DOMINGO
Libro

La argentinidad al palo

Mitos y realidades de un país que mira el futuro.

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En País de mierda, de ediciones Lea, Augusto Salvatto y Mateo Salvatto buscan a través de ideas, ensayos, reflexiones y relatos brindar herramientas para evitar que el sueño argentino desaparezca. | Pablo Temes

Los argentinos tenemos la extraña costumbre de intentar permanentemente cambiarnos a nosotros mismos. Como si existiera una especie de gen maldito que no nos permite desarrollarnos, que nos hace ser una sociedad caótica, inestable, siempre al borde del abismo. Vivos, vagos, haraganes, ingobernables, desfachatados, indóciles, nómades. 

Los primeros en pensar seriamente la argentinidad, influidos por las ideas propias del contexto en el que vivieron, llegaron a la irrevocable conclusión de que había que cambiar nuestro carácter nacional, como quien desenrosca una lamparita de luz cálida y la reemplaza por una de luz fría. Para hacerlo, era necesario seguir dos estrategias en paralelo: la educación y la inmigración. Es decir, traer gente civilizada y con moral de trabajo desde Europa, y educar bien en esas sanas costumbres a los que quedaban. Como dice el Escudo Nacional de unos vecinos, por la razón o por la fuerza. 

Más de un siglo y medio después de comenzada esa desafiante empresa, nuestro carácter nacional no ha cambiado. Los gauchos que eran denostados por su carácter nómade, rebelde y pícaro hoy se convirtieron en un símbolo orgulloso de la argentinidad. Gauchos que, incluso quienes los denostaban en el fondo admiraban, pues la contradicción es parte de ese gen tan nuestro como el dulce de leche. La viveza criolla que denunciaba Agustín Álvarez en 1900 y el espíritu de la discordia que con sagacidad observaba Joaquín V. González siguen siendo pan nuestro de cada día. Porque, al fin y al cabo, nadie puede cambiar lo que es. Por más que luchemos con todas nuestras fuerzas contra la propia esencia, somos lo que somos. Como el escorpión que más que engañar a la rana intentaba engañarse a sí mismo. Y ese fue, sino el peor, al menos el último de sus pecados.

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¿Por qué seguir intentando cambiar lo que somos? No se confunda. No es esta una mirada mediocre y conformista. No queremos decir que no sea loable la constante búsqueda por ser mejores. Los esfuerzos introducidos por la generación que moldeó la Argentina que hoy conocemos generaron resultados envidiables en campos como el de la educación, el desarrollo y la movilidad social, que han sido logros sorprendentemente rápidos y efectivos. Pero estos cambios tan rápidos alimentaron, como contrapartida, la idea de que estábamos llamados a ser una gran potencia, diferente a nuestro contexto. Un enclave europeo en América Latina. O mejor: la síntesis entre la civilización europea y el futuro del nuevo mundo. Lo mejor de ambas tierras. 

No han faltado pensadores, nacionales y extranjeros que alimentaron ese discurso. Un discurso que no podía evitar quedarse a mitad de camino entre la ficción y la realidad. Y que, al chocarse con ella, derivó en una frustración desesperante. En el propio mito fundacional se encontraba el germen de su propia destrucción. O de nuestra decadencia, para ser menos drásticos. Durante casi un siglo hemos buscado explicaciones para la triste paradoja de que no somos lo que merecemos ser.Esas explicaciones han llegado incluso a significar clivajes políticos y disputas encarnizadas: es culpa de los Estados Unidos y Gran Bretaña, es culpa del peronismo, es culpa de los militares, es culpa de las oligarquías, es culpa de la incultura del pueblo, es culpa de los inmigrantes, es culpa de los políticos, es culpa de los votantes, es culpa de Cuba, es culpa de Venezuela, es culpa del FMI, es culpa de los planeros. Hay cuarenta y cinco millones de interpretaciones sobre por qué no somos lo que deberíamos ser, y muy pocos discursos que efectivamente piensen en cómo ser lo que podemos ser.

No podemos cambiar lo que somos. Pero sí podemos cambiar la forma en la que hablamos de lo que somos. Sí podemos al menos trabajar seriamente en los mitos y leyendas que contamos, repetimos y transmitimos de generación en generación. Porque al fin y al cabo no son más que eso: mitos, ficciones. Que, como toda fantasía, tienen cierto anclaje en la realidad, pero no son la realidad en sí misma. Pero ojo. No por ser ficciones pensamos que sean menos relevantes. Por el contrario: las ficciones ayudan a ordenar y estructurar la realidad. La ficción del sueño argentino es lo que ha hecho que muchos de nosotros estemos hoy aquí y no en otra parte, mientras que la ficción de que la salida es Ezeiza ayuda a que muchos no estén aquí sino en otra parte.

No podemos reconstruir el sueño argentino sin un anclaje en la realidad. Y, ¿para qué gastar nuestra tinta y su tiempo en describirla? No son tiempos fáciles para Argentina y mucho menos para los argentinos. La crisis, la tristeza y el desánimo se acrecientan por una inflación que no da tregua, un estancamiento que ya lleva más de una década y un país que pareciera estar consumiéndose sus últimos cartuchos. Pero, como ya hemos dicho en alguna ocasión, ninguna gran batalla se libró sin algo en qué creer. Si no hay elementos para tener esperanza en que el futuro va a ser mejor que el presente, cerremos la persiana. Pero si existe un rayo de luz que entre por alguna rendija desgastada por el uso, tendremos que explorarlo.

La idea de construir un nuevo relato que conforme el sueño argentino es una parte del camino que tenemos que recorrer si queremos levantar la persiana. De ninguna manera un todo, pero sí, como decíamos, una parte importante. 

Por eso, en las próximas páginas vamos a revisar aquellos mitos y ficciones que estructuran nuestros propios discursos sobre la Argentina. De todos esos mitos elegimos uno para encabezar estas páginas. Uno que engloba muchas de las ideas que vamos a tratar en este libro. La idea de que este país,… nuestro país, es una mierda.

 

Argentina: el origen

El propio nombre Argentina nació de un equívoco. De un engaño. Como si nuestra tierra hechizada hubiera atraído adrede a los adelantados españoles prometiéndoles un camino seguro hacia el metal y las riquezas y una vez adentro se los hubiera fagocitado. 

Juan Díaz de Solís recibió el encargo de explorar estas costas por 1514 con el objetivo de encontrar un paso entre océanos. El enorme estuario que compone el Río de la Plata fue su apuesta segura. Apuesta que le valió la vida en manos de los habitantes locales. Sólo un par de años después, otros adelantados llegaban hacia el río maldito creyendo que, si bien no sería un paso bioceánico, podría al menos configurar un camino fluvial hacia las riquezas del Alto Perú. Confiados, lo bautizaron Río de la Plata, porque su destino sería entonces sacar la plata de Potosí hacia España por el Atlántico. Quizás por esa equivocación a los argentinos nos quedó tan instalada la idea de no gritar los goles antes de que la pelota estire la red. 

El río no llevaba a Potosí, sino más bien a una tierra sin mayor importancia estratégica que contrasta bruscamente con la idea de gran nación, de potencia global que luego nos hicimos de nuestro suelo. Esa falta de relevancia para la corona y para quienes venían a intercambiar peligro por promesas de riqueza, ha de haber actuado como moldeador de lo que luego se convertiría como nuestro ser nacional. Por entonces a nadie se le cruzaba por la cabeza que ese sitio olvidado por Dios podría ser algo más que un paraje que se las rebuscaba para sobrevivir al margen del control imposible de la corona. 

Este factor, lejos de significar un pasado glorioso, permitió que nuestras tierras no estuvieran atadas a las jerárquicas estructuras propias de la colonia española en América. En los papeles rendíamos cuentas a la corona, pero en la práctica cada uno hacía lo que quería debido al escaso control. ¿Les suena conocido? La diferencia entre teoría y práctica, entre la letra de la ley y lo que sucede en la calle, siempre fue un tema instalado en la agenda de lo que hoy conocemos como Argentina. Se ha vuelto ya un lugar común decir que en nuestro país la ley es una sugerencia. Quizás en sus inicios, de no haber sido así, no hubiéramos podido sobrevivir frente a una metrópoli que nos obligaba a comerciar con ella vía Lima, y muy seguido se olvidaba de nosotros, ya sea por alguna guerra o conflicto en otra parte del globo o simplemente por desidia. Los primeros habitantes de lo que hoy es Argentina tuvieron que rebuscárselas para sobrevivir mediante el comercio en contra del bando, o del edicto público que nos prohibía comerciar libremente. Contrabando, sí. ¿Era acaso un delito? ¿O una herramienta de subsistencia? Otro de los temas que nos persiguen hace cuatrocientos años.

Un origen al margen de la ley, del Estado, y con una fuerte multiculturalidad producto de la llegada de todo tipo de contrabandistas portugueses, holandeses, o británicos. No había disputas políticas, nacionales, ni monárquicas. Se trataba de la adaptación para la subsistencia. 

Volviendo al equívoco inicial que marcó la nomenclatura del Río de la Plata, también se empezó a llamar, por derivación, argentinos a quienes habitaban sus costas. Argentum, del latín plata, se usaba para nombrar a los habitantes de una tierra que carecía de plata. Pero que parecía haber nacido alrededor de una falsa promesa, como su nombre. Promesa que a lo largo de cinco siglos hemos seguido creyendo. Esperando que se cumpla. Haciendo lo imposible para que así sea.

Todos estos factores pueden haber marcado nuestra personalidad, o no. Si son coincidencias literarias o factores traumáticos que se han grabado a fuego en la psiquis de quienes llegan a habitar este territorio no podemos saberlo. Quizás tampoco importe. Forman parte de nuestros relatos fundadores. De la forma en que contamos nuestro origen. El origen de un territorio que desde su cuna se encontró llamativamente libre y con la imperiosa necesidad de subsistir. Eso venimos haciendo, hace ya un par de siglos. ¿Quién puede afirmar entonces que no lo seguiremos haciendo varios más?

 

El salón de Marcos Sastre

En el número 54 de la calle Reconquista, a sólo unos metros de la Plaza de Mayo, Marcos Sastre, nacido en Montevideo dos años antes de la Revolución, fundó hace casi doscientos años la Librería Argentina. Era 1833 y Juan Ramón Balcarce era, al mismo tiempo, gobernador de la Provincia de Buenos Aires y encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, gracias a lo dispuesto en el Pacto Federal. 

El negocio le iba a durar poco. Si hubiera tenido una bola de cristal y mayor apetito por los negocios quizás hubiera fundado un saladero, o comprado una finca para dedicarse a la industria ovina, que crecería enormemente en las décadas subsiguientes por la demanda británica. Pero el tipo quería una librería. Ya lo escribiría un par de años después en el libro El Tempe argentino, “sencilla es mi canoa como mis afectos, humilde como mi espíritu”.

En la trastienda de esa librería, donde probablemente hoy encontremos un estacionamiento perteneciente al Banco de la Provincia de Buenos Aires, funcionaba el famoso Salón Literario de Marcos Sastre, cuna de los debates literarios de la generación del 37. Una especie de jabonería de Vieytes de la intelectualidad de la época, donde jóvenes como Juan Bautista Alberdi, Miguel Cané, Esteban Echeverría o Vicente Fidel López se reunían a debatir sobre los destinos del país.

El propio Marcos Sastre escribió por esos tiempos un párrafo que reboza de profunda actualidad y resulta altamente inspirador para los tiempos que corren actualmente. En medio de una situación caótica, cuasianárquica, cuando la idea misma de Argentina era algo agarrado con alambres, existía en esta generación una convicción quizás utópica, quizás exagerada, pero innegablemente movilizante e inspiradora de que no había obstáculos si los argentinos trabajábamos juntos para sacar el país adelante.

Una nueva generación se levanta, llena de virtudes, de actividad y de talentos, que promete a la Patria hermosos días de grandeza y de gloria. La nación tiene en su seno una juventud adornada de las más bellas cualidades que pueden ennoblecer al hombre; una juventud dotada de los más puros, nobles y generosos sentimientos, llena de capacidad, animada del más grande amor a la sabiduría, de los más ardientes deseos de consagrarse al bien público. Con tanta virtud y talento, y con tan poderosos elementos, ¿qué cosa habrá, por ardua y grande que sea que no pueda alcanzarse?

No habrá faltado quien por entonces le dijo a Marcos Sastre, a Alberdi, a Esteban Echeverría que eran unos soñadores ingenuos. Probablemente, incluso por momentos, ellos lo pensarían. Pero la convicción con la que transmitían su fe en el futuro de Argentina sin dudas, habrá contagiado a muchos otros a creer lo mismo. Las ideas, en la mayoría de los casos, ganan más por cansancio que por buenas. Este mito de la juventud talentosa que buscaba el bien público de la patria, sin duda tendría un anclaje en la realidad, pero también ha de haber resultado estimulante para quienes eran parte de esa generación.

Continuando con ese mismo discurso, también existía una mirada puesta en el futuro mucho más que en el pasado e incluso en el presente: “Medio siglo debe pasar ante vosotros: Considerad cuánto puede hacerse en medio siglo. ¡Fe en el porvenir! ¡Sed el ejemplo de todas las virtudes!? Sed los apóstoles de la paz, de la moderación y de la sabiduría! Cumpliréis vuestra misión!”

Un mensaje, sin dudas, contracultural en un contexto conflictivo y turbulento. Paz, moderación y sabiduría. Ese era el mensaje absolutamente revolucionario para una época en que agarrar las armas era algo demasiado cotidiano. Esta generación logró identificar que eso era lo que necesitaba el país, y lo llevó adelante más por las letras que por las armas.

Inventar un país en tan poco tiempo no es un proceso fácil, ni mucho menos lineal. Implica una conjunción de sucesos históricos no estructurados, y en muchos casos no planificados. Significa la mezcla entre disputas políticas, intereses económicos, enfrentamientos bélicos, y, por supuesto también, factores culturales que hagan a la conformación de un relato común. Si somos un mismo país nos contamos entre nosotros más o menos la misma historia y consolidamos una forma de ver el mundo desde nuestro rincón. 

Hasta acá vimos algunos elementos de la disputa política, territorial y geográfica, y de cómo algunos elementos épicos y culturales, como el Himno Nacional, estuvieron al servicio de esa joven empresa independentista. 

Pero en el plano específicamente cultural, quizás el primer intento de fundar y definir la argentinidad viene, consciente o inconscientemente, con la Generación del 37. En palabras del historiador Tulio Halperin Donghi, quizás es aquí cuando se empieza a formar la idea de una nación para el desierto argentino.

Esas paradojas cuasiliterarias que tiene nuestra historia joven hicieron que el germen de la argentinidad estuviera marcada por los escritos y debates de una generación que, al momento de escribir, y debatir, lo hacía desde la más amarga derrota. En 1837, Juan Manuel de Rosas, el caudillo federal bonaerense, ya llevaba dos años de su segundo mandato. Rosas ostenta la infortuita casualidad de haber sido el decimotercer gobernador de la Provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1832, y el decimoséptimo gobernador entre 1835 y 1852, siendo el 13 y el 17 dos números malditos de la numerología popular nacional. Aunque en ese entonces esto no se conocía, Sarmiento, Alberdi o Echeverría consideraban a Juan Manuel de Rosas un hecho maldito de la historia argentina. Así como también la encarnación de la derrota política de la causa unitaria que defendían.

Argentina prácticamente se topó con la independencia y ahora necesita una nación, que sólo le podemos dar con pensamiento, cultura, educación. Entonces, la idea misma de nación argentina nace en la cultura.

La Generación del 37, puede considerarse como el primer movimiento intelectual animado de un propósito de interpretación de la realidad argentina que enfatizó la necesidad de construir una identidad nacional . Probablemente derivado de la influencia del romanticismo como corriente de pensamiento en sus miembros. El romanticismo como movimiento busca destacar los rasgos distintivos de cada cultura, sus cantos populares, sus relatos, su folklore, su estilo y, en definitiva, su identidad. Este aspecto romántico diferenciaba a la generación del 37 de los unitarios rivadavianos que les precedieron. El propio Bernardino Rivadavia, por ejemplo, pidió expresamente en su testamento que sus restos mortales no descansaran en Argentina, aunque hoy se encuentren, contra su voluntad, en Plaza Miserere. 

Podríamos decir entonces que esta generación literaria a la que pertenecieron figuras que luego tendrían también su momento de protagonismo político en la segunda mitad de siglo, conformó el primer movimiento intelectual que tuvo el objetivo concreto de construir una identidad nacional.

A lo largo de las próximas páginas, exploraremos, cuáles son los discursos sobre la Argentina que han quedado instalados en el inconsciente colectivo a casi un siglo de la desafiante empresa que encarara la generación del 37 cuando se dispuso a construir un país. ¿Qué pensamos hoy los argentinos de Argentina? Es una pregunta desafiante, de esas sobre las que todos tenemos alguna respuesta más o menos ensayada, pero a la que no nos atrevemos del todo a mirar de frente.

 

☛ Título: País de mierda

☛ Autores: Augusto Salvatto y Mateo Salvatto

☛ Editorial: Lea
 

Datos de los autores 

Augusto Salvatto (Buenos Aires, 1994) es politólogo y licenciado en Relaciones Internacionales por la UCA. Es fundador y director de la Consultora Panorama y se especializa en innovación, transformación digital y futuro del trabajo.

Mateo Salvatto (Buenos Aires, 1999) es campeón nacional e internacional de robótica, fundador y CEO de la compañía Asteroid Technologies y creador de la App Háblalo. Es director de Innovación de las Escuelas ORT, docente y conferencista.