DOMINGO
Razones y consecuencias de la traición de una idea

Huérfanos de la izquierda

Alejo Schapire analiza en La traición progresista la confusión de la izquierda mundial. Al trazar el panorama de la situación actual, alerta sobre la tentación totalitaria y el relativismo cultural que acechan desde el progresismo biempensante, pero que también tienen su correlato en el auge del populismo nacionalista y de extrema derecha. Cómo pasó de defender a los obreros a “patrullar” la moralidad en nombre de las minorías.

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Marx. Antes, el protagonista del cambio era el obrero o el campesino. Hoy todo ha cambiado. | Car Graciano

Estas páginas son el relato de una ruptura sentimental. Describen el divorcio de una pareja, alguien que después de décadas de convivencia se había vuelto irreconocible. Escribir sobre la propia familia es un ejercicio doloroso y arriesgado. Exponer las pequeñas y grandes miserias de los suyos es disparar los mecanismos de defensa de quienes se sentirán íntimamente agraviados. El precio de la deserción es alto.

Para quien ha crecido y se ha educado en una tradición intelectual, para quien ha defendido con el verbo, la manifestación pública y el voto una visión del mundo, supone consumar una separación en los peores términos. Las acusaciones de quién traicionó a quién serán mutuas; la de no haber sido realmente parte de la familia también. Resultará estéril desplegar viejas credenciales de izquierda. Además, ¿qué registro queda de mi indignación ante el descubrimiento de las injusticias sociales y el estimulante hallazgo de las armas intelectuales y el compromiso del campo ideológico que adopté en mi juventud? ¿Dónde está el testigo de mi felicidad al ver publicada mi primera nota en el diario de izquierda que llevaba en la mochila a la escuela secundaria y al que envié mi primer currículum? ¿Cómo convocar hoy a los profesores universitarios, tan entusiastas al comprobar que su alumno podía reproducir con éxito en los parciales los análisis marxistas que absorbía?

De las discusiones estudiantiles, de las manifestaciones contra las políticas económicas de ajuste que pesaban sobre los más vulnerables, primero en Argentina y después en Francia, quedan apenas rastros: en la bisagra de los siglos XX y XXI, no se consignaban en las redes sociales. Tampoco hay testigos en el cuarto oscuro para dar fe de una fidelidad a lo que puede llamarse someramente el campo progresista. Sí subsisten trabajos periodísticos en papel o en la web que reflejan, en la elección de los temas, sus enfoques, y en el manejo de los códigos, la pertenencia a esta corriente en la que he evolucionado. También quedan la incomprensión y la amargura de amistades rotas, la benevolencia de quienes supieron separar los tantos o compartieron el desasosiego.

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De todos modos, de nada servirán las pruebas ni importan, máxime para una izquierda fragmentada en una constelación de capillas –revolucionarias o reformistas–, donde cada quien es un experto catador de la pureza ideológica, y la excomunión de sus semejantes, moneda corriente. Menos aún en el contexto de polarización argentino, enrarecido por el factor peronista. Este libro no va dirigido a ellos, o no principalmente, sino a otros huérfanos de la izquierda, en su sentido más amplio, que se han visto abandonados por su familia política como un barco que se aleja olvidando en el muelle sus valores cardinales.

Estas líneas son para quienes han comprobado azorados cómo la izquierda que ayer luchaba por la libertad de expresión en Occidente hoy justifica la censura en nombre del no ofender; esa que ayer comía curas y ahora se alía con el oscurantismo religioso en detrimento del laicismo para oprimir a la mujer y a los homosexuales; esa que a la liberación sexual responde con un nuevo puritanismo, que de la lucha contra el racismo ha pasado a alimentar y justificar su forma más letal en las calles y en los templos de Europa y de las Américas: el antisemitismo. Estos capítulos son un intento por comprender las razones, los mecanismos y las consecuencias encerrados en esta traición.

El mandato de no decir verdades inconvenientes para “no hacerle el juego a la derecha” es una intimidación que funcionó, durante demasiado tiempo, con eficacia. Es finalmente una autocensura que ha sido aprovechada desde el otro extremo del arco político, por los que no se sentían amedrentados por una exclusión del sistema mediático y académico al que no pertenecían. Así empezaron a capitalizar en las urnas las claudicaciones, los silencios, el terreno desertado por la izquierda, allanando el camino para el ascenso de populismos de derecha y ultraderecha de ambos lados del A-tlántico.

El colapso de la Unión Soviética y su modelo llevó a una parte significativa del progresismo a cambiar de sujeto histórico, la clase trabajadora por las minorías, y a abrazar nuevos aliados liberticidas: autócratas, teocracias de Oriente Medio y las identity politics, sepultando de esta manera la promesa de la emancipación universalista. En esta reconfiguración del paisaje ideológico, se fortalecieron dos polos iliberales, aplastando juntos cualquier legado de la tradición de la corriente secular, humanista y antitotalitaria de la izquierda occidental.

Soy consciente de que uno no elige cómo es leído y que la incorrección política es un paraguas bajo el que también buscan cobijarse falsos transgresores y verdaderos racistas, nostálgicos de un viejo orden que no quieren ver morir. Pero no es avalando modelos autoritarios, reactivando viejos métodos del estalinismo, abrazando el relativismo cultural y moral que se logra la emancipación de los más débiles. Este libro trata de explicar por qué.

Vigilar y castigar

 Hasta la década de 1970, la izquierda se enfocaba en la crítica de la economía capitalista para luchar contra la desigualdad y la pobreza. Su sujeto era la clase trabajadora. Para defender su causa, se involucraba en partidos y sindicatos, pesando en las decisiones político-económicas gubernamentales. En los sectores marxistas más radicales, buscaba crear las condiciones para la revolución en el marco de la lucha de clases. El protagonista del cambio era el obrero o el campesino, y el teatro de esta puja, el ámbito laboral: fábricas, talleres, granjas, desde donde también surgían los militantes y sus dirigentes. Pero hoy la situación es muy distinta.

“Ese mundo ya no existe. Hoy los activistas y líderes se forman casi exclusivamente en las secundarias y universidades, son miembros de profesiones principalmente liberales en derecho, periodismo y educación. La educación política liberal ahora tiene lugar, si es que tiene lugar, en los campus. Están ampliamente desconectados social y geográficamente del resto del país –y en particular del tipo de personas que alguna vez fueron los fundamentos del Partido Demócrata–”, apunta el politólogo estadounidense Mark Lilla en su ensayo The Once and Future Liberal: After Identity Politics (2017), refiriéndose al caso de Estados Unidos.

Este cambio no operó solo en ese país, sino que se registró también en Europa y América Latina. El colapso de la Unión Soviética –la desilusión por el fracaso del modelo económico alternativo y la evidencia de la atroz máquina totalitaria para sostenerlo– llevó a una parte significativa de la izquierda a cambiar de sujeto y de grilla de lectura. En el nuevo esquema, la clase trabajadora fue progresivamente sustituida por las minorías.

En Estados Unidos, la lucha por los derechos civiles en los años 60 había puesto en evidencia los reclamos de distintos colectivos postergados que pedían ser visibilizados de manera individualizada: las mujeres, con la llamada Segunda Ola del Feminismo, que ponía énfasis en los derechos sexuales y laborales; los afroamericanos, exigiendo el fin de la segregación institucional de las leyes Jim Crow; el movimiento de liberación homosexual contra la discriminación; el reconocimiento de la expoliación de los nativos americanos.

Las exigencias de estos grupos, a los que se irían sumando otros sectores, como los discapacitados o más recientemente los transgénero, subrayaban la importancia de su vivencia personal. Pedían una respuesta específica como víctimas de un sistema de dominación encabezado por el hombre blanco heterosexual.

En algunos casos, como en el de Martin Luther King, se trataba de conquistar derechos para la comunidad negra, poner fin al trato discriminatorio y alcanzar así la igualdad. Sin embargo, esta versión universalista era cuestionada por sectores militantes diferencialistas, como el Black Panthers Party, de inspiración maoísta, y en versiones más radicales, la secta Nation of Islam, que ha preferido abogar hasta hoy por la segregación racial territorial, enfocando su discurso contra blancos y judíos.

La teorización de estas identity politics puede rastrearse en Estados Unidos hasta el Combahee River Collective [Colectivo del río Combahee], una organización feminista negra lésbica (1974-1980) que hacía hincapié en las vivencias de sus miembros y en la necesidad de una nueva metodología para enfrentar una opresión cuatro veces imbricada en los conceptos de sexo, raza, clase y la heterosexualidad como régimen de control político y social (heteronormatividad).

En los campus universitarios, esta segmentación en grupos específicos por etnia, religión, sexualidad se vio potenciada por el auge de los “estudios de género” que abrevaban en la “deconstrucción” y el posestructuralismo llegados desde Francia, a través de autores como Michel Foucault, Jacques Lacan, Roland Barthes, Jacques Derrida o Gilles Deleuze, entre otros (paradójicamente, esta corriente bautizada French Theory en Estados Unidos, antes de ser de nuevo exportada a otras universidades del mundo, era eclipsada en París frente al movimiento de “los nuevos filósofos”, en gran parte ex maoístas que rompían con la hegemonía del marxismo-leninismo en el medio intelectual francés a la luz de los crímenes de estalinismo, expuestos en testimonios de la experiencia concentracionaria soviética, como Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, publicado en París en 1973).

La exigencia de un reconocimiento y una respuesta específicos por etnia, género, prácticas sexuales (o ausencia de éstas), de identidades percibidas o autopercibidas, dio lugar con el tiempo a una fragmentación de categorías en permanente aumento. Así, por ejemplo, lo que era el colectivo glbt se convirtió en lgbtqqiaap, por ahora (Facebook proponía recientemente 71 géneros distintos para identificarse).

Lo que alguna vez englobaba el Departamento de Humanidades empezó a parcelarse en una constelación de centros de estudios separados por etnias y sexualidades, donde la investigación y la militancia se volvieron indistinguibles.

Esta compartimentación de las disciplinas, que atenta contra el principio mismo de la propuesta universal de “universidad”, va acompañada de un activismo hipersensibilizado, al acecho del menor indicio de intento de dominación del heteropatriarcado blanco. Es una hipersusceptibilidad trabajada, que vigila y castiga cualquier transgresión que pueda ser percibida –no importan ni las intenciones del acusado ni las pruebas en su contra– como un acto de racismo o machismo.

Constituidos como patrullas morales del discurso público, los guerreros de la justicia social detectan a los infractores de la corrección política y se muestran intolerantes hacia la contradicción, percibida como una amenaza vital. Así, el ámbito universitario, que debería ser el lugar para la confrontación de ideas, para fortalecer la mente como un músculo que se ejercita por el esfuerzo provocado por la resistencia, se ve obturado por estudiantes-inquisidores que exigen safe spaces para conversar sin posibilidad de refutación. En cuanto a la militancia, las marchas y los talleres propuestos por los militantes vetan el acceso a los “no concernidos” (que no forman parte de una minoría específica); se exige a la universidad cancelar las charlas de intelectuales que no comulguen con su versión de la izquierda; se pide –y muchas veces se obtiene– la expulsión de profesores que no se pliegan a los dictados de los colectivos que se dicen agraviados.

El caso del profesor de Biología Eric Weinstein en el Evergreen State College en Washington resulta bastante revelador. Desde los años 70, esta universidad con fama progresista por la que pasó el creador de Los Simpson, Matthew Groening, celebraba el Day of Absence [Día de Ausencia], en el que los profesores y estudiantes pertenecientes a minorías se ausentaban para revelar su importancia en la comunidad. En 2017, el Day of Absence fue transformado en Day of Presence [Día de Presencia], un giro en el que esta vez se conminaba a los blancos a no poner un pie en la universidad. En un e-mail dirigido a sus colegas, Weinstein, que es blanco, que apoyó en las elecciones a Bernie Sanders y que se identifica como alguien “profundamente progresista”, mostró sus reservas ante la iniciativa. “Hay una gran diferencia entre un grupo o coalición que decide ausentarse voluntariamente de un espacio compartido para destacar sus papeles vitales y subestimados”, apuntó, “y un grupo o coalición que anima a otro grupo a marcharse”. El primer caso, escribió, “es un poderoso llamado a la conciencia”. El segundo “es una demostración de fuerza y un acto de opresión en sí mismo”.

El mail fue filtrado y Weinstein se vio entonces increpado por medio centenar de estudiantes furiosos que exigían agresivamente su despido, mientras lo acusaban de “apoyar el supremacismo blanco”. Entretanto, la policía explicaba al profesor que debía permanecer fuera del campus por su propia seguridad y esconder a su familia en un lugar donde estuviera a salvo. En un primer momento, al no poder acceder a su aula, Weinstein, que llevaba quince años en la institución, dio clases en un parque público. Pero finalmente, ante la presión, él y su esposa, Heather Heying, que también era profesora en el establecimiento, presentaron su renuncia y demandaron a la universidad.

 

Un “Mein Kampf” con

perspectiva de género

La balcanización de las humanidades y su instrumentalización militante corrompen la ética y el rigor académicos. Es lo que pusieron en evidencia en 2018, a través de un fraude desopilante, dos académicos y una ensayista: Peter Boghossian, profesor de Filosofía de la Universidad de Portland; James Lindsay, doctor en Matemáticas de la Universidad de Tennessee, y Helen Pluckrose, editora de la revista Areo. Los universitarios utilizaron un elaborado hoax, un engaño que recuerda el Escándalo Sokal, cuando un profesor estadounidense de Física de la Universidad de Nueva York, Alan Sokal, demostró en 1996 cómo, si echaba mano a una jerga posmodernista, una revista de humanidades de estudios culturales publicaría sin empacho ni rigor “un artículo plagado de sinsentidos, siempre y cuando: a) sonase bien; y b) apoyase los prejuicios ideológicos de los editores”.

Retomando la jerigonza y los códigos de los “estudios de género”, colando estadísticas inventadas, en esta oportunidad el trío sometió a prestigiosas e influyentes publicaciones académicas veinte artículos grotescos y deliberadamente erróneos, salpicados de expresiones absurdas como “sociedad prepospatriarcal”. Cuatro de ellos fueron publicados, tres estaban por salir a la calle, siete estaban en proceso de aceptación y seis fueron rechazados para cuando los autores revelaron el fraude.

Entretanto, lograron publicar en el periódico Fat Studies el paper Estudios sobre la grasa, una tesis sobre la necesidad de imponer socialmente una disciplina: el fat bodybuilding [culturismo de grasa] como una rama del fisiculturismo, ya que los “cuerpos obesos” son cuerpos construidos legítimamente… El autor, que se presentaba como un fisiculturista gordo, abogaba, entre otras consignas, porque los Juegos Olímpicos incluyesen eventos separados para la gente con sobrepeso en torneos llamados fattylympics (gordolímpicos).

La destacada revista Sexuality and Culture accedió, por su parte, a publicar la nota “Dildos”, que prescribía “científicamente” para el hombre heterosexual “la masturbación anal” con sex-toys para lograr que el varón fuese “menos transfóbico y más feminista”.

Otro artículo que sorteó los controles fue Human Reactions to Rape Culture and Queer Performativity at Urban Dog Parks in Portland, Oregon (Reacciones humanas a la cultura de la violación y la performatividad queer en parques urbanos  para perros de Portland, Oregon], publicado en la revista académica Gender, Place and Culture, dedicada a los temas de género. Allí, una autora ficticia de un centro de investigación inventado, la Portland Ungendering Research Initiative (Iniciativa de Investigación de Portland para la Eliminación del Género), “estudió” y denunció los sectores de las plazas dedicados al mejor amigo del hombre, afirmando que “los parques para perros son espacios donde la violación a las perras está consentida”, y extrapoló la observación a los humanos. El texto publicado abogaba por el entrenamiento de los varones con un condicionamiento canino y ponerles collares y correas como método de lucha contra la violencia sexual.

Paralelamente, la revista Cogent Social Sciences acogió en sus páginas la tesis “El pene conceptual como constructo social”. La nota, “3 mil palabras de necedades absolutas disfrazadas de erudición universitaria”, según sus propios autores, enfatizaba que “la masculinidad vis-à-vis del pene es un constructo incoherente” y que sería mejor entender “el pene conceptual no como un órgano anatómico, sino como un constructo social de género-performativo, altamente fluido”. La conclusión del paper era que el pene violador, violador del espacio (manspreading), violador de la naturaleza, es responsable… del cambio climático.

Los investigadores incluso lograron darle sentido a la desafortunada expresión “feminazi” (las mujeres nazis no eran precisamente feministas, y viceversa). Consiguieron que la revista feminista Affilia: Journal of Women and Social Work, que se jacta de ofrecer una revisión por pares de los artículos, les publicara con entusiasmo y sin percatarse la prosa de Adolf Hitler sobre la organización del partido nazi desde una perspectiva de género. “Reescribimos un fragmento de Mein Kampf como feminismo interseccional y el periódico lo aceptó”, explicaba el matemático James Lindsay. Los pares que revisaron el artículo “apoyan el trabajo y señalaron su potencial para generar un diálogo importante entre los trabajadores sociales y los académicos feministas”, escribió uno de los editores de la publicación.

Para los autores de la trampa, la conclusión es que “una enseñanza basada menos en la búsqueda de la verdad y más en un enfoque en las reivindicaciones sociales se ha vuelto firmemente, sino totalmente, dominante dentro de estos campus, y sus académicos intimidan cada vez más a los estudiantes, administradores y otros departamentos para que se adhieran a su visión del mundo”.

Los autores saben que, pese a que se asumen como intelectuales de izquierda, su denuncia del sesgo y la falta de rigor. Se refiere al “despatarramiento” masculino en el transporte público, que invade el espacio asignado a más de un asiento en nombre de la ideología identitaria que dominan los “estudios culturales” les valdrá las peores acusaciones: “racistas, sexistas, intolerantes, misóginos, homofóbicos, transfóbicos, trashistéricos, antropocéntricos, problemáticos, privilegiados, acosadores, de extrema derecha, hombres blancos heterosexuales cisgénero (y una mujer blanca que estaba demostrando su misoginia interiorizada y su abrumadora necesidad de aprobación masculina) que querían activar la intolerancia, preservar nuestro privilegio y ponerse del lado del odio”.

Pese a que afirmen lo contrario, estas disciplinas no son la continuación ni del movimiento de los derechos civiles, ni de la liberación de la mujer, ni del orgullo gay, sostienen los autores. Aseguran que el problema de la falta de rigor se ve agravado por “los efectos de división y destrucción causados por las patrullas de activistas en las redes sociales”, que promueven una suerte de remedio milagroso para un público cada vez más numeroso.