DOMINGO
historias de buenos aires

La ciudad como musa de poetas

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| Cedoc

Dicen que hubo una vez un mar tan confuso que al fin decidió abandonar toda pretensión y se dejó ir mansamente río, entre ambas orillas. 

En el fondo, el Río de la Plata siempre supo que la madre tierra conforma su cauce, por lo tanto, igual que ella, se arrogó marrones y bermejos sin dejar de lado los sepias y, en ciertas tardes de soles curiosos, hasta se maquilla de tierra siena quemada. Así, con su aspecto quieto, el río echó a correr sus aguas y estas fueron soñando en colores, hasta que un buen día dieron a luz una aldea que poco a poco se convirtió en una ciudad que se supo tan eterna como el agua y el aire.  

La Ciudad, con ayuda del río y furia creadora, encaminó sus naves hacia la épica, hacia la poesía, hacia la música. No conforme, también quiso ser musa. Condición que no abandona. Desde entonces, para bien o para mal, fue tierra madre, cuna y derrotero de cada uno de sus hijos, de los hijos de sus hijos, de sus propios antepasados y viceversa. Fue musa de cada uno de los que devinieron poetas, y de los que nunca llegarán a serlo. Pero supo que así, entre poetas, juglares, saltimbanquis y prestidigitadores, atendería siempre su juego.   

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Desde el primer momento, La Ciudad soñó con poetas. Se le antojó un tal Jorge Luis Borges, por ejemplo, lo soñó con fervor y a sus pies, rendido ante su belleza, y aun en sus momentos de fealdad; lo anheló díscolo, alborotador, casi ingobernable, como a todo juglar. De igual modo añoró a todos los hombres y a todas las mujeres capaces de habitar su suelo. Y sus calles, sus veredas, sus edificios, sus parques y plazas. 

“Los poetas con su intuición –según dijera Raúl Scalabrini Ortiz– hablan desde hace mucho del alma de las cosas…”.

Desde acá, desde el alma mía y el alma de las cosas, intenté estos textos. Muy a mi pesar, no soy poeta, no son poéticos. Son apreciaciones personales acerca de ciertos lugares e historias de nuestra amada, vapuleada y a veces devastada Ciudad de Buenos Aires. 

En algunos sitios, a cuya vera me instalé en cercanas mesitas de algún bar, en un banco de plaza o en el umbral al pie de un zaguán, en el cordón de la vereda, contra una perdida ochava o un viejo farol, pude ver y contar lo que imaginaba, o percibía, a efectos de complementar lo investigado. Lo que se cuenta, lo que ya se ha contado. Estos escritos fueron pensados en las entrelíneas, en lo que subyace en los libros de la pretendida “verdadera historia” de Buenos Aires. 

Muchas de esas historias me fueron murmuradas por los espíritus que aún circulan entre las columnas, los capiteles, las puertas y zaguanes, desde la copa de los árboles, las alcantarillas, los subterráneos… las sábanas que sobrevuelan en las terrazas y balcones. Más allá de lo esperado. Y, seguramente, aun más allá de lo imaginado.  (…)

Plaza de Mayo. (Hipólito Yrigoyen y Bolívar-Montserrat). Desde los primeros tiempos de la historia de la Ciudad, la Plaza de Mayo tuvo un gran protagonismo. Como toda plaza fundacional de cada ciudad de la América hispana, es el centro histórico, y quien dice histórico dice político. Está directamente relacionada con los albores de la Independencia y la Revolución de Mayo: de ahí su nombre.

Durante casi doscientos años, y aun antes de aquellos momentos, la Plaza Mayor de la Ciudad ha sido escenario de no tan diferentes reclamos y ausencias. Pese a que durante largos años ostentó vallas y monumentos enjaulados, jamás se agotó el inexorable Camino de los Pañuelos Blancos de las Madres y las Abuelas. Es que la Plaza Testigo guarda en sus entrañas y en sus aires las cenizas de una de las tantas mujeres en lucha que ya nunca podrá ser acallada: Azucena Villaflor, una de las fundadoras de la organización Madres de Plaza de Mayo. Tal vez esa presencia logre refrescar el aire viciado aún de pólvoras y el polvo alzado por los cascos de los caballos abrumados por la obligación de correr a los habitantes de la Ciudad en las distintas épocas de la azotada plaza.

Avenida de Mayo. (Montserrat). Charles Darwin escribió en su diario de viaje: “La Ciudad de Buenos Aires es extensa, y a mi parecer, una de las de trazado más regular del mundo. Sus calles se cortan en ángulo recto y, como guardan las paralelas igual distancia entre sí, los edificios constituyen sólidos cuadrados, de iguales dimensiones, a los que se llama cuadras. (…) La plaza ocupa el centro de la Ciudad y a su alrededor están las oficinas públicas, la fortaleza, la Catedral, etcétera, y antes de la Revolución también allí tenían su palacio los virreyes. El conjunto de esas construcciones ofrece un hermoso aspecto aunque ninguna aisladamente pueda jactarse de su arquitectura”. Tal vez no mintió.

Lo cierto es que la Avenida de Mayo nace en esa plaza y que ambas muestran una de las mayores y   primeras contradicciones de la Ciudad. La plaza simboliza la revolución, los albores de la independencia de España y al mismo tiempo se abre dando origen a la calle más española de Buenos Aires o de “la Ciudad Bruja”, al decir de Lorca. Y no cabe duda de que algo de magia, ensueños y superstición destaca a la misteriosa Buenos Aires, porque guarda infinitos secretos que custodian las palomas en cada mansarda de la Plaza de Mayo. La Avenida de Mayo nace de ese misterio y los muchos secretos que apaña la Ciudad, se abre paso entre el Cabildo que dio origen a la gesta de Mayo y ese edificio que el gobierno comprara a un traficante de esclavos y que luego obsequió al general San Martín, que nunca lo ocupó, y hoy hace parte de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad. Lo cierto es que, según una semblanza de Antonio Pérez Prado: “Galicia hizo de Buenos Aires la ciudad gallega más grande del mundo (…) y Buenos Aires hizo de Galicia la más americana de las regiones europeas, la más argentina, la más porteña”. Así somos, en ambas vivimos. 

*Guía narrada de Buenos Aires. Lugares y secretos de una ciudad con misterio. Ed. Indie Libros (fragmento).