Así como, sin verlo ni olerlo, el aire conforma nuestro vital ambiente, también flotamos en un universo semántico de valores y contenidos de la cultura y de la organización social, que llamamos “universales”. Estos asumen una versión “particular” para cada grupo y regulan las relaciones entre los diversos estamentos y los individuos entre sí. Uno de los estamentos básicos de la sociedad –la célula elemental, podría decirse– lo constituye el grupo familiar (cualquiera fuera su conformación de acuerdo a los tiempos), en quien la misma sociedad delega la tarea de su supervivencia y su continuidad. Es decir, tiene a su cargo la reproducción de los individuos, su crianza y su formación. Cada familia –en términos de una definición muy amplia– está conformada como un grupo en el que convive en forma simultánea un número variable de individuos con roles diferenciados (en el mejor de los casos) en función de ese objetivo; configurando una organización sustentada por reglas y normas implícitas y explícitas (la ley) que regulan las relaciones inherentes a esa convivencia. Es en el seno de la vida familiar donde se aprenden y ejercitan los fundamentos básicos de los roles sociales y donde se transmite, se procesa y se reproduce la herencia cultural a través de los canales conductuales, preverbales y verbales de la comunicación humana.
E. Pichon-Rivière dice: “Malinowsky insiste en la imposibilidad de imaginarse cualquier forma de organización social carente de estructura familiar. Ésta constituye la unidad indispensable de toda organización social, a través de la historia del hombre. La familia adquiere esta significación dinámica para la humanidad porque mediante su funcionamiento provee el marco adecuado para la definición y conservación de las diferencias humanas, dando forma objetiva a los roles distintivos, pero mutuamente vinculados del padre, de la madre y del hijo, que constituyen los roles básicos de todas las culturas”.
Así como en el lenguaje puede diferenciarse una estructura innata universal biológicamente determinada, por una parte, y una multiplicidad de lenguas locales por la otra, lo mismo se podría decir del Edipo en relación a su estructura disposicional innata universal como dispositivo para el registro de las diferencias y su realización singularizada en sus infinitas variantes.
Disperso en la saga de los pueblos y en la creación literaria, debemos al genio de Freud la introducción de la universalidad del complejo de Edipo en el discurso científico en el contexto de sus decisivos aportes acerca del desarrollo sexual infantil. Complejo cuya resolución bajo el imperio del complejo de castración completa la estructuración de las instancias del aparato psíquico y del clivaje entre consciente e inconsciente culminando así la inicial represión “primaria”.
Una reflexión en perspectiva debería encontrar en los oráculos del mito griego el significado de la determinación supraindividual e inevitable de la trama, por encima de las voluntades individuales de los protagonistas, lo que permitiría vislumbrar en el Edipo la realización de la tendencia evolutiva de la sociedad y la cultura conducente a su organización a partir de la instauración de diferencias; diferencias que conllevan prescripciones. En pocas oportunidades S. Freud se expide tan claramente en el sentido de este trabajo, cuando visualiza a los padres como intermediarios del mandato social, como en la siguiente cita: “La hija encuentra en la madre la autoridad que cercena su voluntad y la persona a quien se ha confiado la misión de imponerle esa renuncia a la libertad sexual que la sociedad demanda [...] Para el hijo el padre encarna toda la coacción social, que soporta a disgusto”.
Por lo tanto, tomado en forma global se pueden detectar en el Edipo las líneas elementales y fundamentales de las diferencias determinadas por la impronta de la organización familiar y que sustentan las infinitas variantes que se darán posteriormente en la vida social. Estas diferencias son:
a. especularidad <–> alteridad
b. nivelación generacional <–> brecha generacional
c. simetría sexual <–> diferencias de sexos
d. inmortalidad <–> mortalidad
Si bien el complejo de castración está referido clásicamente al logro de la diferencia de sexos, abarca, a su vez, los demás aspectos del trabajoso y doloroso proceso de diferenciación. Este proceso de diferenciación adquiere un sesgo restrictivo de la omnipotencia propia de la organización narcisista del desarrollo que, a mi entender, deriva necesariamente de la impotencia propia del desvalimiento infantil en particular y del desvalimiento del ser humano en general.
Parecería que la época victoriana en que le tocó vivir a Freud lo llevó a privilegiar más en la construcción de sus teorías el sesgo restrictivo de la cultura sobre lo pulsional (Freud, 1930) que el aspecto organizativo y regulatorio (que incluye, asimismo, la restricción) del mapa libidinal y de los intercambios sexuales y agresivos entre los seres humanos. En este sentido arriesgo mi impresión personal de que cierto matiz “contestatario” de algunas culturas psicoanalíticas partiría de ése, a mi entender, malentendido entre organización y regulación por una parte y, la restricción autoritaria por la otra.
Consecuentemente, si se toman las filas a., b., c. y d., y se dividen en dos columnas en sentido vertical pueden configurarse las dos formas organizativas alternantes y mutuamente necesarias en que la vida humana se desenvuelve: la organización narcisista cuyo eje es la “omnipotencia” y la organización triangular edípica, cuyo eje es la “diferenciación”.
Obviamente estas dos organizaciones fluctuantes y alternantes no abarcan toda la heterogeneidad del psiquismo; la psicopatología, especialmente la que abordamos en nuestros consultorios actuales, nos confronta cada vez más con la necesidad de “construir” psiquismo allí donde está precariamente organizado, o francamente desorganizado.
*Autor de La imperfecta realidad humana, Biebel ediciones (fragmento).