Prácticamente desde los días de Sarmiento hasta hoy, un indicador evolucionó siempre de modo positivo, aunque no con iguales ritmos, en la educación argentina: el sistema fue siempre capaz de albergar, y de educar (o intentarlo), a cada vez más niños y jóvenes. En todo el mundo se verifica la misma tendencia, y casi puede afirmarse que la historia de los sistemas educativos en el mundo moderno es la de la expansión de la cobertura escolar. El indicador cobertura educativa revela la distancia entre la demanda de educación (personas en edad de y con derecho a recibir servicios educativos) y la oferta educativa (compuesta por la infraestructura escolar, los recursos humanos docentes y la logística y la planificación necesarias para educar); es decir, el grado de capacidad del sistema para garantizar acceso (y permanencia) a todos los indicados. El caso es que más y más niños y jóvenes reciben los beneficios de la educación formal desde que la pionera, Prusia, estableció en 1763 la obligatoriedad de la enseñanza para todos los niños de entre 5 y 13 años, y esa noción radical se expandió en las olas de institucionalización escolar establecida por distintas leyes en distintos países entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
Si bien en el mundo existen aún 124 millones de niños y adolescentes que o bien nunca ingresaron al sistema escolar o bien lo han abandonado de manera prematura, solo una decena de países (casi todos ellos situados en las áreas más empobrecidas y conflictivas de Africa) tiene porcentajes mayores al 30% de niños en edad primaria sin escolaridad, y aproximadamente una veintena de países presenta porcentajes de fracaso similares cuando se considera a adolescentes en edad de educación media privados del derecho a instruirse. De los niños del mundo, se encuentra inscripto en la educación formal, en promedio, el 82%. Esa misma cifra, tan solo cien años atrás, era de apenas 33%. La noción de que el lugar normal y deseable para un niño es la escuela atraviesa hoy países, culturas, gobiernos, formas de vida y clases sociales, y es sin duda uno de los más grandes legados de la modernidad.
En la Argentina, el crecimiento de la matrícula educativa fue constante desde los orígenes mismos del sistema. La tasa neta de escolarización en el nivel primario –el porcentaje de niños que asisten a una escuela primaria sobre la totalidad de niños que viven en el país– se comenzó a medir tan tempranamente como en el año 1869. Solo dos de cada diez niños asistían a las aulas en aquellos años. Treinta años después de la aprobación, en 1884, de la Ley 1.420, la escolarización alcanzaba a la mitad de los niños argentinos, y durante la década de 1990 se concretó por fin la universalidad de la educación primaria. La educación secundaria, en cambio, concebida en sus inicios no como un derecho básico sino como una puerta de entrada para un porcentaje menor de los jóvenes que constituirían la elite profesional, evolucionó de manera mucho más lenta y no es una realidad todavía para la totalidad de los adolescentes, aun cuando la letra de la ley no siente solo el derecho sino incluso la obligación de completar la educación media.
El sistema educativo argentino o educación común, que excluye el nivel superior universitario e incluye tanto establecimientos públicos como privados, presta hoy sus servicios a más de 11 millones de niños y jóvenes que han nacido o viven en el país, y que cada día (o casi cada día, según su suerte respecto de los conflictos gremiales) son bienvenidos a sus aulas por unos 700 mil maestros y docentes que desempeñan su trabajo con intensa vocación, comprometidos, indiferentes, cansados, entusiasmados, irritados, motivados, hartos o felices, con la enorme variedad de actitudes que se halla en todas las ramas de la actividad humana, pero con una responsabilidad preciosa entre sus manos. De esos 11 millones de alumnos, el 16% recibe educación de nivel inicial; el 41%, educación de nivel primario; el 35%, educación secundaria, y el 8%, educación superior no universitaria. A estos millones de educandos se suman casi 2 millones de estudiantes de universidades públicas y privadas. Dentro del sistema de educación común, siete de cada diez estudiantes asisten a escuelas públicas, y los otros tres, a escuelas privadas, mientras que en el nivel universitario la proporción de alumnos en establecimientos de gestión estatal asciende a ocho de cada diez. A estos sistemas se suman los menos numerosos de educación para adultos y educación especial, que contienen a más de 1.200.000 y casi 130 mil alumnos respectivamente. Todos estos millones de aulas en el país, con su enorme variedad geográfica, edilicia y de condiciones de infraestructura y confort, muestran las capacidades de cobertura de la educación argentina, que no ha hecho sino crecer desde hace muchas décadas, como lo muestran los datos intercensales más recientes, que revelan que entre 2001 y 2010 el porcentaje de personas que declaran asistir a un establecimiento educativo aumentó para cada uno de los años de edad considerados –con saltos de varios puntos porcentuales para los 3, 4 y 5 años de edad–, leves aumentos en la ya prácticamente universal educación primaria y, desafortunadamente, crecimientos leves o casi estancamiento en la escolaridad de la población en edad adolescente. En cualquier caso, hay cada vez más alumnos en nuestras escuelas.
Todos coincidimos en que un niño rodeado de sus pares y bajo la responsabilidad de un adulto en un aula es preferible a un niño solo en la calle: bienvenido sea el crecimiento sostenido de la cobertura escolar. El problema comienza cuando se pasa de relevar el simple (aunque importante) indicador de la cobertura, del asiste/no asiste a la escuela, a los indicadores que muestran las formas en que las escuelas prestan sus servicios, y la calidad con que lo hacen. Las mejoras de los indicadores de cobertura en países con tradiciones educativas sólidas como la Argentina tienen un punto de partida importante en el aumento de la oferta. Dado que la sociedad comparte la noción, por vaga que pueda ser, de que la educación es algo bueno, deseable, de que es un pasaporte a mejores empleos y a más oportunidades, cualquier escuela nueva que se abre (es decir, cualquier incremento de la oferta) se llena de alumnos. Mientras que –por ejemplo– en otros contextos culturales y geográficos persisten hoy ideas tales como que “una niña no necesita educarse porque su deber es cuidar de su marido”, en la Argentina actual el problema del abandono escolar es más grave entre los varones que entre las mujeres.
Verificada cierta línea básica de demanda educativa (tan básica como el mandato que indica: “Es bueno mandar a mis hijos a la escuela” y como el hecho fundamental de que una buena parte de los jóvenes valore positivamente la educación que recibe), la mejora en los indicadores de cobertura es, en sus momentos iniciales, alcanzable a partir de inyecciones presupuestarias. Los gestores de los sistemas educativos saben que la demanda por vacantes de los establecimientos escolares nuevos es siempre muy importante, y las escuelas en la Argentina comienzan el año lectivo con sus aulas llenas por completo.
La evolución del indicador de cobertura depende entonces de la existencia de más escuelas y de más cargos docentes. Así fue que se instrumentaron las mejoras educativas más ostensibles del último par de décadas. Se incrementó la cantidad de aulas disponibles y de maestros y profesores porque se incrementó el presupuesto educativo. Se procuró cumplir con la meta del 6% del PBI dedicado a educación y se insistió en anunciar esa cifra, como un conjuro, una y otra vez (ciertamente, no era mucho más lo que se podía anunciar). El grueso de ese monto se volcó a la construcción o la mejora de establecimientos educativos, y a salarios de personal escolar. Se abrieron nuevas escuelas en todos los niveles, la cantidad de colegios secundarios entre 1985 y 2013 creció un 170%, la cantidad de alumnos de entre 12 y 17 años en las aulas (cualquiera sea el año que cursen) creció un 30%.
Pero otros indicadores, en cambio, muestran caras más negativas: ¿cuántos alumnos comienzan el año y cuántos lo terminan? ¿Qué edades tienen y qué edades deberían tener los niños y los jóvenes que pueblan las aulas? Y, lo más importante, ¿qué y cómo se aprende en esas escuelas? Porque, más allá de la necesidad de que la escuela socialice y provea de normas y valores, y más allá de que entre sus paredes exista cierta contención, los jóvenes deben ser educados en habilidades básicas sin las cuales sus oportunidades de progreso en el mundo contemporáneo se ven menoscabadas sin remedio. Lograr solamente más aulas, más docentes y más niños inscriptos en cada inicio de año escolar sugiere la existencia de mucho trabajo en paredes y planillas de sueldos, pero poca atención y poca creatividad a la hora de pensar cómo mejorar la vida de las personas.
Decía el presidente Raúl Alfonsín en 1986: “Nos preparamos para el siglo XXI, en el cual ya no será condición suficiente, aunque sí, desde luego, necesaria, la cantidad de escuelas o la cantidad de maestros. Necesitamos, ahora, que la calidad de nuestra enseñanza se incremente tan rápidamente como sea posible”. Aquello que el más importante dirigente político de la transición democrática ya había entendido en 1986 fue olvidado tristemente en el nuevo milenio. En materia educativa, hemos caminado en círculos (o, más bien, en una espiral) (...).
¿Por qué es necesario contar con datos y estadísticas transparentes y confiables sobre el sistema educativo? Porque medir y monitorear los resultados de las políticas públicas es necesario para saber si cumplen sus objetivos. Y porque sin información estadística sobre políticas públicas, la democracia pasa a ser una calle de dirección única: los gobernantes tienen las herramientas que necesitan para ejercer el poder, pero los gobernados están imposibilitados de exigir resultados y rendición de cuentas. Como sostuvo en 2007 la Declaración de Estambul, firmada por seis de los más relevantes organismos internacionales vinculados al desarrollo, “para mejorar el bienestar de las sociedades, hay que impulsar en todos los niveles una cultura de la toma de decisiones basada en hechos concretos. El bienestar depende en parte de políticas públicas transparentes; [es necesario que] las personas a cargo se responsabilicen de dichas políticas. La disponibilidad de indicadores estadísticos sobre los resultados económicos, sociales, del medio ambiente y su difusión al público permiten reforzar la capacidad de los ciudadanos [para] influir en los objetivos de las sociedades en las que viven y responsabilizar a aquellos a cargo de las políticas públicas”. Los datos por sí mismos no pueden dar cuenta de si una política es justa o injusta, fructífera para muchos o pocos, beneficiosa o perjudicial. Pero no existe ninguna otra manera de saber si las acciones están logrando lo que se proponen. Sobre esos logros resta tanto a los gestores de políticas públicas como a quienes se benefician de ellas (o se perjudican), y ante todo las financian (esto es, usuarios, alumnos, ciudadanos, personas comunes), discutir sobre sus virtudes y sus defectos. Pero discutir sin los datos es discutir sobre la nada. ¿Cómo podríamos, por ejemplo, decidir cuál es la mejor escuela para nuestros hijos sin contar con información alguna sobre los resultados de las escuelas? Tal como lo hacemos: a ciegas. Mientras en otros países se suscitan ricos debates sobre cuán frecuentemente es necesario tomar evaluaciones educativas, o sobre cómo evitar la alienación que produce a los docentes la presión de obtener buenos resultados en los tests, en la Argentina hemos perdido el tiempo tolerando a funcionarios cuya principal tarea parecía ser confundirnos del mejor modo posible sobre los resultados de sus iniciativas.
¿Cuáles son los indicadores que deben medirse para juzgar la marcha de un sistema educativo? No pretendemos aquí que los ciudadanos comunes deban conocer la jerga técnica de la organización, la evaluación y el diagnóstico educativos, pero sí que participen de un consenso mínimo respecto de los que deberían o no ser los objetivos de las escuelas, y lo que debería o no suceder dentro de las aulas. La educación (junto con la salud) es una de las áreas de la gestión de un gobierno que las personas comunes conocen más de cerca: todos hemos ido a una escuela cuando niños, muchos de nosotros tenemos hijos o amigos con hijos o hermanos con hijos que asisten a una escuela, mientras que, por ejemplo, pocos han pasado demasiadas horas en un juzgado o visto desde dentro un cuartel del ejército o de la policía o pasado más que unas pocas horas haciendo trámites de identificación civil.
La educación formal marca los ritmos y muchos de los recuerdos más importantes de los años iniciales de la vida de las personas, y vuelve a adquirir centralidad cuando las personas pasan a estar a cargo de niños y jóvenes. Por eso mismo, y pese a los lugares comunes que sostienen lo contrario, a casi todos los individuos les importa la educación (aunque no sepan cómo resolver sus problemas, pues no es el trabajo del ciudadano común resolver esos problemas), y todas las personas tienen algunas nociones básicas acerca del deber ser de un sistema educativo:
1Los niños deben salir de la escuela sabiendo leer y comprendiendo lo que leen, especialmente si se trata de textos informativos básicos.
2Deben salir de la escuela sabiendo expresar sus ideas por escrito, de modo de poder comunicarlas a los demás.
3 Deben poder comprender nociones matemáticas elementales, en especial aquellas que les permiten desenvolverse en la vida cotidiana.
4 Deben tener algunos conocimientos básicos sobre la sociedad, la cultura y el mundo en el que viven.
5 Los maestros deben estar lo suficientemente bien capacitados como para ayudar correctamente a los niños a adquirir estas habilidades.
6 Deben tratar a los niños con respeto, y es deseable que con cierta calidez y afecto, dado que les son confiados varias horas al día.
7 Las oportunidades de asistir a una buena escuela y de adquirir una buena educación deben estar disponibles para todos, en igualdad de condiciones: para ricos y pobres, para niños y niñas, para jóvenes urbanos y rurales, para niños provenientes de familias amorosas y contenedoras y para niños provenientes de contextos disfuncionales o desfavorables.
8 Las escuelas deben ser lugares agradables, donde los niños pasen buenos momentos, conozcan la amistad, puedan jugar y divertirse, desarrollar sus talentos, y donde no sufran ni tengan temor.
9 A medida que crecen, los alumnos deben adquirir en la escuela conocimientos más complejos, que les permitan maximizar las oportunidades de tener en el futuro un trabajo lo más agradable, estimulante y mejor pago posible.
10 Repetir grados o años de escolaridad no es deseable ni para los niños ni para sus familias, ni es positivo para los maestros determinar que un niño ha fracasado en los objetivos de aprendizaje.
11 No es deseable que un niño repita de grado muchas veces, ya que en algún momento su edad será muy desigual a la de sus compañeros, lo que puede crearle problemas de autoestima e incomodidad.
12 El mejor lugar para un niño o un joven es la escuela, y probablemente el peor lugar para que un niño pase solo y sin supervisión ni protección varias horas por día es la calle.