Durante el último medio siglo, el cambio en las relaciones de producción, en la tecnología, en las comunicaciones, en la manera de pensar el mundo y al otro, por lo tanto, el cambio en la alimentación, fue radical.
La alimentación es producto de las relaciones sociales: al ser resultado de una manera de concebir el mundo, designa algunos comestibles como “comida” y otros como “incomibles”. Es el resultado de organizar la sociedad aplicando tecnología para extraer del medioambiente lo que se considera bueno, rico y saludable; de la manera aceptada de distribuir los alimentos y de los usos sociales de esos alimentos a despecho de sus cualidades nutricionales.
Amor, poder, seguridad, piedad, distinción, pertenencia, solidaridad, premios y castigos se efectivizan en y con la comida. En el nivel individual, con lo que comemos enviamos signos manifiestos acerca de quiénes somos y el lugar que ocupamos en la sociedad. Este consumo producirá respuestas –es decir, relaciones sociales– de aceptación, rechazo o indiferencia según el interlocutor y el medio.
Lo que comemos nos permite mantener y reproducir la vida, en un doble sentido biológico y social. Nos permite tener la energía suficiente para desplegar una vida activa y sana (o no) y dejar descendencia. Y, a la vez, lo que comemos llega a nosotros a través de cadenas de producción-distribución-consumo que permiten al sistema social mantenerse en el tiempo y ampliarse en el espacio. En ese sentido, la alimentación es parte de la reproducción social tanto de las estructuras económicas como de los valores que dan sentido a perpetuarlas o transformarlas.
Producto y productora de relaciones sociales, la comida es, entonces, un hecho social total, como quería el antropólogo francés Marcel Mauss, que une indisolublemente nutrientes y sentidos. En este libro me propongo desarrollar, a partir de esa premisa conceptual de la comida como hecho social, producto y productora de relaciones sociales, una hipótesis fuerte: estamos devorando el planeta.
Comemos el petróleo en forma de fertilizantes y agroquímicos en nuestras cosechas, lo comemos en forma de combustible en cada transporte que lleva nuestros alimentos de un hemisferio al otro. Es claro que bebemos parte del escaso 3% del agua dulce que tiene nuestro mundo, pero también la tomamos contenida en los granos, las frutas y las carnes que dependen de ese porcentaje. Como omnívoros, encontramos los nutrientes necesarios para nuestra comida en distintas fuentes. Y comemos los recursos del planeta irracionalmente, engulléndolos con avidez y rapidez, como si estuviésemos ansiosos por terminar con todo. ¡Por eso devoramos!
Comer así no es sostenible, no solo hay recursos que no se pueden renovar (como los minerales que vinieron de las estrellas), sino que tampoco le estamos dando tiempo al ecosistema para recuperarse de la extracción desenfrenada de aquellos recursos que sí son renovables.
No hay hacia dónde huir. Tenemos que evitar el colapso aquí y ahora, por nosotros, en defensa propia, y para nuestros hijos, nuestros nietos y las generaciones por venir. Ellos tienen derecho a heredar la Tierra (como planeta y no como posesión) y se lo estamos negando. O peor: lo que les dejaremos será, antes que una posibilidad, un tremendo problema.
Este libro tiene un final abierto que dependerá solo en cierta medida de nuestras acciones, de lo que estemos dispuestos a hacer para cambiar la catastrófica situación de la alimentación actual.
Utilizo la primera persona del plural, nosotros, porque todos contribuimos a devorar el planeta, aunque no en igual medida. Quien apenas come, no tiene agua potable y jamás viajó en avión tiene mucha menos responsabilidad que el ejecutivo de un holding alimentario que explota lo que queda del terreno que una vez ocupó el Amazonas. Paradójicamente, el primero pagará antes y más caro por su escasa cuota de responsabilidad, porque sufrirá antes los efectos de la depredación, el extractivismo, la contaminación, el ajuste y el cambio climático.
Sin embargo, estamos a tiempo de cambiar.
No podemos separar la manera de comer de la manera de vivir en sociedad. Dicho de otro modo, existe una sinergia entre el subsistema agroalimentario y el subsistema económico político que son los determinantes de la cocina y la comida. Y estas formas de comer y de vivir determinarán la manera en que esa población enferme y muera. Abordar el sistema alimentario como sistema complejo (es decir, abierto al medio, como los seres vivos) con capacidad de equilibrarse, cambiar, autorganizarse y aun estallar nos permite ver cómo alimentación, economía, política y epidemiología se condicionan mutuamente de manera que lo que pasa en un campo incide necesariamente en el otro.
Uno de los problemas que toda la población del planeta heredará es que, por imperio del modo de producción, todos los ecosistemas están altamente transformados. La atmósfera que carga con los humos de nuestras chimeneas devuelve lluvia ácida. El océano es el mayor basurero a cielo abierto que pudimos crear. También es el lugar de la mayor depredación de especies (comestibles o no). La intervención humana ha producido un aumento de la temperatura de las aguas, que acidifica los mares, blanquea corales, extingue especies, modifica corrientes e intensifica tornados.
Destruimos el único planeta que podemos habitar. Nuestro futuro es sombrío. Pero este libro pretende ser optimista y señalar que hay alternativas, que ya están en marcha diferentes opciones para cambiar la alimentación y la sociedad que la ha llevado a este punto crítico.
Si efectivamente existe una sinergia entre el sistema agroalimentario y el sistema económico político, entonces se puede cambiar el mundo cambiando la alimentación. La pregunta no es si se puede: la pregunta más importante es si estamos a tiempo.
*Autora de Devorando el planeta, editorial Capital Intelectual (fragmento).