la compulsión de la existencia humana”.

El hecho de que se hiciera tanto hincapié en los determinantes estructurales del cambio histórico, unido a la disminución del papel del individuo, determinó que la biografía –uno de los elementos convencionales de la literatura histórica angloamericana–, quedara mucho tiempo incapacitada para desempeñar un rol significativo en Alemania, al menos en todo lo relativo a la interpretación del pasado. No obstante, tras la caída del telón de acero, esta situación empezó a modificarse, tanto en Alemania como en otros países. El declive de la influencia intelectual del marxismo, corolario del desplome del bloque soviético, y la difusión de la nueva “historia de la cultura”, que descartaba todo “metarrelato” o gran teoría como tramoya subyacente al cambio histórico, trajeron consigo una fragmentación de la narrativa, carente ahora de una pauta coherente o un significado discernible, circunstancia que renovó el interés en la voluntad, las acciones y el impacto de los individuos. Se ha señalado así que la tendencia a un “alejamiento general de lo abstracto y una clara propensión a lo concreto” dio lugar a un movimiento orientado a “apartarse de lo sistémico y lo estructural para acercarse al sujeto, a lo único y a lo individual”.

Al aproximarnos a los umbrales del siglo XXI, uno de los más importantes historiadores de Alemania, Hans-Peter Schwarz, publicó una “galería de retratos” del siglo XX, una obra extensa y elegantemente escrita que habría resultado impensable en la Alemania de la generación precedente. Valiéndose del “artificio del ensayo biográfico”, Schwarz afirmaba que su libro venía a ser una suerte de “paseo por un museo de historia... en el que se ofrece al espectador la posibilidad de contemplar los diferentes óleos de los más grandes personajes del siglo XX, obteniéndose así el rostro de ese período a través de una sucesión de semblantes”. Schwarz reconocía que “el factor de la personalidad no era sino uno de los muchos elementos intervinientes” en la descripción. “Con todo, ¿quién cuestionaría seriamente su importancia?”, añade.

Evidentemente, las imágenes que ilustran el liderazgo político distan mucho de ser estáticas. Es raro, incluso entre sus propios partidarios, que los actuales “líderes fuertes” exhiban la heroica aureola de esos “hombres providenciales” cuyas hazañas forjan el destino de las naciones, como les ocurría en cambio a los dirigentes políticos decimonónicos, favorecidos por aquella fe en los “grandes hombres” que brotaba del espíritu romántico de la época.

La prestigiosa serie de seis conferencias que Thomas Carlyle pronunció en 1840 influyó notablemente en la difusión de esas creencias grandilocuentes. Esas charlas, reunidas en una obra titulada Sobre los héroes. El culto al héroe y lo heroico en la historia, contribuyeron a fijar la tesis histórica del “gran hombre” (las mujeres no figuran en el texto). A juicio de Carlyle, la historia “es en último término la Historia de los Grandes Hombres que la trabajaron... Todo cuanto vemos realizado en el mundo es propiamente el resultado material externo, la realización práctica y la encarnación, de los Pensamientos que anidaron en las mentes de los Grandes Hombres enviados al mundo”. De acuerdo con la valoración de Carlyle, los “Grandes Hombres” son personajes absolutamente positivos. Según su definición, un “Gran Hombre” era nada menos que “la vívida fuente de luz a la que es bueno y grato arrimarse..., [un hontanar] de intuiciones originales, [un manantial] de nobleza heroica y viril”.

La mayor parte de los “héroes” de Carlyle emanan de la religión (tal es el caso de Mahoma y Lutero, por ejemplo) o de la literatura (como Dante y Shakespeare). No obstante, en su última conferencia, el autor pasó a ocuparse de la política y destacó a Cromwell y a Napoleón, dos figuras que habían restaurado el orden en un período marcado por el caos revolucionario. “En unas eras rebeldes, cuando la monarquía misma parecía muerta y abolida, Cromwell y Napoleón dieron un paso al frente y volvieron a afirmarse como soberanos”, fue la fórmula que empleó.

 El “héroe” –o el “Gran Hombre”– había dado forma a la historia valiéndose de la pura fuerza de voluntad: tal es el mensaje que subyace al planteamiento de Carlyle. No es de extrañar que, un siglo después, Hitler revelara ser un devoto admirador de Carlyle –o que hoy se le lea tan poco.

Jacob Burckhardt, el eminente historiador cultural suizo del siglo XIX, también dedicó un ensayo a las interrogantes de la “grandeza histórica”. Su análisis estaba basado en las conferencias que había dado en 1870, pero no se publicó sino en 1905, póstumamente. Pese a admitir que “la verdadera grandeza es un misterio”, Burckhardt argumenta que “nos vemos irresistiblemente impulsados a considerar grandes a todos aquellos que en el pasado o el presente han realizado o realizan acciones que gobiernan nuestra existencia especial”. “El gran hombre”, afirma, “lleva en sí la marca de un ser único e irreemplazable”. La principal preocupación de Burckhardt guarda relación con la “grandeza” en los ámbitos de la cultura (especialmente en los artistas, poetas y filósofos) y de las más relevantes figuras religiosas (también él singulariza a Mahoma y a Lutero). En la esfera política, el autor trata de distinguir la “grandeza” del “simple poder”, y no halla “grandeza” alguna en los personajes que califica de “meros destructores poderosos” (“die bloßen kräftigen Ruinierer”). Quienes causan ruina sin crear nada pierden todo derecho a reivindicar títulos de grandeza. Para Burckhardt, los “grandes hombres” son aquellos que se revelaron capaces de cambiar la historia y liberar a las sociedades de las “formas de vida muertas”. A sus ojos, el factor que determina la “grandeza” reside en algo más que en la ejecución de la voluntad individual y remite más bien al modo en que el individuo acierta a reflejar (según el punto de vista) la voluntad de Dios, la voluntad de una nación o la voluntad de una era. Lo que sigue sin quedar claro es la forma de definir cualquiera de esas concreciones.

Tanto Carlyle como Burckhardt buscaron la “grandeza” en la personalidad. No obstante, sus intentos de definir esa “grandeza” se revelaron bastante brumosos. Sin embargo, tal vez exista de hecho la posibilidad de llegar a una definición objetiva del genio, que equivale a la grandeza, en el arte y la cultura. Quizá sea objetivamente sensato decir que Miguel Ángel, Mozart o Shakespeare fueron “grandes” artistas debido a que la valoración estética que hacen de su genio y sus cualidades artísticas los expertos muestra que se elevaron muy por encima de las obras de sus contemporáneos. Burckhardt sugería que la grandeza de los artistas, poetas y filósofos residía no solo en su capacidad para captar el espíritu de su época, sino también en su habilidad para transmitir un marco interpretativo imperecedero llamado a ser entendido por las generaciones futuras. En un plano más modesto, en el que sin embargo, pueden medirse con precisión los logros, cabe hablar de grandes deportistas, masculinos y femeninos, si observamos que sus actuaciones superan con diferencia las de todos sus colegas. Sin embargo, por esta vía nos alejamos mucho de la “grandeza” política.

Lucy Riall, una experta en la moderna historia de Italia, ha reexaminado recientemente el concepto de grandeza histórica y ve en él un constructo político y cultural –enfoque que desarrolla en su biografía de Garibaldi–. “Tanto para los italianos como para los no italianos”, sugiere, “Garibaldi fue, y sigue siendo, el Gran Hombre por excelencia”.

No obstante, la autora deja claro que se trata de un constructo, de una “invención” de la sociedad italiana –a la que contribuyó en gran medida el propio Garibaldi–. “Al cuestionar el concepto de grandeza”, concluye Riall, “el biógrafo político puede descubrir el proceso de la adquisición, manipulación y uso de ésta, lo que quizá le faculte a su vez para ofrecer alguna explicación de nuestra necesidad de heroes”.

Pocos se atreverán a negar el valor de ahondar en las razones que determinan que, en ciertas épocas, las sociedades –o en cualquier caso algunas partes del conjunto que forman– se hayan mostrado dispuestas a ver signos de grandeza en sus dirigentes políticos (que no pueden sino felicitarse de observarla en sus personas). Además, resulta evidente en sí mismo que es de gran importancia comprender las vías por las que los regímenes políticos han conseguido manipular y explotar esos puntos de vista. Ahora bien, el estudio de las condiciones que crean y dan curso al florecimiento de los cultos al liderazgo deja todavía abierta la cuestión de si los líderes políticos concretos pueden ser tenidos efectivamente o no por individuos “grandes” –y tampoco especifica cuáles son los criterios que permiten concederles o negarles esa condición.

En el ámbito de la política, todo intento de definir de manera objetiva la “grandeza” me parece en último término un ejercicio inútil. ¿Cuáles son los criterios que se emplean? Burckhardt estaba dispuesto a otorgar a Gengis Kan el título de “grande” por haber conseguido que sus seguidores pasaran de la existencia nómada al estatuto de “conquistadores del mundo”. Sin embargo, negaba ese honor a Timur (Tamerlán), el hombre que se erigió a sí mismo en heredero de Gengis Kan. Si lo hace es porque lo considera un “destructor poderoso” que dejó a los mongoles en una situación peor que la que tenían al iniciar él su caudillaje. ¿Cabe ver en esta distinción algo diferente a un juicio subjetivo? Ambos dirigentes suscitaron un lógico temor al arrasar y conquistar sus ejércitos vastas porciones territoriales, dejando tras de sí una estela de incontables víctimas. Desde el punto de vista moral, uno y otro fueron repugnantes ejemplos de una crueldad sin límites. La valoración moral no desempeña papel alguno en el modo en que Bur-ckhardt valora la “grandeza” en estos casos. El criterio que sigue parece basarse en la efectividad de sus conquistas (efectividad medida desde la perspectiva de los conquistadores, no la de los conquistados). La “grandeza” parece estar meramente en los ojos de unos espectadores bastante concretos. Y en todo caso, ¿podemos afirmar que el hecho de juzgar “grande” a Gengis Kan, o de negar, por el contrario, que Tamerlán lo fuera, nos ayuda a comprender mejor cómo adquirieron y ejercieron ambos cabecillas el poder?

Quizá sea posible excluir la moral de la ecuación cuando se ponderan las cualidades y defectos de lejanas épocas pasadas. La moralidad es un juicio de valor que se difumina con el tiempo, y que termina por desaparecer por completo. Tal vez no debiera ser así, pero esa es la realidad.

Poca gente presta excesiva atención a la magnitud de una matanza si lo que le toca juzgar son los logros de un conquistador de hace muchos siglos. Ahora bien, ¿cabe decir otro tanto si lo que valoramos son hechos del período moderno? El poder político actual exige invariablemente que quienes lo ostentan hagan elecciones morales y tomen posiciones ideológicas. Y esas decisiones pueden enajenar o suscitar la admiración social. ¿De qué grado ha de ser el oprobio para que haya obstáculo al reconocimiento de la “grandeza”? Cabría argumentar que Hitler es el más denigrado de todos los dirigentes políticos de la historia moderna.

Pocas personas emplearían hoy la palabra “grande” para calificar al principal responsable de una guerra mundial, del Holocausto y de la destrucción de su propio país. Sin embargo, se ha sugerido que podría reflexionarse sobre su figura en términos de “grandeza negative”. Desde este punto de vista, el reconocimiento de su inmenso impacto (catastrófico) y su indudable significación histórica se impone al sentimiento de repulsión moral. Dejando a un lado todo aquello que pueda verse como una apología implícita, aunque involuntaria, este planteamiento vuelve a señalar que la noción de “grandeza” histórica es un lugar vacío. Aun suponiendo que pudiera definirse adecuadamente, el concepto de “grandeza” representa la más extrema reducción del cambio histórico a las acciones de los individuos. Equivale a una personalización de la historia, y el alcance explicativo de ese enfoque es muy limitado –a menos que se presente inserto en un marco causal más hondo y complejo.

Pero la definición de la “grandeza” política aún ha de hacer frente a otra objeción. No se trata solo de un concepto vago, también está expuesto a un cruce de valores. En el mundo occidental moderno, sería difícil encontrar a un solo líder político que se haya hecho más veces acreedor al título de “grande” que sir Winston Churchill.

Se ha considerado, y con razón, que el liderazgo que ejerció durante la Segunda Guerra Mundial contribuyó de manera crucial a la victoria de los Aliados y al triunfo de la libertad sobre la tiranía en el mundo occidental. Sin embargo, las reivindicaciones de su “grandeza” han tenido que hacer frente al hecho de que sus puntos de vista sobre la raza y el imperio colonial hayan terminado juzgándose detestables –hasta el punto de tener que proteger su estatua de Westminster de la ira de los manifestantes del Black Lives Matter, que veían en Churchill a un imperialista racista–. La circunstancia de que diera por supuesta la superioridad de los blancos sobre la población indígena de las colonias británicas era una de las características de las élites gobernantes de la época (y de muchas otras personas, además). Churchill hizo un gran número de observaciones que hoy nos parecen aberrantes, pero que eran totalmente habituales en su tiempo. (No obstante, las acusaciones que lo hacen responsable de la terrible hambruna padecida en Bengala entre 1943 y 1944 están fuera de lugar. Todavía hoy sigue discutiéndose acaloradamente si realmente pudo haber hecho algo más para aliviar el espantoso sufrimiento de la gente, pero está claro que las prioridades del transporte militar en pleno conflicto bélico impusieron serias limitaciones a sus posibilidades. Para los habitantes de años posteriores, la actitud que mostró ante la cuestión de la raza resulta repugnante, y lo mismo cabe decir del hecho de que aprobara la eugenesia. (Con todo, fue también, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, un acérrimo y constante defensor de los judíos, apoyó la Declaración Balfour, que concedió un territorio nacional a la población judía, y jamás dio muestra del menor antisemitismo.) Ninguna de estas circunstancias resta méritos a los asombrosos logros de Churchill. Lo que sí hacen, sin embargo, es plantear unos juicios de valor que obligan al difícil equilibrio de contrastarlos y ponerlos en una balanza, inevitablemente subjetiva, si queremos alcanzar un veredicto sobre su “grandeza”. (...)

 ¿Y cómo es que los rasgos de personalidad de un individuo particular presentan unas veces un aspecto nada atrayente desde el punto de vista político y resultan notablemente interesantes otras? Esto apunta, evidentemente, al contexto o las condiciones específicas que determinan que se considere «carismático» a un individuo, lo que muy a menudo contribuye significativamente a la eficacia política de esa persona.

El sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) desarrolló la noción de “carisma” de un modo que resulta muy útil para vincular el papel de un individuo con el marco social y político en el que la personalidad de ese mismo individuo revela operar con la máxima eficacia. Weber no empleaba la palabra “carisma” para indicar que un individuo poseyera necesariamente unas cualidades extraordinarias ni para afirmar que la suma de esos atributos o peculiaridades equivaliera objetivamente al “carisma” – pese a que haya dirigentes políticos, evidentemente, que sí exhiben ciertos talentos específicos (para hablar en público, por ejemplo) o que muestran unas características personales potencialmente gratas o seductoras–. Lo que hacía Weber era más bien subrayar el modo en que el “cortejo” de creyentes (es decir, el conjunto de la “comunidad carismática”) percibe las sobresalientes cualidades de aquel a quien proclaman líder. En este sentido los “seguidores” crean el “carisma” que luego observan en “el elegido”– y por eso ven en ese individuo pruebas de heroísmo o grandeza personal y escuchan los ecos de una “llamada” (o de un mensaje ideológico) que les resulta sugerente–.

En las condiciones políticas que reinan en el mundo moderno, el “carisma” puede forjarse deliberadamente –y así ocurre invariablemente: que es fabricado y nutrido por los medios de comunicación y los partidos de masas que se hallan bajo el control del gobierno, de modo que lo que solemos considerar “carisma” es en gran medida un producto creado artificialmente por la promoción mercadotécnica de un individuo a través de los constructos de un determinado movimiento político, un perfil mediático o la pura propaganda–.

Los dictadores dedican mucho tiempo y energía a dar vida a un culto a la personalidad que les permite consolidar y mantener, junto con un fuerte aparato represivo, las riendas del poder. En los regímenes dictatoriales, la adulación generalizada al Líder se genera de forma artificial; no es un reflejo de las auténticas cualidades personales de ese dirigente.

 

☛ Título: Personalidad y poder

☛ Autor: Ian Kershaw

☛ Editorial: Crítica

 

Datos del autor 

Ian Kershaw es autor de Hitler. La biografía definitiva (Península, 2010), la monumental biografía bestséller del dictador, originalmente publicada en dos tomos (años 2000 y 2005), que recibió el Premio Literario Wolfson de Historia, el Premio Bruno Kreisky de Austria para el libro político del año y fue ganador conjunto del premio inaugural de la Academia Británica. 

Es autor de Un amigo de Hitler (Península, 2006) que ganó el Elizabeth Longford Prize de Biografía Histórica, Decisiones trascendentales (Península, 2008), El mito de Hitler (Crítica, 2012), Descenso a los infiernos (Crítica, 2016), Ascenso y crisis (Crítica, 2019) y El final (Crítica, 2022).