La Plaza fue un primer paso para salir de ese infierno. Los caminos para llegar hasta allí fueron tantos como tantas serían las Madres. Pero todas tenían un común denominador: habían comprobado la inutilidad de sus esfuerzos individuales, que chocaban contra la férrea estructura del Estado terrorista, las complicidades internas y externas, y el silenciamiento social, político y mediático, en combinación con la impotencia en la que estaban sumidas las organizaciones de la oposición. En contraste con esas circunstancias, aquel 30 de abril de 1977 comenzó el proceso de construcción de un nuevo espacio político, una nueva forma de resistencia. (...)
Jueves sin brujas
Cada viernes, durante dos o tres semanas, las Madres volvieron a encontrarse en la Plaza y continuaron sumando firmas a la carta a Videla. La iniciativa era muy movilizadora y atraía cada vez a más mujeres a la Plaza. Ya no eran solamente las conocidas de siempre; muchas se veían las caras por primera vez allí. Dora Panellas, una de las mujeres que se habían sumado recientemente, hizo una observación que todas recuerdan muy bien; proponía cambiar los viernes por los jueves por razones esotéricas que a ninguna se le ocurrió objetar: “El viernes no, porque trae mala suerte, es día de brujas”.
“¿Más mala suerte que la que habíamos tenido hasta ese momento? – se preguntó María Adela–. Yo no creía en esas cosas y, probablemente, otras que estaban allí tampoco. Pero nadie le objetó nada a aquella mujer; nadie le discutió. Ahí empezó a surgir un rasgo de lo que seríamos las Madres: si había una objeción de alguna y si el tema no era importante, nadie discutía; tratábamos de facilitar las cosas para que todas las que quisieran se sumaran. Así cambiamos los viernes por los jueves”. Los jueves a las 15.30, en la Plaza de Mayo, desde entonces y para siempre. Aunque ninguna de ellas sospechaba que su espera duraría más allá de algunos meses.
La cita comenzó a transmitirse de boca en boca; las Madres se distribuyeron los lugares a los que debían ir para convocar a otros familiares; fueron a los mismos sitios donde antes concurrían para hacer averiguaciones y trámites, pero ahora tenían otro objetivo: convencer a otras madres de que fueran a la Plaza. Hacen cadenas telefónicas, visitan las casas de otras madres. Y el trabajo empieza a dar resultados.
Como lo había previsto Azucena, el número de concurrentes a la Plaza aumentó semana a semana. En ese breve período inicial, se sumaron algunas de las mujeres que serían decisivas en el desarrollo del movimiento. Juana Meller de Pargament, Angélica Sosa de Mignone, María Esther de Careaga, Nora Irma Morales de Cortiñas, entre otras muchas. Y Hebe Pastor de Bonafini, quien iniciaría una transformación enorme de su personalidad y en pocos meses más se revelaría como una de las figuras más singulares y significativas del movimiento.
En realidad, la vida de Hebe había empezado a cambiar el 8 de febrero de 1977. Ese día secuestraron a su hijo mayor, Jorge Omar. Jorge había nacido en 1950, tres años más tarde le siguió Raúl Alfredo, y en 1965, María Alejandra. Hebe se había casado con Humberto Alfredo Bonafini, a quien conoció a los 14 años. Por esa época, él empezó a visitarla en la casa paterna de El Dique, un barrio obrero de Ensenada, donde ella había nacido el 4 de diciembre de 1928. Su propio padre fue obrero y, durante muchos años, trabajó en la fábrica de sombreros Basso e Imperatori. Siguiendo sus propios pasos, ella, al terminar la primaria, fue a aprender el manejo del telar, a pesar de que le gustaba ser maestra; así lo había decidido su madre, porque eso era lo que estaba al alcance de sus posibilidades económicas y, un poco también, porque la otra educación era para los varones. Allí mismo, en el fondo de la casa paterna de El Dique, Kika –como le dicen a Hebe la familia y los amigos de la primera época– armó su propio hogar con Humberto cuando se casó, en 1949, en la iglesia San Francisco de La Plata. Recién en 1963 se mudaría a su propia casa en City Bell.
En sus primeros años de casada, Hebe, junto con su madre, fabricaba y vendía guardapolvos. “No se ganaba una fortuna, pero ayudaba a parar la olla”, recuerda.
Nunca tuvo un trabajo muy formal, pero siempre se las rebuscaba. El aporte económico decisivo para la familia lo hacía Humberto, el Toto, que en su apogeo llegó a ser obrero de YPF. A Toto no le interesaba la política y, cuando sus hijos varones hablaban del tema, prefería escuchar y callar. Salvo cuando ellos criticaban la empresa en la que trabajaba porque allí explotaban al padre, según decían; entonces Toto replicaba: “Ustedes critican, pero de eso nosotros comemos”. Y entonces eran los muchachos los que callaban.
Todas habían comprobado la inutilidad de sus esfuerzos individuales.
Jorge había empezado a militar en un grupo de izquierda radicalizado durante su paso por la Universidad de La Plata, donde estudiaba Física. Cuando se produjo el golpe, Hebe, que conocía la militancia política de Jorge y Raúl, tuvo miedo y les dijo que abandonaran eso o que se fueran directamente del país. Ambos se negaron.
Jorge fue el más contundente, le dijo: “¿Cómo podés pensar que yo me voy a ir cuando a mis compañeros los están matando y secuestrando?”. Hebe comprendió, pero sintió miedo. Apenas un año atrás, sin embargo, en 1975, su hijo mayor le había mostrado el periódico del partido al que pertenecía y le había hecho leer un artículo en el cual se relataba el secuestro de un chico de 12 años. “¿Cómo publican eso? –le dijo Hebe–. ¿Quién les puede creer que van a secuestrar a un chico de esa edad?”.
Aquel fatídico 8 de febrero en que desapareció su hijo mayor, habían internado al hermano de Hebe, el Negro, que estaba enfermo de cáncer y moriría unos días después. Jorge la había llamado por teléfono para ver cómo estaba su tío y luego le prometió ir a cenar a la casa de sus padres. Pero no apareció. Pasada la medianoche, el que llamó fue su otro hijo, Raúl: “Mamá, Jorge no está en su casa, está todo revuelto y él no aparece”.
“La desaparición es un hecho inexplicable – expresó muchos años después Bonafini – que no se puede contar, que es muy difícil de compartir con el otro. Porque la desaparición es un vacío, un agujero, una tormenta, un ciclón que destruye, que se lleva todo, que arrastra todo y que una tiene que tratar de contener, de conservar y de sostener. No es fácil cuando el hijo no está más ni en la casa, ni en el trabajo, ni en la mesa, ni en la cama. (...) Esa palabra, desaparición o desaparecido, este invento –primero decíamos secuestrado, luego desaparecido y más tarde detenido-desaparecido–; tuvimos que ir dibujando qué era esto de ‘desaparecido’. (...) Desde esta ingenuidad de la pregunta, de esta ingenuidad política, inocencia o ignorancia salimos las Madres a buscar a los hijos. Ninguna de nosotras, creo, nos planteamos por dónde ni para dónde ni qué íbamos a hacer. Cada una salió ese día como pudo. Algunas no pudieron levantarse de un sillón y otras parecía que estábamos impulsadas por un motor que no nos permitía parar. Casi ninguna sabía qué era un habeas corpus, casi ninguna consiguió que un abogado nos hiciera algo, casi ninguna imaginaba que no los íbamos a volver a ver, casi ninguna de nosotras pensaba que la tortura era tan feroz. Y todo esto lo tuvimos que aprender sin saber”.
En definitiva, era la misma sorpresa y desorientación que, al principio, tuvo la mayor parte de las organizaciones populares y revolucionarias.
Entonces empezó el peregrinaje casi solitario de Hebe. “En esa instancia, no recibí el apoyo de familiares y amigos. Nos cerraron las puertas. Quedamos solos, nosotros solos. Desde ese momento, mis amigos y mi familia fueron las Madres de Plaza de Mayo. Me enteré de que habían empezado a reunirse en la Plaza y fui. Me sentía como sapo de otro pozo, no conocía a nadie”.
Cuando Hebe fue por primera vez a Buenos Aires, a los 48 años de edad, para hacer gestiones por su hijo desaparecido, sólo había estado en tres oportunidades en esa ciudad, distante a menos de 40 kilómetros de su casa. Nunca imaginó lo que significaría en su vida la Plaza de Mayo, ese espacio rectangular en medio de la enorme y casi desconocida urbe: “Yo vivía esperando el día de ir a la Plaza, sentía que allí y sólo allí estaba haciendo algo realmente útil para salvar a mi hijo y que allí me encontraba con él. Y eso no lo pensaba yo solamente. Lo pensaban todas las que iban; es una cosa que no se puede explicar, que tenés que vivirla. Pero era así”.
"La desaparición es un hecho inexplicable", expresó muchos años después Bonafini.
Allí, en la Plaza, las Madres se contaban sus historias que, en realidad, eran fragmentos de un mismo dolor. Por fin encontraban un lugar donde podían hablar y no sentirse rechazadas, como les ocurría en la mayoría de los sitios donde iban e, incluso muchas veces, en sus propios hogares. Allí empieza un fenómeno de interacción grupal que será decisiva en la gestación del movimiento: comienzan a tejer la solidaridad de las que saben de qué dolor se trata y, a la vez, la de las que codo a codo caminan juntas para enfrentarlo. (...)
El oficial, sereno y seguro de sí mismo, insistió en que no podían estar ahí porque el Estado de Sitio no permitía reuniones de más de dos personas juntas en la vía pública y que, en consecuencia, tenían que circular.
“Entonces Azucena le dijo que estaba bien, que no había problema, que íbamos a circular. Todas la escuchamos un poco sorprendidas. Conociéndola como ya la conocíamos, pensamos que iba a seguir discutiendo o que quizás le haría un gesto de rechazo y se volvería a sentar. Pero no –recuerda Bonafini–. Se tomó del brazo con otra Madre que estaba a su lado y dijo que íbamos a circular, de dos en dos, en fila, sin detenernos, sin reunirnos. Pero sin salir de la Plaza. Así nació la marcha en torno al Monumento a Belgrano, primero, y, después, alrededor de la Pirámide”.
“Ella tenía esas cosas sorprendentes. Era rapidísima, mucho más viva que cualquiera de nosotras y que ellos (los policías) –cuenta María del Rosario–. Cuando los policías nos vieron caminar, al principio creyeron que estaban logrando sacarnos de la Plaza, pero enseguida se dieron cuenta de que no nos queríamos ir. Por eso empezaron como a llevarnos hacia la vereda externa de la Plaza. Nosotras no queríamos eso porque todavía éramos muy pocas. Supongo que ese día no pasábamos de setenta y, entonces, por esa vereda tan inmensa nadie nos iba a ver. En cambio, si lográbamos estar en el centro, en torno a la Pirámide, ahí sí que nos verían todos. Ésa fue la idea”.
El gobierno, sin embargo, estaba decidido a que eso no continuara.
El jueves 25 de agosto la Federal hizo un despliegue inusitado. Quizá el mayor que habían visto hasta ese momento las Madres. Policía masculina y femenina, uniformada y de civil, se repartía estratégicamente las diversas entradas a la Plaza y ocupaba parte de los canteros tratando de impedirles el paso. ( )
"Yo vivía esperando el día de ir a la Plaza, sentía que solo allí estaba haciendo algo útil por mi hijo"
La repercusión de sus acciones anteriores, tanto en el interior del país cuanto, en el exterior, las había fortalecido. La disputa que mantenían con otros sectores del movimiento de derechos humanos y, particularmente, entre los grupos de familiares y afectados por la represión, ahora se volcaba a su favor porque demostraban que la presencia en la Plaza era eficaz para la denuncia. Eso era, al menos, lo que ellas incansablemente repetían cuando invitaron a otras madres a que las acompañaran aquel jueves.
El número aumentó levemente, pero ya habían logrado consolidar un grupo de más de cien familiares dispuestos a pelear con el cuerpo por la Plaza. Y ese día iban a volver a ponerse a prueba.
La policía empezó a tratar de alejarlas del lugar. Las empujaban y, si encontraban resistencia, empezaban a golpearlas. Ellas esquivaban el enfrentamiento, pero no se iban.
“La peleamos. Nos sacaban y volvíamos a entrar. Nos hacían ir y volvíamos. A veces no lográbamos mucho. Yo viajaba desde La Plata para, a lo mejor, estar un minuto en la Plaza. Pero igual íbamos. Nos habíamos dado cuenta de la importancia de pelear ese lugar”, cuenta Hebe.
Entonces repitieron la táctica del jueves anterior. Mientras argumentaban a la policía que ellas no violaban el Estado de Sitio, que prohibía las reuniones en la vía pública, las Madres marchaban de dos en dos, unas simplemente al lado de las otras, y otras tomadas del brazo para ayudarse entre sí a mantener el equilibrio y darse ánimo para sortear a los policías que les cortaban el paso.
En un momento, la fila empezó a detenerse y las Madres volvieron a amontonarse en forma desordenada. La policía de civil y uniformada las rodeaba de tal manera que no sabían por dónde seguir. Un oficial, entonces, les habló y les dijo que si no abandonaban la Plaza tendría que proceder. Ellas lo escucharon en silencio y observaron el cerco para ver cómo esquivarlo. No había caso. No había por dónde.
El oficial, mientras tanto, había formado un pelotón con agentes que llevaban armas largas. Casi una decena de policías las miraban esperando órdenes. El oficial repitió que se dispersaran o se vería obligado a proceder. El silencio y la inmovilidad fue la única respuesta. Entonces el oficial dio la orden: “Preparen”, gritó. Dos segundos más tarde, aún con más fuerza, vociferó: “Apunten”. Los policías, algunos vacilantes y otros incrédulos, acerrojaron las armas y apuntaron. Esta vez las Madres no se quedaron en silencio: “Fuego”, gritaron ellas.
El paródico pelotón quedó en ridículo; los hombres bajaron las armas. (...)
"Qué es ser militante sino eso estar con el otro, no dejarlo solo. Es la solidaridad y la lucha"
Sobre aquellas jornadas de luchas y enfrentamientos, Hebe dirá muchos años después: “Allí nace un sentido militante. Cuando nos empiezan a llevar, nace la solidaridad. Eso no era fácil de conseguir. Porque a las que nos llevan es a las que estamos con la cabeza en la guillotina, las que estamos siempre peleando, adelante, y había que ganar a las otras para que ellas nos defendieran. Por ejemplo, cuando la cana le pedía a una madre el documento, íbamos todas y les dábamos también nuestro documento. Entonces los milicos se encontraban con cien en vez de con un documento”. (...)
“Lo mismo si nos detenían a una –continúa Hebe–. Queríamos que nos detengan a todas. Se tenían que llevar a sesenta. Y si no cabíamos en los coches que había, que trajeran más. Entonces la gente decía que éramos locas, que queríamos que nos lleven en cana. No entendían. Era nuestra forma de arruinarles las cosas y de ser a la vez solidarias entre nosotras. No es que quisiéramos, sino que les armábamos lío y no dejábamos solas a nuestras compañeras. Era la solidaridad y la lucha”.
“Qué es ser militante sino eso, estar con el otro, no dejarlo solo –reflexiona Hebe–. Para nosotras era algo impresionante, algo que habíamos aprendido ahí, luchando. Nadie nos enseñaba; era el momento que te obligaba. Inventábamos mil cosas para pelear a los milicos, para desquitarnos en algo. Después, cuando te largaban de la comisaría, te soltaban de a una y querían que te vayas sola. Incluso no dejaban que te esperara nadie a la salida. Porque lo que ellos querían era romper, que nos separáramos”. (...)
Hebe de Bonafini no estaba enterada de lo sucedido, pero otra noticia la había empezado a abrumar: su nuera la había llamado por teléfono para avisarle que Raúl, su segundo hijo, no aparecía por ningún lado. “Ni siquiera me senté –recordó Hebe– me quedé refregándome las manos. No se trataba de una represalia hacia mí: era una represalia contra el mundo y contra la vida. Los monstruos sueltos eran capaces de arrancarlo a Raúl como si fuese una simple tuerca, un mísero engranaje de un aparato: pero él era un hombre, no podían darse cuenta, una persona que estudiaba Ecología y tenía dos trabajos, porque necesitaba un sueldo de YPF y vendía damajuanas de vino y cargaba bolsas en una fábrica de dulces”. Pocos días después, sabría lo sucedido. El muchacho había sido secuestrado, junto con su compañera, el martes 6 de diciembre de 1977, en la calle Covadonga y 2 de Mayo, de Villa España, en el partido bonaerense de Berazategui. Según relató la propietaria de la casa que alquilaban los jóvenes, ese día a las 18 llegaron entre cuatro y seis automóviles con unos veinte hombres vestidos de civil, quienes se los llevaron detenidos. Al día siguiente, Hebe y su marido presentaron un habeas corpus e hicieron la denuncia del hecho en la comisaría de la zona. Pero, como había ocurrido antes con su otro hijo y con los hijos de casi todas las madres, nada de eso dio resultado.
Apesadumbrada, el día 9 Hebe fue hasta la casa de Eva Castillo, en el barrio de Once, sobre la avenida Rivadavia, donde un grupo de Madres, entre las que estaba Azucena, terminaba de reunir el dinero y elaborar la lista de firmas antes de llevar la solicitada al diario para su publicación. Cuando acabó de decir lo que había ocurrido con su hijo, las Madres le contaron los secuestros de la iglesia Santa Cruz. Ahí sintió que ya no podía más. “Azucena –dijo Hebe–yo no quiero seguir con esta solicitada. Vamos a buscar a las compañeras”. “No, las compañeras estaban luchando para que salga esta solicitada y ahora habrá tres más para poner en la lista, no las vamos a abandonar”, contestó Azucena, con decisión.
Sin embargo, Hebe estaba desesperada. Sentía que no podían quedarse ahí sentadas en medio de los papeles, que tenían que salir a la calle, hacer algo, y volvió a insistir. “Ya están los abogados haciendo eso”, dijo Azucena. (…)
La guerra de la imagen
“Pero, ¿qué tiene que ver el fútbol con lo que nos pasa a nosotros?”. No era, en realidad, una pregunta. Toto, el marido de Hebe, se lo dijo a ella de una manera crítica. ¿Acaso todo, hasta el deporte, es política? ¿Él no podía ver un partido del Mundial porque sus hijos estaban desaparecidos? ¿Tenían que dejar en suspenso la vida hasta que ellos aparecieran? Lo que Toto decía a Hebe le dolía doblemente.
Por un lado, ella no comprendía cómo él podía pensar en el fútbol cuando estaban envueltos por el drama y, por el otro, no entendía cómo su marido no se daba cuenta de que el gobierno utilizaba ese evento para ganar popularidad dentro del país y, a la vez, mostrarle al mundo que en la Argentina “todo estaba bien” y que, incluso, el país era una “fiesta”. Toto admitía que a su mujer no le gustara que él pensara en ver televisión cuando sus hijos faltaban en casa –porque además veía cómo Hebe misma había abandonado toda distracción–, pero lo que no aceptaba era que el Mundial fuera un acto de propaganda a favor del gobierno.
Con pocas excepciones, esta discusión se repetía en casi todas las casas de las Madres. Ellas, que ponían el cuerpo cada jueves en la disputa por la Plaza y que cada día se enfrentaban con el desprecio, la complicidad y la indiferencia de la mayoría de los argentinos, sabían muy bien las dificultades que, incrementadas, deberían encarar en esa etapa. A todo eso, además, se le sumaba la discusión en sus propios hogares. Hebe pensó que ésta era otra de las cosas que “los hombres” no llegaban a ver, y que los diferenciaba de ellas, las mujeres, o, mejor dicho, las madres.
Lo que Toto pensaba no era una ocurrencia personal. Si fuese un vocero militar quien lo expresara, quizás él hubiera sospechado el engaño. Pero el que lo fundamentaba con mayor énfasis era nada menos que un genio del fútbol con fama, incluso, de izquierdista: César Luis Menotti, el director técnico de la Selección argentina. El día anterior al comienzo del Mundial, la revista Somos publicó un extenso reportaje al DT argentino en el cual se explayaba sobre el tema. En Europa tuve la desgracia de ver cómo se repartían volantes contra el Mundial y la Argentina, y tuve una discusión con un periodista holandés a causa de eso. Le hice entender que el Mundial de Fútbol es algo estrictamente deportivo, que nadie tiene derecho a entorpecerlo porque su protagonista exclusivo es el público. Es inútil mezclar la política con el deporte, y sobre todo en esta circunstancia. En incontables oportunidades se hicieron Olimpíadas con la participación de rusos y norteamericanos, los alemanes del este y del oeste y nadie dijo nada. (...) que nadie pretenda usar el Mundial como arma política porque es un método o una maniobra aborrecible: el Mundial es, sobre todo, la fiesta máxima del pueblo, y como tal permanece al margen de cualquier manipuleo político, venga de donde venga”.
☛ Título: La rebelión de las Madres
☛ Autor: Ulises Gorini
☛ Editorial: Octubre
Datos sobre el autor
Ulises Gorini es escritor, periodista y abogado.
Especializado en la investigación de la historia reciente.
Abordó desde diferentes ángulos la experiencia de las Madres de Plaza de Mayo, que plasmó en la más exhaustiva historia de este movimiento (La rebelión de las Madres y La otra lucha), en un libro de no ficción que recoge historias particulares de estas mujeres (La venganza y otros relatos) y en un guion televisivo (Madres de Plaza de Mayo, la historia).
Represalias es su primera novela.