DOMINGO
Improvisar y comunicar

“¡Hablales del sueño!”

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

El 28 de agosto de 1963, en el Lincoln Memorial de Washington, en el momento cumbre de la Marcha por el Trabajo y la Libertad, la gran cantante de gospel Mahalia Jackson se sentó en la tarima cerca de su amigo Martin Luther King. El doctor King comenzó a leer el discurso que tenía preparado.

Cuando iba por el séptimo párrafo, Mahalia lo interrumpió y gritó: “¡Hablales del sueño, Martin! ¡Hablales del sueño!”. King dejó sus papeles a un costado y empezó a improvisar. El discurso que tenía escrito no mencionaba los sueños. Cuando King alzó la vista y contempló a la multitud y se dejó llevar por el majestuoso ritmo del Tengo un sueño, hizo un riff sobre un discurso anterior pronunciado en Cobo Hall Detroit, que a su criterio no había funcionado bien. Repetía e hilvanaba trechos de la Biblia, de Shakespeare, de Lincoln, de la Constitución y de la Declaración de la Independencia.

El fantasma de Gandhi nunca estaba lejos. Y, si bien podemos identificar las raíces profundas de las palabras de King, sus innumerables matices e influencias ya habían sido absorbidos e integrados colectivamente. El interser de muchos se expresa en la voz de cada uno de nosotros. Si bien reconocemos su coraje y brillantez, King no fue un genio solitario que hilvanó “creatividad” en un gran tapiz. Esos genios no existen. Esto es, precisamente, ser humano: aprender y asimilar los patrones conscientes e inconscientes de la cultura, la comunidad y el medioambiente, y modificarlos cuando sea necesario; hacerlos nuestros para que la voz que surja espontánea sea nuestra voz, interdependiente con el mundo humano en que vivimos. De este modo, le infundimos vida al arte y arte a la vida.

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Improvisar significa estar preparado, pero no apegado a la preparación. Todo fluye en el acto creativo en progreso. Prepárese, pero siempre esté dispuesto a aceptar interrupciones e invitaciones. El resultado de su preparación no son sus planes ni sus papeles, sino usted mismo: confíe en eso. Ningún solista se hace solo: uno de los más grandes discursos del siglo XX cobró existencia gracias al consejo espontáneo de una buena amiga. (…)

Gravitamos hacia la música de improvisación porque disfrutamos relacionarnos como iguales con otros seres humanos. Este es, para mí, el núcleo de la experiencia. Esa es la importancia clave de nuestra práctica para el mundo, más allá del arte. Nuestro trabajo, en lo que tiene de más genuino, puede conducirnos a un modelo de vida de mayor apertura social a través de la práctica de la escucha activa. En un mundo donde muchos tienden a atrincherarse en cubículos académicos, estéticos y profesionales –donde los humanos estamos divididos por las muy reales y concretas fallas geológicas de la desigualdad racial, de género y económica– esta clase de práctica es una necesidad perentoria.

Cuando me piden que defina improvisar, digo que toco música que tiene menos de cinco minutos de edad. Y, sin embargo, es antigua, puesto que los sonidos que me atraen se sienten arcaicos. Cuando la improvisación sucede de verdad, siento que estoy tocando, con tacto levísimo, algo que está profundamente arraigado en la cultura, en la genética, en nuestra naturaleza animal: la conexión fundamental con los otros. Hacer arte, ya sea solo o en grupo, absorbe sus patrones de todo lo que nos rodea, en una red interdependiente. Aprendemos a trabajar como trabaja la naturaleza y nuestro material somos nosotros: nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestros compañeros y las posibilidades radicales del momento presente.

Cuando tenía veintipocos años conocí a otro joven estadounidense, un sacerdote budista zen, que hablaba de hacer zazen –meditar sentado– como una práctica. Es común utilizar la palabra práctica para describir la actividad meditativa; yo ya la había escuchado y leído muchas veces, pero ese día, por alguna razón, me golpeó como un rayo. Soy músico, pensé, y ahora sé qué es la práctica. La música, la danza, el deporte, la medicina, estar sentado inmóvil sobre un almohadón en un estado de conciencia concentrada: todas son formas de práctica, disciplinas especializadas que nos llevan a hacer y ser lo que ya somos, y no un trabajo de preparación para alcanzar una meta.

Así comenzó para mí una exploración que duraría toda la vida sobre el dharma budista, el Tao y otras tradiciones orientales y occidentales vinculadas con la práctica artística. Y, desde una perspectiva budista, comencé a vincular la improvisación con las otras dos “imp”: impermanencia e imperfección. Aprendí a disfrutar de estas cualidades esenciales de la vida y del arte. Y, sobre todo, llegué a ver mi actividad de hacer arte no como un despliegue de talentos y habilidades, sino como un despertar y un hacer realidad intenciones altruistas.

Cuando era más joven todavía, estaba seguro de que iba a ser biólogo. Después, psicólogo. Me fascinaban los organismos vivos: los cuerpos, las relaciones sociales, los juegos. Publiqué mi primer artículo en el Journal of Protozoology. El hecho de que una sola célula pudiera realizar todas las actividades esenciales de la vida –sustentarse en un medioambiente, nadar, cazar, interactuar con otras– me embelesaba. Esa cualidad proteica de la vida me sigue guiando como artista al hacer música sin dividirla en funciones separadas de compositor e intérprete y al crear formas de arte intermedias –por ejemplo, música visual– que les hablen a varios sentidos a la vez.

Ansiosos por ponerse a tono con sus alumnos, los profesores de las universidades, conservatorios y escuelas de enseñanza media ven la improvisación como un ítem nuevo y misterioso que habría que incluir en la currícula… si lograran descubrir cómo hacerlo. Pero la improvisación no es un ítem a tildar en la larga lista de materias de un programa educativo. No es un estilo ni una forma; tampoco una cátedra o una especialidad. La improvisación –el acto de improvisar– es la vida misma.

*Autor de Improvisar, Paidós (fragmento).