La crisis del sistema médico es tan profunda y extensa como inocultable. La superposición de motivaciones nobles y perversas, los intereses explícitos y los oscuros, las vanidades profesionales, las diferentes realidades sociales y económicas, las complicidades políticas, todo mezclado y revuelto, han producido una madeja enmarañada que será imposible desenredar sin cortar y desechar algunos tramos.
El mal uso de los medicamentos, reconocido como uno de sus nudos más problemáticos, es un factor que podría desmontarse sin provocar peores daños. Cuando lo digo, veo el dedo acusador de las autoridades señalando a las personas que se automedican. Y si bien entiendo que es una inquietud razonable, me niego a responsabilizar a los pacientes: ellos son las víctimas finales del sistema que tiene en un extremo al residente mal dormido que los atiende en una guardia, y en el otro al inmarcesible ministerio que vela por la salud de todos desde lo alto. Y tanto ellos como los profesionales que ocupan el centro de la gama, transmiten la idea de que cada síntoma merece un tratamiento, que a cada enfermedad corresponde un remedio, y que es natural elegirlo alegremente en las farmacias/boutique que en Buenos Aires medran a razón de dos por cuadra. Con esa experiencia cotidiana, sería un milagro que la gente no se medicara por su cuenta.
La responsabilidad de los médicos comienza cuando indican drogas en forma automática respondiendo al reflejo que los laboratorios implantan en ellos, o simplemente porque requiere menos tiempo escribir una receta que explicar por qué en ese caso no es necesario tomar nada. Pero, ¿es justo culparlos si a la vez son víctimas? Después de seis años de estudio y cuatro o cinco años de residencia, no sólo son objeto del acoso de los visitadores médicos, de técnicas subliminales de venta y de pacientes ansiosos o agresivos, sino que por su estatus de meros empleados también dependen de la voluntad de sus contratantes en hospitales, obras sociales y prepagas.
(…) Son notorios los especialistas que cobran por cada paciente que incorporan a protocolos diseñados para probar drogas y tratamientos en experimentación, como los que responden a las estrategias de marketing de determinado laboratorio a cambio de un módico renombre y una interesante participación en los ingresos. Como lo describió un extraordinario médico argentino, Alberto Agrest: “Gran parte de los investigadores clínicos actúan más bien como traficantes de pacientes seduciéndolos, eso sí, con consentimiento informado, para ser usados como sujetos de experiencia de la industria médica desde donde se generan los protocolos de investigación”.
(…) La inmensa mayoría de los médicos se gana la vida trabajando por un sueldo apenas digno y cubriendo cargos en dos o más centros de salud, haciendo guardias agotadoras, puchereando como burócratas en obras sociales o revisando pies con hongos en piletas de clubes. Quemados, sobregirados, tensos después de cruzar la ciudad para llegar en horario al consultorio, tienen que atender un paciente cada diez minutos para redondear los honorarios necesarios para pagar el alquiler y la nafta. Es probable que casi todos ellos sueñen con tener relaciones íntimas con un laboratorio generoso para obtener el reconocimiento moral y económico que merecen sus estudios, su dedicación y su compromiso. ¿Deben ser condenados por eso?
Pensemos ahora si no son más culpables las empresas de medicina prepaga, con su rostro publicitario de profesionales confiables y enfermeras bonitas, pero no mucho. Desde que se consolidaron en el mundo de los negocios alejaron a la medicina de su tradición solidaria, con lo cual le escamotearon su esencia histórica. Hoy, aunque prometan mucha salud, buena atención, hotelería mil estrellas, interés en el lado humano de sus clientes e impresionantes avances científicos, son lo que son. Empresas. Negocios. Organizaciones afiladas al milímetro para ganar dinero, cuya variable de ajuste nunca es la cuenta bancaria de sus accionistas, sino los honorarios de su planta de profesionales. Es indudable que son más responsables que los médicos, pero a diferencia de lo que sucede con ellos, no tiene sentido exigirles abnegación y sentimientos puros. Como en el caso de los laboratorios, quien espera de una empresa de seguro médico otra motivación que el interés económico, sufre de un déficit del sentido de realidad.
Está claro que los responsables de la crisis del sistema de salud de ninguna manera son los pacientes ni los médicos como grupo, aunque muchos de ellos ambicionen o hayan logrado prestigio y capital con los tratos comerciales que les ofrecen los laboratorios. Tampoco son los primeros responsables los empresarios que han elegido el temor a la enfermedad y la muerte como fuente de ingresos, aplicando a su negocio las mismas normas morales que sus colegas fabricantes de embutidos.
El primer y gran responsable es el Estado, porque tiene el deber y el poder de proteger a los ciudadanos; en este caso más que en ningún otro, porque no todos comemos salchichas, pero en algún momento a todos nos toca ser pacientes y en consecuencia, todos somos víctimas potenciales de los daños que el negocio de los medicamentos nos puede provocar.
Mientras los gobiernos no pongan límites a los abusos que se cometen en nombre de la salud y la enfermedad, la crisis seguirá apretando los nudos de la madeja hasta darle una densidad gordiana que sólo podrá deshacerse de un hachazo.
Antes de llegar a ese punto de difícil retorno sería saludable que se creen –y que además se respeten– políticas dirigidas a controlar la relación de los laboratorios con los ministerios de salud y la de los médicos con las entidades privadas y públicas que los contratan. Y que si se da estímulo a los científicos, se oriente su actividad hacia lo que es útil para el país real.
A nadie más que a las autoridades les corresponde regular la venta de drogas legales más peligrosas que las muy temidas ilegales, y prohibir la publicidad de medicamentos para sacarlos de su estatus perverso de productos de consumo. Sólo los gobiernos pueden asumir la tarea de instruir a los ciudadanos y asegurarles con consistencia y continuidad agua corriente, sistemas cloacales, tratamiento de residuos y viviendas saludables, cuatro medidas de profilaxis más eficientes para salvar vidas que agregar cada año nuevas vacunas al calendario obligatorio.
Atentado a la razón
Aunque no es percibido como problema por la sociedad, el uso irracional de medicamentos es uno de los puntos de la crisis que merece tratamiento más urgente, porque mientras devora recursos provoca todos los años centenares de miles de enfermedades y muertes. Quizás sea el de solución más sencilla: sólo requiere voluntad ministerial, educación médica y aplicación estricta de las guías terapéuticas. Fuera de esos esfuerzos no exige otras inversiones, y redunda en ahorro de fondos, tiempo y vidas.
(…) En la Argentina, la problemática del abuso tiende a empeorar año tras año. El consumo de ansiolíticos creció más de 5 % en 2013. Sólo Rivotril®, una de sus marcas más populares, se recetó un 28,8% más que en el año anterior. Calculado por número de habitantes, el uso de su droga activa, clonazepam, es uno de los más altos del mundo.
De todos los medicamentos que se compran sin receta, el más vendido es Actrón 600® (ibuprofeno 600 mg) un analgésico antiinflamatorio de acción rápida. Sus ventas crecieron un 25,2% entre enero y septiembre del año 2013 y su uso está tan difundido que muchas mujeres de alma samaritana llevan un blister en la cartera, no sólo para uso propio sino para convidarle a cualquiera que se queje de una molestia.
Nadie parece estar al tanto de los graves efectos adversos que puede provocar una dosis excesiva de ibuprofeno.Entre los más leves están las diarreas, los mareos, cuadros de nerviosismo y dolores de cabeza; los más graves incluyen taquicardias y fibrilaciones auriculares, entre otras complicaciones.
Su uso prolongado a cualquier dosis aumenta notablemente el riesgo de daño gástrico, hepático y renal. No hay mediciones sistemáticas ni confiables para saber qué magnitud de daños producen en la Argentina las reacciones adversas a los medicamentos, como tampoco qué número de accidentes provocan los de venta libre y bajo receta. Sólo existe un dato concreto que permanece estable desde hace varios años: de todos los casos de intoxicación aguda que se atienden en los hospitales públicos, la segunda causa después del alcohol son los medicamentos. No es extraño, porque hasta los de apariencia más inofensiva contienen drogas que según el caso y la dosis pueden provocar daños graves a la salud.
Ingredientes activos como paracetamol, fenilefrina, cafeína, butetamato, loratadina, guaifenesina, conviven en jarabes, cápsulas, comprimidos y fórmulas preparadas para diluir en agua caliente y simular “un tecito”.
La publicidad que ha instalado y sigue promoviendo esos productos como panaceas inofensivas y de efecto inmediato para todos los malestares parece más aberrante a partir del 25 de noviembre de 2009, cuando en la Argentina se sancionó la ley que prohíbe la venta de medicamentos fuera de las farmacias. Hasta ese momento era posible comprar un antiinflamatorio en un kiosco de golosinas, aspirinas en un hotel alojamiento y servirse directamente de la góndola de una farmacia cualquier fórmula de venta libre. A partir de la Ley 26.567 es necesario pedirle a un empleado que nos los alcance porque están detrás del mostrador. Algo cambió, pero sólo en la superficie, porque en el fondo la idea del medicamento como producto de elección libre y consumo irresponsable sigue intacta.
Para confirmarlo, un día de octubre de 2013 hice el mismo experimento en seis farmacias diferentes: me acerqué almostrador, pedí dos cajas de antibióticos y seis diferentes compuestos antigripales y volví a mi casa con una bolsa llena de drogas peligrosas sin que nadie me detuviera. En cada farmacia pedí una caja de Amoxidal®, (la marca de amoxicilina que hasta los chicos mencionan con familiaridad), una de Optamox Dúo® (amoxicilina + ácido clavulánico), un sobrecito de FullgripT® (paracetamol, L-fenilefrina, vitamina C), una caja de Tabcin plus® (paracetamol, fenilefrina, guaifenesina), una caja de Bio-Grip Plus® (paracetamol, fenilefrina, carbapentano citrato y dosis absurdamente pequeñas de vitaminas C y B1 que no pueden hacer ningún efecto), una de Dristan® (paracetamol, fenilefrina), un sobrecito de VitaPyrena Forte® de industria mexicana (paracetamol, fenilefrina) y un blister de Bayaspirina Forte® (ninguna indicación de sus componentes en el envase. El sitio de Bayer en internet informa que contiene 650 mg de ácido acetilsalicílico, 30% más que una aspirina tradicional).
En cinco farmacias los empleados me entregaron la bolsa llena de medicamentos y me facturaron la compra sin siquiera mirarme. En un solo caso la empleada vaciló un momento:
—Mire que tienen más o menos los mismos componentes…
—No importa, los voy a tomar todos porque me siento muy mal, contesté con una voz agónica, simulando que tosía y me sonaba la nariz con un pañuelo de papel.
Con esa cantidad de drogas podría haberme suicidado varias veces y con un poco de suerte podría haber muerto en forma accidental tomando una sola de ellas, pero siempre dentro de la ley.
Todos esos compuestos pueden provocar complicaciones serias y efectos adversos graves sobre los que no se advierte con la claridad necesaria. Algunos llevan un prospecto con advertencias en dialecto medicalés:
• “Este producto debe ser administrado con precaución a los pacientes con antecedentes de enfermedades del tracto digestivo superior, por la posibilidad de gastritis, úlcera péptica o sangrado gastrointestinal.” (¿Qué quiere decir con precaución? ¿Qué es el tracto digestivo superior? ¿La boca?¿El paladar? ¿La garganta? ¿Qué es una gastritis? ¿Qué es una úlcera péptica? ¿Cómo es un sangrado gastrointestinal?)
• “La asociación con otros antiinflamatorios no esteroides (sic) puede aumentar los efectos tóxicos.” (¿Qué es un antiinflamatorio no esteroide?)
• “Si se encuentra bajo tratamiento médico debido a alguna afección tomando medicamentos antihipertensivos o simpaticomiméticos, consulte a su médico antes de ingerir este producto.” (¿Qué quiere decir simpaticomimético?) Los sobrecitos de falso té llevan advertencias similares, pero impresas en el dorso, por lo general fuera de registro y siempre en una tipografía de tamaño microscópico. Con buena luz y una lupa de diez aumentos se puede leer: “No administrar en caso de enfermedad hepática, hepatitis virales, trastornos renales o alcoholismo”. “Administrar con precaución en afecciones cardíacas graves, hipertensión arterial severa, insuficiencia renal o hepática, hepatitis viral, diabetes, enfermedades de la tiroides, prostatismo.” Vaguedades, imprecisiones y términos técnicos que no pueden tenerse en cuenta porque muy pocos los comprenden, y de todos modos nadie alcanza a leerlos. Y porque la publicidad trabaja duro para convencernos de que son remedios inofensivos y amables que nos hacen la vida más feliz.
Las campañas publicitarias más audaces se saltean los medios de difusión convencionales y llegan a meternos los medicamentos en las narices para que los tomemos por los mismos motivos que los adictos a las drogas ilegales tienen para perseverar en su adicción. En el mes de julio de 2013, plena época de exámenes, en los alrededores de la Facultad de Ciencias Exactas de Buenos Aires, varias promotoras regalaban una cajita roja con dos comprimidos de Ibupirac Plus® (ibuprofeno 400 mg + cafeína 65 mg) acompañada de un folleto con la imagen de un estudiante exhausto y un texto alucinado que parecía escrito después de una noche sin dormir: “¿Sentís que no llegás? El plus que necesitás, cuando más lo necesitás. Porque se acercan los finales, los días se acortan, las noches pesan en los párpados y la pila de apuntes no baja y te duele la cabeza y la espalda Por eso necesitás Ibupirac Plus®, tu aliado a la hora de estudiar”.
Sobre el ibuprofeno, la información dice que alivia el dolor de cabeza y el dolor muscular; y sobre la cafeína, que potencia al ibuprofeno e incrementa el estado de alerta y vigilia, previniendo la disminución del rendimiento. Las numerosísimas advertencias, precauciones, contraindicaciones y reacciones adversas aparecen al dorso en una letra diminuta que ningún estudiante con la vista cansada alcanzaría a leer.
Forzar al cuerpo y excitar al cerebro, espolear al caballo para que rinda al máximo aunque reviente; ésa es la propuesta explícita en la cajita y aceptada con beneplácito por todos, porque está en sintonía con El Gran Mandato. Reemplazar la muestra gratis por una buena taza de café y media hora de relajación y caminata al aire libre sería más placentero y menos nocivo, pero quedaría fuera de la cultura química en la que nuestra sociedad pone todas las expectativas y la mayor confianza.